martes, 29 de diciembre de 2015

Carlos Schilling recomienda "La boca de la tormenta"





Entre los libros destacados de 2015, 
Carlos Schilling recomienda “La boca de la tormenta”: 


"Conocida como novelista, autora de El colectivo, La pieza del fondo y La tensión del umbral, Eugenia Almeida escribió mucha poesía antes de decidirse a publicar este libro extraño, excepcional, que no se parece a nada en la literatura argentina. Aunque La boca de la tormenta contiene elementos narrativos, no se desarrolla como un relato sino como un monólogo interior. Alguien que tiene la capacidad de ver la muerte de los otros les da nombre a las cosas, no se sabe si para evitar que desaparezcan o para confirmarse a sí mismo que sigue vivo y hay un mundo que lo rodea."






miércoles, 23 de diciembre de 2015

martes, 22 de diciembre de 2015

Carta breve para un largo adiós - Peter Handke




Un hombre llega a un hotel de la ciudad de Providence. El portero le entrega una llave y una carta. Al abrir el sobre ve dos frases sobre el papel: “Estoy en Nueva York. Por favor no me busques, no sería lindo encontrarme”. Hay algo de amenaza en esas palabras. El sobre tiene el nombre de un hotel. El hombre llama por teléfono. Su exmujer ha dejado la habitación cinco días atrás y ha olvidado una cámara de fotos. El hombre sabe que no es un olvido, que la ha dejado para él. Promete ir a buscarla y recoger esa huella de una mujer que es casi un fantasma, alguien que está presente desde su ausencia. Alguien que lo sigue como una sombra ominosa.

El hombre lee El gran Gatsby, de Fitzgerald. Dejándose llevar, reserva una habitación en un hotel que el autor solía visitar. Comienza a salir a la luz lo que está haciendo: un viaje errático por los Estados Unidos tratando de recomponer lo que se ha roto dentro suyo pero, a la vez, tratando de convertirse en otro. Otro que no esté signado por el miedo, que no pueda decir de sí mismo: “Hasta donde puedo recordar, estoy como hecho para el pánico y el susto.” El hombre vive en el deseo de un tiempo donde las cosas podrían haber sido de otro modo.

Viaja a Nueva York, busca la Polaroid abandonada. Va al cine, al teatro, deambula por las calles. Sus días pasan en bares en los que se dedica a escuchar conversaciones ajenas y en hoteles en los que sólo repara en sí mismo.

Se va moviendo por el territorio sin planes, siempre seguido por la acechanza de esa mujer de la que se ha separado después de que llegaran a odiarse. La figura de Judith va creciendo como esos temores que no pueden vislumbrarse claramente porque están allí, aquí, en todas partes y en ninguna.

El hombre llama por teléfono a Claire, una mujer con la que se acostó unos años antes. Ella lo invita a viajar en auto a St. Louis. El viaje incluye a su pequeña hija, posiblemente el personaje más conmovedor de esta novela. Benedictine tiene dos años. Grita de miedo cada vez que ve algo abierto, algo suelto, algo inclinado. Como si no soportara cierto desequilibrio del mundo.

La voz del hombre, la que relata la historia, parece la de alguien que acaba de salir de un largo período de entumecimiento y, después de estar un tiempo aturdido, comenzara a ver todo con otros ojos. Casi la mirada de un exiliado que vuelve a la tierra de su infancia y sólo encuentra extrañeza.

Hay un proceso de introspección que lo lleva a observar con detalle los recuerdos que tiene de su madre, su relación con la naturaleza, el modo en que funciona la memoria, los mecanismos de registro de la experiencia, la posibilidad de representación del arte, el delicado delirio de imágenes que aparece en sus sueños.

El hombre continúa su viaje hasta reunirse con esa persona de la que ha estado escapando y, al mismo tiempo, convocando.

Peter Handke nació en Austria en 1942. Dramaturgo, guionista, poeta, novelista y ensayista, es considerado uno de los escritores más importantes del Siglo XX. Handke es el chico que se cría aprendiendo a hablar eslavo, el idioma natal de su madre, rodeado por la imagen mítica de dos tíos muertos en la Segunda Guerra Mundial; el que hace la secundaria como pupilo en un internado; el que se vuelve cada vez más introspectivo, un enorme detector de detalles sutiles. Es el que estudia Derecho pero abandona en cuarto año, decidido a dedicarse por completo a la escritura. Es el que se hace notar, el que sacude el mundo del teatro con obras que generan desconcierto y admiración. El que escribe su primera novela a los 23 años. El que se va a París. El que cada vez cruza con más intensidad su biografía y su literatura, el que habla de sí mismo para hablar de otros o habla de otros como un modo de comprenderse a sí mismo. Es el que nunca deja de viajar, de vagabundear, de caminar.

Es el que hace comentarios políticamente incorrectos sobre los bombardeos de la OTAN en Yugoslavia. El acusado de validar el horror. El que dice, una y otra vez, que está cansado de ser malinterpretado. El que, por esas opiniones, queda excluido para siempre de la lista de favoritos para el Premio Nobel.

Carta breve para un largo adiós fue escrita en 1971. En un tiempo en que solemos sufrir traducciones hechas sólo para españoles, es de celebrar la edición argentina de Edhasa que, al rescatar un texto clave, lo realza ofreciendo la hermosa traducción de Ariel Magnus.


Eugenia Almeida
Publicado originalmente en Ciudad X

http://www.lavoz.com.ar/ciudad-equis/el-viaje-perpetuo


lunes, 21 de diciembre de 2015

Silvina Friera recomienda "La tensión del umbral"



Entre los libros destacados de 2015, 
Silvina Friera recomienda “La tensión del umbral”




"En La tensión del umbral (Edhasa), Eugenia Almeida deconstruye el impacto que tiene la compleja maquinaria del terror y la apropiación de menores durante la dictadura militar. Las fuerzas de seguridad y la policía, operando siempre en las sombras y con la ayuda indispensable de algunos medios de comunicación en la instalación de eufemismos como “confuso episodio”, sigue matando y sumando víctimas."

