sábado, 28 de noviembre de 2015

Comentario de Betina González sobre "La tensión del umbral"


Eficacia del juego sucio

Por Betina González


Una de las reglas del policial aconseja evitar el narrador en tercera persona: rara vez convence el artificio de una voz que lo sabe todo sobre un crimen y, sin embargo, lo oculta. Más aún si se trata de un policial negro, donde la inmersión del detective en un juego sucio hace al peligro. Si además, la acción se ubica en la Argentina de hoy, más riesgos corre el escritor. Después de la dictadura, quedó claro que la policía no sólo es la que comete los crímenes más terribles: los ha vuelto rutina en un mapa ilegible que combina bandas mixtas de policías, ladrones y hasta presos. Como recuerda Carlos Gamerro en un irónico ensayo, esto hace que “una ficción policial argentina encuentre grandes dificultades en permanecer realista, porque la realidad de la policía argentina es básicamente increíble”. En La tensión del umbral, Almeida asume esos riesgos. No sólo sale airosa del desafío sino que su novela trasciende el género e ilumina esa Argentina dominada por el juego sucio.

Un día de sol cualquiera, una chica va a un bar y ve salir a un hombre. Ella le dice algo que nadie oye, después lo apunta con un arma; parece que va a dispararle pero no: la vuelve sobre sí misma y se pega un tiro en el pecho. El suicidio público de la joven apenas motiva a la prensa, el mundo no se detiene. Nadie contesta a la pregunta que no termina de formularse. Excepto Guyot, un periodista que quiere entender y empieza a investigar por su cuenta las razones de esa muerte. En cuanto desenrede la madeja que incluye varios crímenes, policías corruptos, periodistas oportunistas y una omnipresente dejadez, Guyot va a llegar a ese umbral donde el tiempo se detiene. Es “el momento previo a la comprensión”, el instante en el que saber también es transformarse en otro.

Lejos de las recetas del policial estadounidense y de la violencia espectacular pero más o menos ordenada que los escritores nórdicos han puesto de moda, La tensión del umbral concentra el suspenso en el relato de los intercambios cotidianos de los personajes, en los chismes, en las traiciones y, sobre todo, en los pocos gestos éticos (por eso mismo, valientes) que les quedan a aquellos que aún se sienten interpelados por el dolor ajeno. A quienes conocen a Almeida desde El colectivo, no les sorprenderán estas elecciones. Pero en este libro la apuesta es mayor porque la historia es más compleja. Es una novela que sorprende por su intensidad y su composición impecable: todo se pone en boca de los personajes en cuadros breves que el narrador apenas hilvana para armar no una trama sino una urdimbre de historias que se cruzan.

El verdadero estilo no revela al autor sino que lo esconde. Tercera novela de Eugenia Almeida, La tensión del umbral produce la ilusión de que lo que se narra es tan brutal, complejo e inconmensurable como la vida. Una ilusión que sólo la particular transparencia del estilo de esta escritora puede lograr.







viernes, 20 de noviembre de 2015

Comentario de Osvaldo Quiroga sobre "La tensión del umbral"




Fantasmas del poder 
en la nueva novela de Eugenia Almeida


No es un policial más “La tensión del umbral”, última novela de Eugenia Almeida. La maquinaria del poder aliada al crimen ocupa aquí el centro de la escena. Todo comienza con un suicidio en plena calle. ¿Pero es realmente un suicidio? La muchacha que se dispara a sí misma es Julia Montenegro. El hombre que se acercó a ella instantes antes de su muerte es Benteveo. El periodista que va a investigar esa muerte es Guyot, alguien que soportó el asesinato impune de su esposa y que pasó un tiempo internado en una clínica psiquiátrica. Él no acepta que se hable de “confuso episodio”. Los argentinos sabemos que esos eufemismos se utilizaron durante la última dictadura para asesinar a mansalva. 

También en “El colectivo”, la primera novela de Almeida, la autora mostraba las huellas que dejó la dictadura. Los hilos de la violencia sobreviven mucho tiempo después de transcurrida la época más traumática. Nada termina ni empieza de un día para el otro. 

En “La tensión del umbral” se acumulan los muertos: Romero, Bruzzetti, Frenkel, Jáuregui y Arresi. Pero lo más impresionante es el avance de lo siniestro. La forma que narra Blasco, el organizador de una banda de delincuentes integrada por policías, militares y civiles, sus “modus operandi” a una psicoanalista ya retirada, resulta espeluznante. 

