lunes, 24 de noviembre de 2014

Cuando Sara Chura despierte - Juan Pablo Piñeiro




Bolivia. 13 de junio de 2003, víspera de la Fiesta del Señor del Gran Poder. César Amato regresa a la ciudad de La Paz. Es un hombre que viste distintas pieles y tiene la capacidad de “ser muchas personas”. Ahora es un detective privado especializado en casos sin resolver. Recibe un llamado. Deberá buscar al “cadáver que respira”, una criatura misteriosa a la que Sara Chura necesita encontrar con urgencia, para poder despertarse.

Hasta aquí uno podría pensar en una novela policial. Pero hay mucho más. Tanto que es difícil explicarlo. Juan Pablo Piñeiro ha escrito una novela de una belleza inusual, inclasificable. Un libro que se lee de un tirón y que nos deja en ese umbral en el que hemos entendido algo pero no podríamos decir qué es.

La primera frase dibuja el mapa: “El mundo es la casa embrujada que todos habitamos”. Hay un embrujo, hay una construcción, hay algo que surge de los lazos. A veces un relato mágico es la herramienta más eficaz para hablar de lo real. Piñeiro sabe recorrer esa línea, contar lo increíble, volverlo verosímil y, lo que es más importante, verdadero.

El autor boliviano expone algo innegable: entre todos creamos eso que llamamos “realidad”. Pero hay mucho más ahí afuera: lo misterioso, aquello que solemos considerar sobrenatural solo porque nuestros ojos están domesticados. Cuando Sara Chura despierte nos recuerda que vamos tejiendo el mundo y que al mismo tiempo somos los hilos que forman esa trama. La historia pone en juego algo esencial de los pueblos originarios de América Latina: otro modo de ver las cosas, otra manera de reconocerse parte del universo, otras formas de conocimiento, otra relación con el tiempo, otro tipo de vida. 

La novela es tan diversa que posiblemente este comentario no pueda hacer justicia a su enorme heterogeneidad de voces. Hay humor, hay aventuras, hay un uso poético del lenguaje, hay una cosmovisión completa. Podría decirse que este libro es heredero de las obras de Juan Rulfo y Manuel Scorza. Pero se trata de un legado renovado: Piñeiro tiene voz propia, una voz que viene a decir lo suyo de modo único.

Cuando Sara Chura despierte habla de la identidad, los cambios, el tiempo, el lenguaje, el sentido de comunidad y, fundamentalmente, de esa ficción llamada realidad.

Celebramos este primer libro publicado por la nueva editorial cordobesa Portaculturas. Ojala vengan muchos más.


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X



jueves, 20 de noviembre de 2014

La fiesta de la insignificancia - Milan Kundera





En 1967 Milan Kundera publicó su primera novela. El libro se llamaba La broma y contaba un infierno kafkiano: alguien hacía una broma que llegaba a oídos del aparato estatal y era leída como una amenaza a ser combatida. La novela tuvo un éxito inmediato y fue premiada por la Unión de Escritores Checoslovacos. Poco tiempo después, cuando la Unión Soviética invadió el país, el texto se volvió peligroso. Kundera fue expulsado de la universidad, sus libros fueran retirados de las bibliotecas y su nombre fue borrado de la historia de la literatura checa. Once años más tarde lo privarían incluso de su nacionalidad.

El interés por el carácter subversivo del humor está presente en toda la obra del autor. En El libro de la risa y el olvido se define la risa como un gesto que delata el sinsentido y expone que los órdenes del mundo no son tan naturales como creemos. En El arte de la novela, la ironía es presentada como una herramienta que revela la ambigüedad y nos quita toda posibilidad de certeza. El autor rescata la palabra “agelasta”, que alguna vez utilizara Rabelais. Los agelastas son los que no ríen, los que no tienen sentido del humor. Los que “están convencidos de que todos los seres humanos deben pensar lo mismo y de que ellos son exactamente lo que creen ser”.

Cuarenta y siete años después de la publicación de La broma, Kundera vuelve a poner en escena aquella primera preocupación desde un enfoque diferente. 