Silvina Friera

Los ecos de las ficciones que marcaron un año intenso
LA PRODUCCION LITERARIA ARGENTINA DE 2015 
SINTETIZADA EN 25 LIBROS






miércoles, 16 de diciembre de 2015

"La oculta" - Héctor Abad Faciolince




El teléfono suena en un departamento de Nueva York. Es invierno, a esa hora turbia en que suelen llegar las malas noticias. Antonio atiende ese llamado. Su hermana le dice que, allá en Colombia, la madre de ambos acaba de morir.

Como en toda muerte, los deudos deberán decidir qué hacer con lo que deja el ausente. Pueden ser simples harapos o grandes fortunas; cada familia tiene su historia. En este caso la principal herencia es “La Oculta”, una finca que la madre se ha ocupado de mantener y defender toda su vida.

Antonio, Eva y Pilar se enfrentan a un dilema. Conservar o no la finca; esa piedra fundamental en la historia familiar, ese territorio que guarda lo mejor y lo peor de las memorias. Tres hermanos profundamente diferentes: un violinista que vive en los Estados Unidos, una mujer que ha roto muchos tabúes sociales; una señora de su casa, respetuosa de las tradiciones ancestrales.

Esas tres voces estructuran la última novela de Héctor Abad Faciolince. La historia de una familia, la historia de una finca, la historia de una región y, en parte, la historia de Colombia. La lucha por la tierra, los colonos venidos de lejos, la violencia económica y luego la violencia política y criminal. Los narcotraficantes, los temibles “grupos de autodefensa” convertidos en escuadrones paramilitares, la sensación de vivir en un territorio en el que, tarde o temprano, todos pueden convertirse en víctimas.

La familia Ángel siempre ha sostenido una doble rebelión a los mandatos del lugar. Como dice uno de ellos: “Ser desobedientes y poco mandones, en un país de peones y capataces, siempre ha sido algo extraño, atípico, antipático”. Han intentado mantener ese trozo de tierra como un testimonio de lo que han sido. Pero no todos están de acuerdo. Hay quien recuerda allí los primeros amores, hay quien sólo puede pensar en el momento en que estuvo a punto de morir.

¿Qué es la memoria? ¿En qué cosas encarna? Esas preguntas se ponen en tensión cada vez que los hermanos deben pensar en el futuro de la finca. Allí están las comidas caseras, los rincones de los juegos, los relatos puertas adentro, el país de la infancia. Pero también los golpes de la violencia: un secuestro, un intento de asesinato, un incendio. Y de eso se trata; de cómo lo que han vivido puede marcar a cada uno de modo diferente. Y de cómo ese legado puede ser transmitido.

La pintura que se hace de Colombia también permite ver otras formas de la violencia: la homofobia, el sometimiento de la mujer, los estereotipos sobre lo femenino y lo masculino y los lugares que hombres y mujeres supuestamente deben ocupar en la sociedad. El modo en que cada uno de los hermanos ve a los otros dos también permite comprender algo de esa extraña dinámica que ponen en juego los lazos de familia.

Héctor Abad Faciolince nació en Medellín en 1958. Luego de probar suerte en la Facultad de Filosofía y en la de Medicina, comenzó a estudiar periodismo pero fue expulsado de la universidad por escribir un artículo que se leyó como “una irreverencia” contra el Papa. En 1982 se instaló en Nueva York y luego en Italia, donde estudió Lenguas y Literaturas Modernas. Al terminar la carrera regresó a su país.

El 25 de agosto de 1987 Colombia lo golpea de un modo irremediable. Su padre, un médico comprometido con los derechos humanos, es asesinado por un grupo de paramilitares. 

Héctor recibe amenazas de muerte. Algunos de sus amigos son asesinados. Decide irse a Italia. La relación con su patria está atravesada por el odio. Fantasea con poder convertirse en un verdadero italiano. Lo intenta. Pero todo el tiempo se le aparece un impedimento insalvable: su idioma, la lengua materna, el núcleo con el que se nombra lo que cada uno es. Decide volver en 1992.

La historia detrás de la escritura de La Oculta también es interesante. Abad Faciolince tenía un acuerdo con su editorial y debía entregar una nueva novela en 2010. Una y otra vez el escritor hablaba con sus editores para pedirles un nuevo plazo. En un momento dijo públicamente que ya no iba a seguir escribiendo. La noticia causó conmoción entre sus colegas. Quien más insistió en disuadirlo fue Vargas Llosa. Gracias a ese apoyo, Faciolince volvió a los papeles y terminó su novela. Puede decirse, entonces, que este libro es fruto de una larga crisis, un espacio lleno de sentidos pero vacío de palabras, que tuvo que recorrer mucho para convertirse, finalmente, en una historia que habla de Colombia, la tierra, la herencia, los lazos familiares y la voluntad.


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X



sábado, 12 de diciembre de 2015

Los crímenes del monograma - Sophie Hannah




En la tapa de este libro aparecen tres nombres: Hércules Poirot, Agatha Christie y Sophie Hannah. El primero es uno de los personajes más importantes de la novela de misterio inglesa, el segundo pertenece a la autora que lo creó –la “Dama del crimen”–, y el tercero es el de la escritora que aceptó el desafió de escribir “una nueva aventura de Poirot”.

No es la primera vez que los herederos de un autor deciden contratar a alguien para que “continúe” un personaje. Sebastian Faulks, Jeffery Deaver y William Boyd se han ocupado de escribir historias protagonizadas por James Bond –el personaje de Ian Fleming–, Anthony Horowitz lo ha hecho con Sherlock Holmes y John Banville (bajo su seudónimo Benjamin Black) con el Philip Marlowe de Raymond Chandler.