Pero Eugenia Almeida, lejos de querer impactar al lector, lo que hace es sumergirlo en una atmósfera cada vez más enrarecida. Como en sus textos anteriores, una imagen se abre y pone en funcionamiento un mundo. Pero lejos de toda estridencia la escritura de esta admirable autora cordobesa se desliza como si le hablara al oído a cada lector. En sus procedimientos literarios el rumor marca también algunas de sus mejores páginas, como cuando hablan las vecinas del Barrio General Paz, donde vivía Julia, y le cuentan a Guyot aspectos insospechados de la joven muerta.

“La tensión del umbral” viene a recordarnos que el pasado nunca se convierte totalmente en pasado. Vive en el presente a través de la subjetividad de cada uno. La historia no se repite, pero perdura en la madeja de recuerdos de una sociedad. La apropiación de menores durante la dictadura, tema central en el presente narrativo de la novela, que transcurre en 2008, no sólo es una marca imposible de borrar, sino que regresa una y otra vez para cuestionar, incluso, a aquellos que miraron para otro lado en el medio de la tragedia. El problema de saber es que puede ser peligroso. Guyot es un poco ingenuo. Busca comprender aquello que suele tener un costado inasible, como el suicidio. Sin embargo intuye que las cosas no son lo que parecen. Y allí está su apuesta. Quizá minimiza los riesgos, o tal vez busca explicaciones para lo que a él le tocó vivir en carne propia.

Los diálogos son fundamentales en La tensión del umbral. El mayor acierto estilístico de su utilización es la verosimilitud que le da cada personaje a sus palabras. Como si la narradora no existiera o estuviera mirando la novela desde afuera. Las criaturas de Almeida crecen hablando, y allí se juega lo que dicen, lo que no dicen y cómo lo dicen. Hasta los peores seres humanos tienen palabras para justificar sus crímenes. Más aún quienes necesitan de falacias argumentativas para sentir que han obrado correctamente, o que el mundo es así y no se puede ir contra la corriente.

Otra distinción que puede hacerse frente a esta novela policial es la del tratamiento de la violencia. Nada ocurre de manera explícita y brutal. No hay páginas morbosas. Lo que se insinúa es más potente si se cuenta a través del rodeo, del medio tono o de la forma elíptica. Quienes vivimos la época de la dictadura sabemos lo que significaba el mero paso de un Falcón verde, o de un grupo de hombres armados de mirada aviesa. Escenas como esas nos dejaban paralizados. La violencia suele ser un hecho cotidiano. Más perceptible aun cuando apenas se nota.

Julia no hablaba mucho: “Y uno se da cuenta –escribe Almeida en su novela-, de que mientras va hablando el otro medio que ya se acomoda, ya se prepara para lo que va a decir. Y está bien. Pero Julia no. Era como si estuviera hecha para escuchar. Raro. Lindo, también. Porque uno estaba seguro de que ella estaba pensando en lo que oía y no en lo que iba a decir. Lindo, sí, no es que me queje. Digo eso, nomás, que no estábamos acostumbradas. Y eso nos sorprendía un poco. Mi hermana fue la primera que lo notó”. Prosa coloquial, íntima; prosa del susurro, del malentendido, de lo que se va construyendo frente al peso de la ausencia definitiva. Así escribe esta gran escritora cordobesa. 

Desde su primera novela, “El colectivo”, publicada también por Edhasa en 2009, pasando por “La pieza del fondo”, su segunda novela, finalista del Premio Rómulo Gallegos 2011, Eugenia Almeida ha sabido construir una voz propia. No hace falta decir que de eso se trata la literatura. Pero la suya es una voz que va de lo individual a lo social con asombrosa ductilidad. Sus personajes están atrapados por lo que saben y por lo que ni siquiera intuyen. En el sentido más profundo de la palabra, la literatura de Almeida es política. Sus textos muestran cómo los hechos del pasado moldean nuestras existencias. También indagan en cómo vivimos con una mochila en la que el horror fue moneda cotidiana, y de cómo ese horror regresa una y otra vez, como un fantasma que se resiste a desaparecer.