En La fiesta de la insignificancia cuatro amigos viven pequeñas escenas en diferentes lugares de París. Alguien quiere ver una exposición de Chagall pero se resiste a hacer la cola para entrar al museo. A un hombre acaban de confirmarle que no tiene cáncer. Hay un encuentro casual y una mentira inexplicable. Alguien lee las memorias de Nikita Jruschov. Un presidente del soviet supremo sufre problemas de próstata. Un niño ve a su madre por última vez y conserva de ese encuentro una extraña obsesión por los ombligos. Una mujer trata de suicidarse y debe luchar para que no se lo impidan. Una foto habla con quien la mira. Un actor desocupado inventa un idioma ficticio mientras trabaja en un servicio de catering. Una lluvia de ángeles cae del cielo después de que Stalin da un puñetazo sobre la mesa de la sala de reuniones del Kremlin. El mundo es un lugar en el que “las bromas se han vuelto peligrosas”. 

Mínimas fotografías que apenas esbozan una historia mientras vuelven una y otra vez sobre la fiesta –la triste alegría, el buen humor, la levedad– que puede traer asumir la poca importancia que tiene todo lo que pasa. El reconocimiento de la insignificancia como modo de resistencia. Lo dice uno de los personajes: “ya no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre huida hacia adelante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en serio.” 

El absurdo. La sonrisa. Lo cómico. Todo eso surgiendo de un sinsentido básico, de una insignificancia que alivia y libera. Nada importa. O sí. No está claro. El peso de los sentidos que tienen las cosas se trastoca en una especie de juego. Otra vez Kundera nos advierte sobre  momentos históricos en los que todos parecen haber olvidado qué es una broma. Épocas en las que el discurso único se vuelve monolítico y expulsa al humor, el mayor cuestionador de lo que hemos naturalizado.

Siempre hay algo extraño en los textos del autor checo. Se atraviesa un párrafo sencillo y se descubre algo vital. Se lo descubre pero no se lo identifica. Como si fuera un sueño. Uno sabe que es importante pero no puede decir qué es. Quizás porque se ha comprendido algo que no puede ser explicado. Algo que sólo puede ser mostrado, puesto ante los ojos. Lo que la filosofía llama “definición ostensiva”: señalar aquello que se quiere definir. ¿Cómo explicarle a alguien qué es el color violeta? No se explica, se muestra.

Uno de los personajes dirá que a veces una verdad “es hasta tal punto trivial, y a tal punto esencial, que ya ni se la ve ni se la oye”. Esa sensación puede tener el lector al cerrar el libro. Que la verdad que se le ha dicho es imperceptible. Y sin embargo, está ahí.  

Esta novela puede ofrecer placer y también desconcierto. Sin embargo, no se trata de un desconcierto estéril. Es más bien la sensación de que es imposible aprehender un sentido unívoco. ¿Cómo definir La fiesta de la insignificancia? ¿Se trata de un acertijo sin solución? ¿Es una definición ostensiva? ¿O es quizás la gran broma final que hace el maestro, a sus 85 años, antes de retirarse del escenario?


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X

viernes, 14 de noviembre de 2014

Comentario de Bruno Caussé (Le Monde) sobre la versión francesa de "El colectivo"






« Dans son premier roman, Eugenia Almeida revient sur les années noires de l’Argentine. Un récit sobre aux phrases sèches sur le quotidien d’un pays qui a peur. »


Bruno Caussé
LE MONDE





http://www.editions-metailie.com/fiche_livre.php?id_livre=895&decouvrez_aussi&presselivre






lunes, 10 de noviembre de 2014

El quinto hijo - Doris Lessing





Harriet y David se encuentran en una fiesta empresarial. Se reconocen como suelen hacerlo los que no encajan, los que siempre están a un lado, los que asisten distanciados a un espectáculo en el que no se sienten incluidos. Parecen estar hechos el uno para el otro: ambos se definen como “emocionalmente escrupulosos y sobrios”.