Sophie Hannah, una conocida poeta y escritora de policiales, fue la elegida por el nieto de Agatha Christie para escribir un nuevo libro protagonizado por Poirot. El personaje –presente en 33 novelas y más de 50 relatos– surgió en 1920 en El misterioso caso de Styles, el primer libro publicado por la escritora inglesa. Su última aparición fue en Telón, de 1975. La importancia del personaje era tal que el New York Times publicó un obituario, como si se tratara de una persona real.

Con esta propuesta Sophie Hannah cumplía un viejo sueño. A los 12 años su padre –el académico marxista Norman Geras– le había regalado una novela de Agatha Christie y esa lectura había despertado un entusiasmo tan grande que en dos años la adolescente leyó toda la obra de su compatriota.

¿Cómo ser fiel a un legado tan preciado? Hannah eligió una estrategia interesante: incluir en la historia un nuevo personaje (Edward Catchpool, un joven detective de Scotland Yard) y convertirlo en el narrador de la historia. El efecto es curioso: si algún lector muy devoto de Poirot encuentra “algo extraño” en el personaje puede achacárselo al narrador y no a la escritora. En Los crímenes del monograma Hannah optó así por dejar a un lado al Capitán Hastings –mítico compañero de Poirot, una especie de Watson para el detective belga– y buscar un nuevo enfoque.

El argumento de la novela respeta la tradición creada por Agatha Christie. Hércules Poirot es el único cliente en un café de Londres. Son las siete y media de una tarde de invierno de 1929. La puerta se abre y entra una mujer visiblemente sobresaltada. Poirot inicia una conversación y ella le dice que alguien quiere matarla pero que, cuando muera, “se habrá hecho justicia”. El detective insiste en ofrecerle ayuda. La mujer se escapa corriendo. 

Edward Catchpool acaba de volver del hotel Bloxham, donde ha habido tres asesinatos. Dos mujeres y un hombre han muerto, cada uno en un cuarto cerrado por dentro. Han sido envenenados. Los tres tienen algo en común: alguien ha colocado un gemelo con un monograma dentro de sus bocas. 

Los hechos del hotel y el encuentro en el café son puestos en relación; Catchpool y Poirot comienzan a trabajar juntos. Un caso particular, aparentemente centrado en las semejanzas pero al que Poirot analizará buscando las diferencias. Esa búsqueda reflotará una historia trágica sucedida 16 años antes en un pequeño pueblo en el que todos parecen guardar un secreto. Un paisaje humano lleno de mentiras, rumores, calumnias e hipocresía.

Como siempre, al llegar al desenlace, Poirot podrá jactarse de tener “la llave que abre la puerta de los secretos y de la verdad”. A lo largo de la historia habrá tratado de “educar” a Catchpool, haciéndole considerar “las posibilidades más inverosímiles”. El famoso detective belga juega con el policía inglés del mismo modo en que Sophie Hannah juega con el lector: apenas mostrando algunas pistas, haciéndolo sentir perdido en un marasmo de datos inconexos y, finalmente, revelando una línea que une todo aquello que parecía incomprensible.

Es difícil hablar de Agatha Christie sin sentir la tentación de hacer referencia a un episodio extremadamente curioso de su vida. El 3 de diciembre de 1926 la escritora desapareció. Fue un evento sobre el que nunca volvió a hablar. Según se cuenta, abrumada por la muerte de su madre y la infidelidad de su primer esposo, salió de su casa sin decir adónde iba. Al día siguiente su auto apareció abandonado al costado de una ruta. La búsqueda policial fue intensa. Se manejaron muchas hipótesis: suicidio, homicidio, amnesia, truco publicitario. Cuando Christie fue encontrada 11 días después, hospedada en un hotel, dijo no recordar nada. Sin embargo, había un detalle inquietante: se había registrado con un nombre falso y el apellido de la amante de su marido. Nunca se supo qué fue lo que pasó realmente. Agatha, una famosa película de 1979 protagonizada por Vanessa Redgrave, retoma esos días buscando una explicación para el misterio más grande de la “Dama del crimen”. 


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X





martes, 8 de diciembre de 2015

"Ningún lugar adonde ir" - Jonas Mekas




Julio de 1944. Lituania está bajo ocupación alemana. Jonas Mekas tiene 22 años y forma parte de un grupo de resistencia que publica un boletín clandestino. La policía secreta puede identificar a los autores si logra encontrar la máquina de escribir usada para redactar esas noticias. Jonas, el encargado de tipear los textos, siempre la esconde bajo un montón de leña en el granero de su casa. El día en que descubre que la máquina ha sido robada, él y sus compañeros deciden que la única opción es huir. Consigue documentos falsos y escapa con su hermano Adolfas en dirección a Viena. Unos días después, el hombre que será conocido como el “poeta del cine” comienza a escribir su diario. “Mi única conexión con la vida son estos garabatos”, dirá en 1947.

Los hermanos Mekas no logran llegar a destino. Son detenidos por los nazis y enviados al campo de prisioneros de Elmshorn, cerca de la ciudad de Hamburgo.

La guerra termina pero todo parece haber sido destruido. Jonas y Adolfas emprenden un largo periplo por diversos campos de refugiados. Trabajan donde pueden, de sol a sol, a cambio de comida. Son dos sombras más en esa enorme caravana de desplazados que arrastran lo poco que les queda, atravesando los caminos de Alemania. Los hermanos llevan un equipaje singular: todos los libros que pueden cargar.

En 1949 les ofrecen trabajo como panaderos en Chicago. Llegan a los Estados Unidos en el mes de octubre. Jonas es el refugiado número cien mil uno. En cuanto ve Nueva York decide quedarse allí. Compra su primera cámara de fotos. Trabaja como obrero en diferentes fábricas. Visita cotidianamente las agencias de empleo. Descubre en la maquinaria del capitalismo el mismo clima que en los campos de trabajo forzado. Va al cine cada vez que puede. Comienza a filmar. Consigue trabajo en un estudio de fotografía.  