Osvaldo Quiroga

SLT (Suplemento Literario Telam)





miércoles, 11 de noviembre de 2015

Comentario de Hernán Carbonel (Revista Acción) sobre "La tensión del umbral"






Todo parece, en primera instancia, el suicidio de una chica de 31 años en la puerta de un bar. Hasta que Martín Guyot, hombre que alguna vez tocó fondo, hoy periodista gráfico de redacción con acceso a información policial, empieza a husmear donde no debe. A partir de allí, las amenazas se convierten en accidentes, escenas armadas o, directamente, asesinatos. Las muertes se amontonan junto a los aprietes, silencios y turbios entramados. Medios de comunicación, policías, militares, servicios secretos y poder judicial pueden volverse un solo bloque porque el crimen no solo no paga, sino que es impune y prepotente. Más aún si esos poderes remiten a las tinieblas de los 70 y los 90. 

Escrita en presente continuo, con un vértigo narrativo admirable y no sin altas dosis de poesía, La tensión del umbral es una novela que se ancla en el presente. Regulada por ese perfecto mecanismo de relojería que es todo buen policial, Eugenia Almeida construye una trama desde lo oculto, en el límite entre lo percibido y lo ignorado, ese umbral en el que viven los que no se resignan a no entender.


Hernán Carbonel




martes, 3 de noviembre de 2015

Entrevista a Perla Suez


El país del diablo, el nuevo libro de Perla Suez, aborda una historia de violencia, destierro y soledad en la Patagonia del Siglo XIX. La escritora indaga el universo del pueblo mapuche y utiliza elementos cinematográficos en un relato de sangre y fuego. La novela, anunciada como un western con escenario local, rompe estereotipos y marca un giro en la obra de la narradora cordobesa. 





Mientras una compañía de soldados atraviesa el desierto arrastrando carretas llenas de armas, una comunidad mapuche prepara el rito de iniciación de una joven que está a punto de convertirse en machi (consejera y protectora de su pueblo). Esas dos escenas van a cruzarse del modo más espantoso: el que se escribe a sangre y fuego. Cuando ese encuentro termine sólo quedará una india de 14 años saliendo de un trance para descubrir que su aldea ha sido arrasada. 

Lum se ve obligada a llenarse del “resplandor de los espectros” y a convertirse en uno de ellos. La historia se invierte y aquellos entrenados en destruir y perseguir se vuelven la presa de una adolescente que trata de restablecer el equilibrio que ha sido destruido. ¿Cuál es la distancia entre venganza y justicia? ¿Cuánto territorio habrá que recorrer para alcanzar a esos que se han convertido en su objetivo? 

La Patagonia durante la segunda mitad del Siglo XIX. Los territorios robados a los habitantes originarios, la campaña del desierto como pretendido “proyecto civilizatorio”. En ese escenario, Perla Suez despliega una historia que busca ir más allá de miradas maniqueas. La novela muestra hasta qué punto las condiciones históricas que construimos pueden llevarnos a sostener y reproducir la violencia. Una de las aristas más interesantes de El país del diablo es haber pensado en personajes que ya están inmersos en un mundo mestizo. Lum –la joven machi– es hija de un blanco y una india. En la caravana de soldados viaja Ancatril, un indio que ha sido obligado a enrolarse, a vestir el uniforme de los blancos y a ser un paria entre dos culturas. El propio teniente Marcial Obligado tiene una relación conflictiva con el rol que se supone debe cumplir; más de una vez el afecto lo ha ido enlazando con personas de los pueblos originarios. Pero, quizás como un sino que carga en su propio nombre, la Historia lo ha obligado a regirse por una ley marcial.

Cada uno de los personajes acarrea historias terribles en su pasado. Lum ha visto a su padre degollar a su madre. Ancatril ha sobrevivido a un derrumbe en la construcción de la nefasta Zanja de Alsina. También Rufino, Carranza y Obligado muerden una memoria que los lastima. Quizás el personaje más inquietante sea Deus, un agrimensor convertido en fotógrafo que viaja con el ejército y retrata alegremente las imágenes del horror.

Como en toda la obra de Suez, la economía de recursos se traduce en una fuerte potencia expresiva. Hay algo en este libro que reproduce la sequedad y la fiereza del desierto; la inmensidad del vacío que rodea a los personajes como una sombra ominosa.