Totalmente ajena a la liberación sexual de los años sesenta, la pareja desea una casa enorme y una buena cantidad de hijos que llene ese espacio. Una fantasía de cuento de hadas, algo en lo que todo tendrá perfume de hogar, un escenario que sólo puede traer plenitud y felicidad.

El sueño se pone en marcha y al principio parece funcionar. Una casa en las afueras de Londres, los hijos que llegan uno tras otro. Grandes reuniones familiares que se extienden indefinidamente porque nadie quiere irse de la casa de los Lovatt. Una familia feliz. Y sin embargo ya se oye latir cierto malestar. Algo ominoso que va a tomar cuerpo con la llegada del quinto hijo.  

A partir de aquí, todo se transforma en una historia de terror sin recursos sobrenaturales. Un terror sordo, escalofriante, cotidiano. Terror ante lo que pasa y terror de asumir los propios sentimientos. Todo da miedo: la muerte de algunos animales; una furgoneta negra; la impaciencia, la ansiedad, la irritación; un embarazo que se vive como una guerra; alguien que va perdiendo la cabeza; la pesadilla de ciertos psiquiátricos que sólo sirven para ocultar y eliminar a aquellos que son considerados indeseables.

Doris Lessing habla de muchas cosas que suelen ocultarse en nuestra cultura. Se atreve a tensar el mito de la maternidad y a verlo con otros ojos. No todas las madres son iguales; no todos los hijos son iguales. La autora no termina de decir qué es lo que hay de diferente en Ben, el quinto hijo. No lo dice pero lo muestra. Un bebé que produce sentimientos difíciles de aceptar. Alguien que genera una “inquietante y espantosa curiosidad”. Escalofríos, temor, rechazo, perplejidad, miedo, incluso terror. Eso sienten quienes se acercan al niño. 

La autora británica no es complaciente con nada ni con nadie. Es tan implacable que hace daño. Pero esa mirada descarnada y despiadada quizás nos muestre algo sobre los tabúes y las hipocresías de nuestra sociedad.

Por  momentos, mientras se lee el libro, es imposible no establecer un lazo con “Tenemos que hablar de Kevin”, la extraordinaria película de Lynne Ramsay protagonizada por Tilda Swinton. Ambas obras se ocupan de poner en escena los mecanismos de silencio que impone la sociedad –y que cada uno de nosotros se impone, reproduciendo el mandato–. Hay cosas que no está permitido decir. Hay cosas que nadie quiere escuchar. Hay silencios que explotan de tan llenos. Y hay artistas –como Lessing, como Ramsay– que se atreven a posar sus ojos justo allí. En aquello que preferiríamos no ver.


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X


jueves, 6 de noviembre de 2014

El lápiz del carpintero - Manuel Rivas






  


Un bar en la ruta. Un grupo de mujeres extranjeras, sombras sin papeles que han quedado atrapadas en el negocio de la prostitución. Un territorio custodiado por un hombre silencioso que, sin embargo, comienza a contarle su historia a una de esas mujeres. Mientras Herbal despliega su relato su mano va dibujando las servilletas con un lápiz de carpintero; un objeto precioso en el que se concentra el pasado. Quien habla ha sido fuerza de choque de los falangistas, guardia de prisión, torturador, asesino. 

Herbal trae a su voz toda la oscuridad que provocó el Franquismo. Las listas negras. Las persecuciones. Los fusilamientos. Los eventuales sobrevivientes que vuelven a la cárcel perdidos para siempre en una bruma indescriptible. La iglesia católica como cómplice indispensable; el Papa Pio XII celebrando el triunfo de “la católica España”.  La temible cárcel de Santiago. 

Pero en la historia también aparece la resistencia, la lenta construcción de gestos que impide el objetivo de los verdugos: hacer que sus víctimas pierdan su condición de humanos. Un grupo de prisioneros desata una tormenta de toses como protesta ante una misa. Las lavanderas transmiten mensajes con el color de la ropa que cuelgan de las sogas. Un hombre defiende su alegría y su esperanza. 