Ningún lugar adonde ir testimonia ese recorrido. La guerra. La prisión. El hambre. La necesidad imperiosa de comida y de lectura. La naturaleza, los pájaros, los árboles, el cielo. La muerte encarnada en los uniformes alemanes. El exilio. La soledad. La vida fragmentaria y precaria de los inmigrantes. El desarraigo. El canto de los borrachos rebotando por las calles. Y Lituania. El poeta no deja de reflexionar sobre esa tierra a la que no puede volver porque ha sido sepultada, destruida por la Historia. 

El diario incluye fotografías, dibujos, cartas, conversaciones y brevísimos relatos.


Un lazo consigo mismo

Cuando Jonas era un adolescente, alguien le dijo que en un pueblo vecino había un hombre que tenía muchos libros. Como ya había agotado la biblioteca de su tío, decidió hacerle una visita. Se encontró con el entusiasmo del granjero –deseoso de comentar sus lecturas– y volvió, una vez por semana, hasta leer todos los libros que su amigo guardaba en un baúl bajo la cama. Un día, sus compañeros de escuela se burlaron de ese vecino. Mekas trató de defenderlo y comenzaron a golpearlo. Se defendió, como pudo, con una vieja pluma de tintero con punta de acero. La anécdota conmueve porque esa será el arma que Mekas seguirá usando toda su vida. Como bien dice Emilio Bernini en el prólogo de Ningún lugar adonde ir, “el diario es afirmación de un lazo consigo mismo cuando se pierden todos los lazos y cuando el mundo está devastándose alrededor”.

Esa afirmación se construye sobre un registro poético, un lenguaje escueto y precioso que trabaja con el núcleo de las cosas, una forma novedosa –quizás inevitable– de dejar testimonio. “En ocasiones me quedaba rezagado para escuchar el canto de los postes de teléfono de madera”, dice recordando su infancia. No es una metáfora. Uno puede ver a ese niño, demorándose en los caminos de Lituania, atento a una música casi imperceptible.

Jonas Mekas es uno de los grandes maestros del cine experimental. Sus películas más reconocidas también reproducen el estilo de una anotación personal sobre el mundo. En Mientras avanzaba azarosamente vi fugaces destellos de belleza (2001), el autor utiliza imágenes obtenidas durante más de 50 años. 

Como crítico, marcó una diferencia en relación a lo establecido. Alguna vez dijo: “Quizá sean las palabras crítico y criticar las que tan a menudo nos confunden. ¿Quién nos ha puesto en la cabeza que un crítico debe criticar? He llegado a una conclusión: el mal y la fealdad se cuidarán solos; es el bien y la belleza lo que necesita de nuestros cuidados. Es más fácil criticar que prestar cuidados. ¿Por qué elegir el camino más fácil?”.

Mekas fue uno de los creadores del Anthology Film Archives, el mayor archivo mundial de cine experimental. Ha publicado más de 20 libros de poesía. Actualmente vive en Nueva York. 

Vale la pena visitar su hermosa página web (http://jonasmekas.com) y disfrutar de la enorme heterogeneidad que hay en sus obras. 


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X




jueves, 3 de diciembre de 2015

"La sangre de la aurora" - Claudia Salazar Jiménez





Nueva York, 2007. Un grupo de personas trabaja en un taller literario coordinado por Diamela Eltit. Cada uno comparte lo que ha escrito. En una de esas reuniones Claudia Salazar Jiménez lee un texto. Es un relato breve. Sus compañeros le dicen que ahí late el germen de una novela. Ella está de acuerdo. Lo sabe, lo siente. Seguirá buscando entre esas letras hasta darle forma a su primera novela: una historia que aborda la época que muchos peruanos llamaron “el tiempo del miedo”. El Ejército, Sendero Luminoso, las aldeas masacradas, los campesinos atrapados en una tenaza que los destroza. 

Como parte de la investigación que llevó a cabo para escribir este libro, Salazar Jiménez consultó los archivos de la Comisión de la Verdad y Reconciliación que recopilan más de 16 mil testimonios, muchos de ellos referidos a la violencia ejercida sobre las mujeres. Lo que la escritora buscaba no era el dato histórico duro sino “el clima de terror y violencia de aquellos años.” 

En La sangre de la aurora se cruzan las historias de tres mujeres: una fotógrafa dedicada al periodismo, una activista social que luego ingresa a la guerrilla y una campesina. La novela va avanzando de a fragmentos, como golpes que se dan sobre la madera. Cuando la imagen emerge completa, lo que se ofrece a los ojos es aterrador.

Quizás lo más incómodo y lo más perfecto de este libro sea el punto en que las tres protagonistas quedan enlazadas por la brutalidad de la violación colectiva. Lo que queda después de leer esas líneas es tan terrible que es difícil continuar. ¿Qué proyecto político puede soñarse si lo que habita en el fondo es el deseo de poseer y destruir en un solo gesto?  
La novela expone la sumisión ciega, la violencia desatada, la extrema crueldad, el sadismo disfrazado de herramienta ideológica. Guerrilleros, Ejército, en esta historia da lo mismo, ambos son grupos de hombres que se turnan para violar a las mujeres que capturan. Mujeres violadas como una forma de castigo por ser “burguesas”, “indias” o “subversivas”. Cada violador tiene una acusación a medida que le permite justificarse. La verdad es que las violan simplemente por ser mujeres: porque no valen nada, porque son cosas, objetos desechables, mero botín de guerra.

La escritora peruana describe la paradoja de una revolución que asesina a aquellos que dice representar. El discurso político se vuelve mesiánico y se acerca a lo religioso. Todo se trata de construir estructuras de poder basadas en la obediencia, la disciplina, la sumisión y la masacre. Líderes que se arrogan el derecho de traer nuevas auroras fabricadas a golpe de sangre; un océano que la tierra ya no puede absorber. Los medios de comunicación son utilizados como arma de guerra, aparecen las mentiras y los ocultamientos. Hay cuerpos quemados, mutilados, destrozados. Pilas de cadáveres que humean o son devorados por los perros. Silencio en el viento. 