De película

Perla Suez elige en este libro una forma de contar claramente emparentada con el cine. Las palabras sirven aquí para crear algo que resulta pura imagen. En la última entrevista concedida a Ciudad X, la escritora definía a El país del diablo, que aún no había sido publicado, como un “western patagónico”. Aunque en esta charla la autora relativiza esa definición diciendo que es el lector quien puede decidir cuál es el rasgo más característico de la novela, es importante destacar que hay un vínculo entre este libro y ese género del cine norteamericano. Quizás porque la novela recrea un espacio desértico en el que las persecuciones y la violencia son herramientas que diluyen y refuerzan ciertas identidades; quizás también por cierto modo de narrar la destrucción. 

Perla Suez demuestra un conocimiento detallado sobre el tema. Menciona a los clásicos y a aquellos cineastas que llegaron para dar una nueva mirada, como John Ford, Sam Peckinpah, los hermanos Cohen y Quentin Tarantino. 

–Hay cierto parentesco entre tu novela y el escenario del western.
–Hay una escenografía que se construye en la tradición del western que se parece mucho a nuestra Patagonia, geográficamente hablando. También en nuestras tierras había salitrales, desierto, arena, dunas, y seres que vagan sin rumbo, huellas de pasos de jinetes expertos y rapidísimos, y hasta de extranjeros, exploradores, o aventureros, desde Darwin en adelante.

–Es evidente que hiciste un gran trabajo de investigación.
–Para escribir esta historia necesité una importante documentación que va más allá de la influencia del western y el cine. Sin entender los pueblos originarios, la cultura de la Araucanía mapuche, sin haber leído Mircea Eliade y las memorias de un lonco de casi 100 años, Pascual Coña, es muy probable que nunca hubiera podido trabajar esta historia. Tuve que leer a Estanislao Zeballos, el cronista y escritor de la Campaña del Desierto, para conocer el paisaje, los bosques de caldenes, la tierra, las fieras que habitaban en el siglo XIX esa zona de la Patagonia y que seguramente eran mucho menos peligrosas que los hombres que hacían la guerra.


Un mar de piedra

–¿Cómo fue el proceso de escritura?
–Esta novela tiene más de tres años de trabajo, casi cuatro, de hecho cuando publiqué Humo rojo tenía ya los grandes borradores después de haber leído todos los mitos de Mircea Eliade. En la génesis, ya tenía una pequeña historia en un párrafo o dos: cinco hombres, soldados del ejército, acaban de terminar de quemar una de las últimas tolderías de los indios en la Patagonia y tienen que emprender el viaje de regreso al fortín. La primera pregunta era qué va a pasar en ese viaje. En los primeros borradores tuve un conflicto que fue la aparición de una niña que había sobrevivido a esa quema, que por alguna razón no estaba en la toldería cuando estos hombres llegaron. Esta niña de 14 años, muy hermosa, aparece de pronto, y yo tenía dos caminos: o bien estos asesinos que venían de comer una yegua se la “comían” a ella también; o bien, ella ganaba el protagonismo en contra de los lugares comunes. Me vi tentada por una convicción que tengo, y que me llevó a elegir esta segunda alternativa: que los pueblos originarios, desde que están en este territorio y hasta hoy, tienen derecho a sus tierras.

De ese “conflicto” que menciona Suez surge un personaje tan fuerte que logra convertirse en el vórtice de la tormenta que está a punto de desatarse. El país del diablo se aleja, así, de otros relatos que abordan ese período histórico.

–Lo único que tenía claro era que no quería escribir una novela realista, y que la Historia como tal tenía que ser sólo un telón de fondo, apenas una ayuda para contextualizar. Traté de alejarme de Esteban Echeverría y La cautiva, y en adelante, de la mirada nostálgica, romántica, del siglo XIX y comienzos del XX, y la mirada realista, costumbrista. Quise dejarme influenciar por libros como El corazón de las tinieblas, Moby Dick, El desierto de los tártaros. Fueron libros centrales, matrices, digamos. El desierto de los tártaros es un libro que ha sido como... encontrar el hueso, la esencia de lo que yo quería contar desde lo nuestro. Moby Dick, de Herman Melville, es un libro que no abandoné a lo largo del tiempo y sin que lo sepa habrá trabajado adentro de mí, de alguna manera queriéndome acercar al poder de la naturaleza que en definitiva es más fuerte que los personajes... yo quería que el desierto mande como en Moby Dick manda el océano.