Un barco naufraga y los mil acordeones que lleva en su bodega llegan a la orilla. Durante toda la noche el viento y el agua hacen sonar esa orquesta fantasma. Quizás esta sea la imagen que mejor resume el espíritu de El lápiz del carpintero. De todo lo que ha sido perdura un sonido: una voz que habla y nos recuerda que el pasado siempre está presente.

Manuel Rivas es uno de los escritores gallegos más importantes de su generación. Nacido en 1957, hijo de un albañil y una lechera, siguiendo el consejo de su madre –conseguir un trabajo en el que no se mojara–, a los quince años comenzó a colaborar en un diario de su región. Periodista, poeta, dramaturgo, narrador y ensayista, el autor siempre se ha ocupado de luchar por el reconocimiento y la permanencia de la lengua gallega.

El trabajo de Rivas se ancla en la memoria para decir que es necesario poner en palabras aquello que fue silenciado. En una entrevista que le hiciera Silvia Hopenhayn, el escritor dijo que la memoria “tiene un movimiento que se desplaza hacia adelante. Es el movimiento del barquero y el buen barquero sabe que para remar tiene que ponerse de espaldas al destino. Es la mejor forma de impulsarse y la mejor forma de ver, porque si quiere ir hacia una isla en medio de la niebla, tiene que tener la referencia en el pasado, en lo que deja atrás. Tiene que trazar coordenadas a partir de un faro o un cabo. Eso le permite seguir un rumbo. La forma de andar de la literatura se parece mucho a la de ese barquero.”

El lápiz del carpintero –ganador de los premios Crítica de Narrativa y Amnistía Internacional– fue publicado originalmente en 1998. 


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X



domingo, 2 de noviembre de 2014

Qué es ser escritor








Publicar un libro es azaroso, siempre. Puede depender del lugar, de la situación económica, de las políticas editoriales, de la capacidad de insistencia, de tener el dinero para pagar la edición, de ser “descubierto”. Quizás podemos poner en tensión la costumbre de asociar, directamente, la obra de un autor con los textos que ha publicado. ¿Dónde está el verdadero trabajo de creación literaria? ¿En el manuscrito o en el libro? ¿El libro como objeto no es acaso otra creación, mucho más colectiva, que involucra a editores, diseñadores, diagramadores, correctores, ilustradores y traductores?


Esta confusión genera una frontera extraña: de un lado, los escritores que han publicado; del otro, los que no. Y en algunos ambientes se niega el reconocimiento de escritores a éstos últimos. ¿Por qué? Escribir es una actividad. Tiene un resultado. No siempre ese resultado es un libro.

Ante alguien que dice ser escritor, suele aparecer una pregunta: ¿Qué publicaste? Lo lógico sería preguntar: ¿qué escribiste? No conozco el mundo de los pintores pero me parece poco probable que para conocer la obra de un artista se le pregunte ¿Qué vendiste?

¿Qué nos convierte en escritores? ¿Haber publicado? ¿Ganar premios? ¿Que nuestros libros se estudien en la universidad? ¿Que nos inviten a congresos? ¿Salir en las revistas culturales?

Alguien que escribe, que dedica un tiempo sostenido a lo largo de su vida a trabajar –o a jugar– con las palabras, con la intención de crear mundos ¿no es un escritor?

La frontera mencionada tiene también otras versiones: diferenciar a quien pagó su edición de quien publicó a través de una editorial que compró los derechos de ese trabajo. Los fanáticos de la frontera suelen decir que quien pagó para ser editado no es un verdadero escritor. Se dice así, por lo bajo, como una pequeña clave entre conocedores: “pero... es una edición de autor”. Se olvida, quizás, que Marguerite Yourcenar publicó su primer libro de ese modo.

Por supuesto, no estoy negando que escribir es un trabajo y que debe ser remunerado justamente. El libro como objeto es una mercancía que debería generar ganancias a todos los involucrados en su producción. Entre ellos, el escritor. Lo que estoy diciendo pertenece a otra esfera: la de reconocernos, unos a otros, nuestro hacer en el mundo más allá de los espejismos del mercado. La de recordarnos que, en algún momento, todos los escritores que admiramos fueron inéditos.


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X