Claudia Salazar Jiménez abre su relato con un cruce de voces, un mundo de sonidos que entran en tropilla gritando palabras sueltas, poniendo letras a aquello que no puede ser nombrado. Piedras que se dejan caer marcando una huella; voces que avanzan como machete o se detienen como fugitivos inmóviles que buscan desaparecer de los ojos del cazador.

La escritora trabaja con personajes que son puro cuerpo. Cuerpo amordazado o lleno de deseo. Cuerpo que busca y cuerpo destrozado por la violencia. No hay ideas etéreas aquí. Hay balas, armas, dientes, huesos, sangre. Todo lo que pasa, pasa sobre la tierra, sobre el espantoso terreno de la crueldad.

Una de las preguntas que los artistas se plantean una y otra vez es cómo el arte puede (o debe) representar lo irrepresentable. ¿Cómo abordar lo que está más allá del horror? Salazar responde rompiendo las reglas, alejándose de toda normativa para darle espacio a eso que sólo puede decirse en el momento en que la palabra se quiebra, se parte en pedazos. La autora se mete de lleno en el espanto y usa el lenguaje como una herramienta destrozada. Sirve, porque ha dejado de ser útil. Expresa justamente ahí donde ha sido descoyuntado. Su ineficacia es su potencia. 

Claudia Salazar Jiménez nació en Perú en 1976. Es Doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Nueva York, ciudad en la que vive actualmente. En 2014 participó en el Festival Internacional de Literatura de Córdoba.  

La sangre de la aurora (novela ganadora del Premio Las Américas 2014) es el segundo título de la editorial cordobesa Portaculturas. Era un gran desafío imaginar una propuesta que mantuviera el nivel que marcó Cuando Sara Chura despierte, del escritor boliviano Juan Pablo Piñeiro. La novela de Salazar Jiménez cubre ampliamente las expectativas. Sólo resta esperar, con alegría, los nuevos libros que irán llegando. 

Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X




sábado, 28 de noviembre de 2015

Comentario de Betina González sobre "La tensión del umbral"


Eficacia del juego sucio

Por Betina González


Una de las reglas del policial aconseja evitar el narrador en tercera persona: rara vez convence el artificio de una voz que lo sabe todo sobre un crimen y, sin embargo, lo oculta. Más aún si se trata de un policial negro, donde la inmersión del detective en un juego sucio hace al peligro. Si además, la acción se ubica en la Argentina de hoy, más riesgos corre el escritor. Después de la dictadura, quedó claro que la policía no sólo es la que comete los crímenes más terribles: los ha vuelto rutina en un mapa ilegible que combina bandas mixtas de policías, ladrones y hasta presos. Como recuerda Carlos Gamerro en un irónico ensayo, esto hace que “una ficción policial argentina encuentre grandes dificultades en permanecer realista, porque la realidad de la policía argentina es básicamente increíble”. En La tensión del umbral, Almeida asume esos riesgos. No sólo sale airosa del desafío sino que su novela trasciende el género e ilumina esa Argentina dominada por el juego sucio.

Un día de sol cualquiera, una chica va a un bar y ve salir a un hombre. Ella le dice algo que nadie oye, después lo apunta con un arma; parece que va a dispararle pero no: la vuelve sobre sí misma y se pega un tiro en el pecho. El suicidio público de la joven apenas motiva a la prensa, el mundo no se detiene. Nadie contesta a la pregunta que no termina de formularse. Excepto Guyot, un periodista que quiere entender y empieza a investigar por su cuenta las razones de esa muerte. En cuanto desenrede la madeja que incluye varios crímenes, policías corruptos, periodistas oportunistas y una omnipresente dejadez, Guyot va a llegar a ese umbral donde el tiempo se detiene. Es “el momento previo a la comprensión”, el instante en el que saber también es transformarse en otro.

Lejos de las recetas del policial estadounidense y de la violencia espectacular pero más o menos ordenada que los escritores nórdicos han puesto de moda, La tensión del umbral concentra el suspenso en el relato de los intercambios cotidianos de los personajes, en los chismes, en las traiciones y, sobre todo, en los pocos gestos éticos (por eso mismo, valientes) que les quedan a aquellos que aún se sienten interpelados por el dolor ajeno. A quienes conocen a Almeida desde El colectivo, no les sorprenderán estas elecciones. Pero en este libro la apuesta es mayor porque la historia es más compleja. Es una novela que sorprende por su intensidad y su composición impecable: todo se pone en boca de los personajes en cuadros breves que el narrador apenas hilvana para armar no una trama sino una urdimbre de historias que se cruzan.

El verdadero estilo no revela al autor sino que lo esconde. Tercera novela de Eugenia Almeida, La tensión del umbral produce la ilusión de que lo que se narra es tan brutal, complejo e inconmensurable como la vida. Una ilusión que sólo la particular transparencia del estilo de esta escritora puede lograr.







viernes, 20 de noviembre de 2015

Comentario de Osvaldo Quiroga sobre "La tensión del umbral"




Fantasmas del poder 
en la nueva novela de Eugenia Almeida


No es un policial más “La tensión del umbral”, última novela de Eugenia Almeida. La maquinaria del poder aliada al crimen ocupa aquí el centro de la escena. Todo comienza con un suicidio en plena calle. ¿Pero es realmente un suicidio? La muchacha que se dispara a sí misma es Julia Montenegro. El hombre que se acercó a ella instantes antes de su muerte es Benteveo. El periodista que va a investigar esa muerte es Guyot, alguien que soportó el asesinato impune de su esposa y que pasó un tiempo internado en una clínica psiquiátrica. Él no acepta que se hable de “confuso episodio”. Los argentinos sabemos que esos eufemismos se utilizaron durante la última dictadura para asesinar a mansalva. 