Es evidente que Suez ha sabido dar forma a ese deseo. El desierto manda en El país del diablo. Los cardales. El viento insoportable. El sol que deshace todo. Un cuervo lucha con una serpiente. Los caballos resoplan de cansancio. Un puma destroza el cuerpo de un guanaco. Del cielo bajan pájaros carroñeros. El frío de la noche. Las moscas azules apoyándose sobre los despojos. El gran protagonista de la novela es el paisaje. Ese desierto que habla, un lugar en el que todo es posible. Un territorio transformado en un gran ojo que mira todo aquello que lo habita, como un dios terrible que propicia y permite el sacrificio.


La historia que no se contó

Una vez más, Perla Suez pone en escena una historia que habla de la identidad, el destierro, la violencia, los vínculos, la memoria, la soledad, el desamparo, la crueldad y el coraje. Son los temas que viene trabajando hace décadas. Pero El país del diablo aparece como un giro notable en la obra de la escritora cordobesa. El escenario es otro y la mirada es puesta sobre otro tipo de construcciones identitarias. No ya los que vinieron a esta tierra sino aquellos que fueron combatidos, desterrados y desaparecidos para que pudiera surgir ese proyecto de país que propiciaban ciertos grupos de poder en el siglo XIX. 
La novela se abre con dos citas que funcionan como una cuerda puesta en tensión. Por un lado, la voz de una niña mapuche; por el otro, la pluma de Sarmiento dividiendo el mundo entre civilización y barbarie y reclamando alambres incrustados en la tierra.

–¿En qué momento de la escritura decidiste incluir esas citas?
–Las elegí cuando me documentaba. Leí el libro de Fermín Rodríguez, de ahí tomé la frase de Sarmiento, y al mismo tiempo, cuando me acerqué a la cultura mapuche, encontré en las memorias del cacique Pascual Coña la voz de una niña llamando al Dios-Ngenechén. Esas dos voces tan contradictorias y paradojales me ayudaron enormemente para ir construyendo los personajes que en mi intención eran ambivalentes, no quería los buenos y malos, quería que hubiera matices tanto en los blancos, como presentar las contradicciones que tienen los indios.

–En mi opinión, “El país del diablo” implica un giro en tu obra, un cambio de perspectiva. ¿Vos lo ves así? 
–Soy consciente de que cerré una etapa de mi escritura, de mi trabajo de los inmigrantes de los cuales desciendo, que vinieron con una mano atrás y otra adelante bajando de los barcos, perseguidos por el Zar Nicolás II, encontrando en esta tierra, como quería Alberdi, un lugar para la libertad y el trabajo. A partir de este cierre necesité abrir otra puerta en mi escritura, a través de la ficción quería desenterrar la historia del pueblo mapuche en este lugar de la Patagonia. Lo único que sabía era que no quería repetirme y que quería contar la historia que no me contaron. Igual, la dimensión de la memoria aparece aquí también como una necesidad de encontrar mis raíces, o al menos las raíces de nuestro país, saber quiénes somos, otra vez, el tema de la identidad. En la Trilogía de Entre Ríos eran mis antepasados; en esta novela, los antepasados de mi país. La ficción, en definitiva, puede contar precisamente la historia que nunca se contó, puede escarbar la tierra hasta encontrar los huesos, la esencia de una cultura que se quiso tapar.

–Se sabe que, además de investigar el contexto histórico, solés rodearte de ciertas lecturas, cierta música y ciertas películas para escribir un nuevo libro. ¿Qué artistas te acompañaron esta vez?
–Además de los que ya nombré, y como yo soy de la escuela que cree en la construcción de historias de fuerte conflicto, la entrevista de Truffaut de El cine según Hitchock me acompañó todo el tiempo. De vez en cuando, para corregir, necesité la música de Leonard Cohen, Philip Glass e Ismaël Lô. 

La historia que Suez hace desfilar ante los ojos del lector ayuda a comprender algo de lo que somos. Y lo hace poniendo en evidencia la complejidad de la experiencia humana. La novela se divide en tres partes y un epílogo. Cada una de esas partes (“sufrimiento”, “muerte” y “resurrección”) alude a los pasos que tantas culturas le adjudican al camino de la revelación. Desde los chamanes a la figura de Cristo, parece inevitable recorrer esas etapas para alcanzar un estado de gracia y de liberación. Quizás lo más inquietante sea preguntarse quién es el que recorre este camino. ¿Lum? ¿Ancatril? ¿El teniente Obligado? ¿Los soldados ajusticiados? Quizás seamos todos. **




Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X - Junio 2015