También en “El colectivo”, la primera novela de Almeida, la autora mostraba las huellas que dejó la dictadura. Los hilos de la violencia sobreviven mucho tiempo después de transcurrida la época más traumática. Nada termina ni empieza de un día para el otro. 

En “La tensión del umbral” se acumulan los muertos: Romero, Bruzzetti, Frenkel, Jáuregui y Arresi. Pero lo más impresionante es el avance de lo siniestro. La forma que narra Blasco, el organizador de una banda de delincuentes integrada por policías, militares y civiles, sus “modus operandi” a una psicoanalista ya retirada, resulta espeluznante. 

Pero Eugenia Almeida, lejos de querer impactar al lector, lo que hace es sumergirlo en una atmósfera cada vez más enrarecida. Como en sus textos anteriores, una imagen se abre y pone en funcionamiento un mundo. Pero lejos de toda estridencia la escritura de esta admirable autora cordobesa se desliza como si le hablara al oído a cada lector. En sus procedimientos literarios el rumor marca también algunas de sus mejores páginas, como cuando hablan las vecinas del Barrio General Paz, donde vivía Julia, y le cuentan a Guyot aspectos insospechados de la joven muerta.

“La tensión del umbral” viene a recordarnos que el pasado nunca se convierte totalmente en pasado. Vive en el presente a través de la subjetividad de cada uno. La historia no se repite, pero perdura en la madeja de recuerdos de una sociedad. La apropiación de menores durante la dictadura, tema central en el presente narrativo de la novela, que transcurre en 2008, no sólo es una marca imposible de borrar, sino que regresa una y otra vez para cuestionar, incluso, a aquellos que miraron para otro lado en el medio de la tragedia. El problema de saber es que puede ser peligroso. Guyot es un poco ingenuo. Busca comprender aquello que suele tener un costado inasible, como el suicidio. Sin embargo intuye que las cosas no son lo que parecen. Y allí está su apuesta. Quizá minimiza los riesgos, o tal vez busca explicaciones para lo que a él le tocó vivir en carne propia.

Los diálogos son fundamentales en La tensión del umbral. El mayor acierto estilístico de su utilización es la verosimilitud que le da cada personaje a sus palabras. Como si la narradora no existiera o estuviera mirando la novela desde afuera. Las criaturas de Almeida crecen hablando, y allí se juega lo que dicen, lo que no dicen y cómo lo dicen. Hasta los peores seres humanos tienen palabras para justificar sus crímenes. Más aún quienes necesitan de falacias argumentativas para sentir que han obrado correctamente, o que el mundo es así y no se puede ir contra la corriente.

Otra distinción que puede hacerse frente a esta novela policial es la del tratamiento de la violencia. Nada ocurre de manera explícita y brutal. No hay páginas morbosas. Lo que se insinúa es más potente si se cuenta a través del rodeo, del medio tono o de la forma elíptica. Quienes vivimos la época de la dictadura sabemos lo que significaba el mero paso de un Falcón verde, o de un grupo de hombres armados de mirada aviesa. Escenas como esas nos dejaban paralizados. La violencia suele ser un hecho cotidiano. Más perceptible aun cuando apenas se nota.

Julia no hablaba mucho: “Y uno se da cuenta –escribe Almeida en su novela-, de que mientras va hablando el otro medio que ya se acomoda, ya se prepara para lo que va a decir. Y está bien. Pero Julia no. Era como si estuviera hecha para escuchar. Raro. Lindo, también. Porque uno estaba seguro de que ella estaba pensando en lo que oía y no en lo que iba a decir. Lindo, sí, no es que me queje. Digo eso, nomás, que no estábamos acostumbradas. Y eso nos sorprendía un poco. Mi hermana fue la primera que lo notó”. Prosa coloquial, íntima; prosa del susurro, del malentendido, de lo que se va construyendo frente al peso de la ausencia definitiva. Así escribe esta gran escritora cordobesa. 

Desde su primera novela, “El colectivo”, publicada también por Edhasa en 2009, pasando por “La pieza del fondo”, su segunda novela, finalista del Premio Rómulo Gallegos 2011, Eugenia Almeida ha sabido construir una voz propia. No hace falta decir que de eso se trata la literatura. Pero la suya es una voz que va de lo individual a lo social con asombrosa ductilidad. Sus personajes están atrapados por lo que saben y por lo que ni siquiera intuyen. En el sentido más profundo de la palabra, la literatura de Almeida es política. Sus textos muestran cómo los hechos del pasado moldean nuestras existencias. También indagan en cómo vivimos con una mochila en la que el horror fue moneda cotidiana, y de cómo ese horror regresa una y otra vez, como un fantasma que se resiste a desaparecer.

Osvaldo Quiroga

SLT (Suplemento Literario Telam)





miércoles, 11 de noviembre de 2015

Comentario de Hernán Carbonel (Revista Acción) sobre "La tensión del umbral"






Todo parece, en primera instancia, el suicidio de una chica de 31 años en la puerta de un bar. Hasta que Martín Guyot, hombre que alguna vez tocó fondo, hoy periodista gráfico de redacción con acceso a información policial, empieza a husmear donde no debe. A partir de allí, las amenazas se convierten en accidentes, escenas armadas o, directamente, asesinatos. Las muertes se amontonan junto a los aprietes, silencios y turbios entramados. Medios de comunicación, policías, militares, servicios secretos y poder judicial pueden volverse un solo bloque porque el crimen no solo no paga, sino que es impune y prepotente. Más aún si esos poderes remiten a las tinieblas de los 70 y los 90. 

Escrita en presente continuo, con un vértigo narrativo admirable y no sin altas dosis de poesía, La tensión del umbral es una novela que se ancla en el presente. Regulada por ese perfecto mecanismo de relojería que es todo buen policial, Eugenia Almeida construye una trama desde lo oculto, en el límite entre lo percibido y lo ignorado, ese umbral en el que viven los que no se resignan a no entender.


Hernán Carbonel




martes, 3 de noviembre de 2015

Entrevista a Perla Suez


El país del diablo, el nuevo libro de Perla Suez, aborda una historia de violencia, destierro y soledad en la Patagonia del Siglo XIX. La escritora indaga el universo del pueblo mapuche y utiliza elementos cinematográficos en un relato de sangre y fuego. La novela, anunciada como un western con escenario local, rompe estereotipos y marca un giro en la obra de la narradora cordobesa. 





Mientras una compañía de soldados atraviesa el desierto arrastrando carretas llenas de armas, una comunidad mapuche prepara el rito de iniciación de una joven que está a punto de convertirse en machi (consejera y protectora de su pueblo). Esas dos escenas van a cruzarse del modo más espantoso: el que se escribe a sangre y fuego. Cuando ese encuentro termine sólo quedará una india de 14 años saliendo de un trance para descubrir que su aldea ha sido arrasada. 

Lum se ve obligada a llenarse del “resplandor de los espectros” y a convertirse en uno de ellos. La historia se invierte y aquellos entrenados en destruir y perseguir se vuelven la presa de una adolescente que trata de restablecer el equilibrio que ha sido destruido. ¿Cuál es la distancia entre venganza y justicia? ¿Cuánto territorio habrá que recorrer para alcanzar a esos que se han convertido en su objetivo? 

La Patagonia durante la segunda mitad del Siglo XIX. Los territorios robados a los habitantes originarios, la campaña del desierto como pretendido “proyecto civilizatorio”. En ese escenario, Perla Suez despliega una historia que busca ir más allá de miradas maniqueas. La novela muestra hasta qué punto las condiciones históricas que construimos pueden llevarnos a sostener y reproducir la violencia. Una de las aristas más interesantes de El país del diablo es haber pensado en personajes que ya están inmersos en un mundo mestizo. Lum –la joven machi– es hija de un blanco y una india. En la caravana de soldados viaja Ancatril, un indio que ha sido obligado a enrolarse, a vestir el uniforme de los blancos y a ser un paria entre dos culturas. El propio teniente Marcial Obligado tiene una relación conflictiva con el rol que se supone debe cumplir; más de una vez el afecto lo ha ido enlazando con personas de los pueblos originarios. Pero, quizás como un sino que carga en su propio nombre, la Historia lo ha obligado a regirse por una ley marcial.

Cada uno de los personajes acarrea historias terribles en su pasado. Lum ha visto a su padre degollar a su madre. Ancatril ha sobrevivido a un derrumbe en la construcción de la nefasta Zanja de Alsina. También Rufino, Carranza y Obligado muerden una memoria que los lastima. Quizás el personaje más inquietante sea Deus, un agrimensor convertido en fotógrafo que viaja con el ejército y retrata alegremente las imágenes del horror.

Como en toda la obra de Suez, la economía de recursos se traduce en una fuerte potencia expresiva. Hay algo en este libro que reproduce la sequedad y la fiereza del desierto; la inmensidad del vacío que rodea a los personajes como una sombra ominosa.


De película

Perla Suez elige en este libro una forma de contar claramente emparentada con el cine. Las palabras sirven aquí para crear algo que resulta pura imagen. En la última entrevista concedida a Ciudad X, la escritora definía a El país del diablo, que aún no había sido publicado, como un “western patagónico”. Aunque en esta charla la autora relativiza esa definición diciendo que es el lector quien puede decidir cuál es el rasgo más característico de la novela, es importante destacar que hay un vínculo entre este libro y ese género del cine norteamericano. Quizás porque la novela recrea un espacio desértico en el que las persecuciones y la violencia son herramientas que diluyen y refuerzan ciertas identidades; quizás también por cierto modo de narrar la destrucción. 

Perla Suez demuestra un conocimiento detallado sobre el tema. Menciona a los clásicos y a aquellos cineastas que llegaron para dar una nueva mirada, como John Ford, Sam Peckinpah, los hermanos Cohen y Quentin Tarantino. 

–Hay cierto parentesco entre tu novela y el escenario del western.
–Hay una escenografía que se construye en la tradición del western que se parece mucho a nuestra Patagonia, geográficamente hablando. También en nuestras tierras había salitrales, desierto, arena, dunas, y seres que vagan sin rumbo, huellas de pasos de jinetes expertos y rapidísimos, y hasta de extranjeros, exploradores, o aventureros, desde Darwin en adelante.

–Es evidente que hiciste un gran trabajo de investigación.
–Para escribir esta historia necesité una importante documentación que va más allá de la influencia del western y el cine. Sin entender los pueblos originarios, la cultura de la Araucanía mapuche, sin haber leído Mircea Eliade y las memorias de un lonco de casi 100 años, Pascual Coña, es muy probable que nunca hubiera podido trabajar esta historia. Tuve que leer a Estanislao Zeballos, el cronista y escritor de la Campaña del Desierto, para conocer el paisaje, los bosques de caldenes, la tierra, las fieras que habitaban en el siglo XIX esa zona de la Patagonia y que seguramente eran mucho menos peligrosas que los hombres que hacían la guerra.


Un mar de piedra

–¿Cómo fue el proceso de escritura?
–Esta novela tiene más de tres años de trabajo, casi cuatro, de hecho cuando publiqué Humo rojo tenía ya los grandes borradores después de haber leído todos los mitos de Mircea Eliade. En la génesis, ya tenía una pequeña historia en un párrafo o dos: cinco hombres, soldados del ejército, acaban de terminar de quemar una de las últimas tolderías de los indios en la Patagonia y tienen que emprender el viaje de regreso al fortín. La primera pregunta era qué va a pasar en ese viaje. En los primeros borradores tuve un conflicto que fue la aparición de una niña que había sobrevivido a esa quema, que por alguna razón no estaba en la toldería cuando estos hombres llegaron. Esta niña de 14 años, muy hermosa, aparece de pronto, y yo tenía dos caminos: o bien estos asesinos que venían de comer una yegua se la “comían” a ella también; o bien, ella ganaba el protagonismo en contra de los lugares comunes. Me vi tentada por una convicción que tengo, y que me llevó a elegir esta segunda alternativa: que los pueblos originarios, desde que están en este territorio y hasta hoy, tienen derecho a sus tierras.

De ese “conflicto” que menciona Suez surge un personaje tan fuerte que logra convertirse en el vórtice de la tormenta que está a punto de desatarse. El país del diablo se aleja, así, de otros relatos que abordan ese período histórico.

–Lo único que tenía claro era que no quería escribir una novela realista, y que la Historia como tal tenía que ser sólo un telón de fondo, apenas una ayuda para contextualizar. Traté de alejarme de Esteban Echeverría y La cautiva, y en adelante, de la mirada nostálgica, romántica, del siglo XIX y comienzos del XX, y la mirada realista, costumbrista. Quise dejarme influenciar por libros como El corazón de las tinieblas, Moby Dick, El desierto de los tártaros. Fueron libros centrales, matrices, digamos. El desierto de los tártaros es un libro que ha sido como... encontrar el hueso, la esencia de lo que yo quería contar desde lo nuestro. Moby Dick, de Herman Melville, es un libro que no abandoné a lo largo del tiempo y sin que lo sepa habrá trabajado adentro de mí, de alguna manera queriéndome acercar al poder de la naturaleza que en definitiva es más fuerte que los personajes... yo quería que el desierto mande como en Moby Dick manda el océano.

Es evidente que Suez ha sabido dar forma a ese deseo. El desierto manda en El país del diablo. Los cardales. El viento insoportable. El sol que deshace todo. Un cuervo lucha con una serpiente. Los caballos resoplan de cansancio. Un puma destroza el cuerpo de un guanaco. Del cielo bajan pájaros carroñeros. El frío de la noche. Las moscas azules apoyándose sobre los despojos. El gran protagonista de la novela es el paisaje. Ese desierto que habla, un lugar en el que todo es posible. Un territorio transformado en un gran ojo que mira todo aquello que lo habita, como un dios terrible que propicia y permite el sacrificio.


La historia que no se contó

Una vez más, Perla Suez pone en escena una historia que habla de la identidad, el destierro, la violencia, los vínculos, la memoria, la soledad, el desamparo, la crueldad y el coraje. Son los temas que viene trabajando hace décadas. Pero El país del diablo aparece como un giro notable en la obra de la escritora cordobesa. El escenario es otro y la mirada es puesta sobre otro tipo de construcciones identitarias. No ya los que vinieron a esta tierra sino aquellos que fueron combatidos, desterrados y desaparecidos para que pudiera surgir ese proyecto de país que propiciaban ciertos grupos de poder en el siglo XIX. 
La novela se abre con dos citas que funcionan como una cuerda puesta en tensión. Por un lado, la voz de una niña mapuche; por el otro, la pluma de Sarmiento dividiendo el mundo entre civilización y barbarie y reclamando alambres incrustados en la tierra.

–¿En qué momento de la escritura decidiste incluir esas citas?
–Las elegí cuando me documentaba. Leí el libro de Fermín Rodríguez, de ahí tomé la frase de Sarmiento, y al mismo tiempo, cuando me acerqué a la cultura mapuche, encontré en las memorias del cacique Pascual Coña la voz de una niña llamando al Dios-Ngenechén. Esas dos voces tan contradictorias y paradojales me ayudaron enormemente para ir construyendo los personajes que en mi intención eran ambivalentes, no quería los buenos y malos, quería que hubiera matices tanto en los blancos, como presentar las contradicciones que tienen los indios.

–En mi opinión, “El país del diablo” implica un giro en tu obra, un cambio de perspectiva. ¿Vos lo ves así? 
–Soy consciente de que cerré una etapa de mi escritura, de mi trabajo de los inmigrantes de los cuales desciendo, que vinieron con una mano atrás y otra adelante bajando de los barcos, perseguidos por el Zar Nicolás II, encontrando en esta tierra, como quería Alberdi, un lugar para la libertad y el trabajo. A partir de este cierre necesité abrir otra puerta en mi escritura, a través de la ficción quería desenterrar la historia del pueblo mapuche en este lugar de la Patagonia. Lo único que sabía era que no quería repetirme y que quería contar la historia que no me contaron. Igual, la dimensión de la memoria aparece aquí también como una necesidad de encontrar mis raíces, o al menos las raíces de nuestro país, saber quiénes somos, otra vez, el tema de la identidad. En la Trilogía de Entre Ríos eran mis antepasados; en esta novela, los antepasados de mi país. La ficción, en definitiva, puede contar precisamente la historia que nunca se contó, puede escarbar la tierra hasta encontrar los huesos, la esencia de una cultura que se quiso tapar.

–Se sabe que, además de investigar el contexto histórico, solés rodearte de ciertas lecturas, cierta música y ciertas películas para escribir un nuevo libro. ¿Qué artistas te acompañaron esta vez?
–Además de los que ya nombré, y como yo soy de la escuela que cree en la construcción de historias de fuerte conflicto, la entrevista de Truffaut de El cine según Hitchock me acompañó todo el tiempo. De vez en cuando, para corregir, necesité la música de Leonard Cohen, Philip Glass e Ismaël Lô. 

La historia que Suez hace desfilar ante los ojos del lector ayuda a comprender algo de lo que somos. Y lo hace poniendo en evidencia la complejidad de la experiencia humana. La novela se divide en tres partes y un epílogo. Cada una de esas partes (“sufrimiento”, “muerte” y “resurrección”) alude a los pasos que tantas culturas le adjudican al camino de la revelación. Desde los chamanes a la figura de Cristo, parece inevitable recorrer esas etapas para alcanzar un estado de gracia y de liberación. Quizás lo más inquietante sea preguntarse quién es el que recorre este camino. ¿Lum? ¿Ancatril? ¿El teniente Obligado? ¿Los soldados ajusticiados? Quizás seamos todos. **




Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X - Junio 2015