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martes, 25 de octubre de 2016

Violencia de género: triste realidad, buena ficción - Daniel Gigena (Ñ)




Violencia de género: triste realidad, buena ficción

Narrativa. Escritoras locales como Nora Domínguez, Alicia Plante y Eugenia Almeida, entre otras, abordan en su obra una cuestión tan difícil como actual.


DANIEL GIGENA

Una certeza recorre las ficciones, no sólo policiales o del género noir, publicadas por escritoras argentinas. En la mayoría, los personajes femeninos son víctimas, muchas veces fatales, de una sociedad regulada por la ideología machista, si no psicopática. ¿Qué resonancias se encuentran entre los hechos consignados de forma diaria y la literatura de varias narradoras? En 2015, la investigadora Nora Domínguez había indicado que los movimientos ficcionales y no ficcionales de la violencia no reducen el horror sino que imponen una atención diferente dirigida hacia distintos flancos: la literatura y la vida no son universos separados. “La literatura ha ido a la par de esos datos y escenas desplegando las ficciones necesarias para trazar el mapa de la política proponiéndose como un campo de fuerzas donde la violencia y el terror desmenuzan aquello que de político contiene esta práctica verbal”, escribía Domínguez. Si bien las mujeres fueron víctimas sacrificiales de la ficción desde Ifigenia en adelante, en la Argentina de hoy las novelas en las que las mujeres mueren de manera violenta afectan de modo diferente el imaginario social.

“En 2011, tres mujeres murieron quemadas por sus parejas: las tres en la misma semana, en distintas ciudades –dice Laura Rossi, que reside desde 2009 en Rosario–. Hubo algo en eso que me llevó a pensar qué pasaría si esos actos fueran legales. Esa inquietud horrorosa fue el origen de mi primera novela, Suturas. Pero no me alcanzó: de ahí surgió Baldías. Creo que necesitaba un abordaje más realista, si se quiere, para descubrir qué era, en el fondo, lo que seguía interpelándome tan profundamente”. Rossi eligió contar la historia por medio de la conciencia de uno de los asesinos. Eso le permitió revelar, indica, “el después: cómo continúa la vida de esos hombres después de haber prendido fuego a sus parejas. Fui siguiendo esas voces, que terminaron en el centro de la novela”.

La nueva novela de Alicia Plante, La sombra del otro, comienza con un descubrimiento macabro que Laura, la protagonista, hace en su edificio cuando saca a pasear a su mascota. “La novela provino de la angustia, ese sentimiento hecho de indignación, dolor e impotencia que nos inunda ante la violencia contra las mujeres –señala la autora–. Trabajé mi historia desde ahí, desde esa angustia que tan bien conocemos. Y mi personaje principal, Laura Requena, que se hace cargo de entender qué pasó y cómo fue que la sangre de Ana brotó, corrió, volvió a manchar la memoria, es, primero, una mujer, y segundo, alguien con agallas”. La formación como psicoanalista de Laura la acerca a los pliegues más oscuros y enfermos del alma del hombre resentido que los diarios íntimos de la víctima revelan. En La sombra del otro la narradora deja intuir que el suicidio es, en verdad, un asesinato a distancia.

Para Melina Knoll, autora de Un perro solo, la violencia de género es sólo una forma de la violencia estructural de la vida social. “El recorte que a mí me interesa es el de la violencia, la que proviene de la desigualdad no sólo de género sino también la desigualdad socioeconómica, que con su escalada se vuelve un flagelo que diezma las relaciones humanas”, dice. Según Knoll, la violencia de género es un enfoque válido para leer las ficciones, pero parcial. En Un perro solo se narra el modo en que procede el círculo de la violencia en las relaciones personales. “No deja de ser también la historia de un hombre, Basquet, violentado por una mujer que, a su vez, fue violentada antes por otros hombres”, señala. En este punto, Rossi disiente con Knoll: “Es un recorte necesario. Eso no quiere decir que otros actos de violencia no tengan la misma importancia ni exijan el mismo repudio. Pero Chiara no mató a palos a su novio, Ángeles no tiró el cadáver de un tipo a la basura, Rosana no le pegó dos tiros a Arce, Wanda no prendió fuego a Vázquez”.

Pero, ¿se exorciza la violencia con la narración de la violencia? “Me parece imposible no percibir la violencia de género que nos rodea –afirma Eugenia Almeida, autora de La tensión del umbral– . Me interesa pensar en los modos que tiene nuestra sociedad de naturalizar lo inaceptable. Cómo cotidianamente hay miles de gestos que de un modo perverso producen esa violencia. Después, una vez al año, la mayoría se cuelga el cartelito de ‘Ni una menos’. Un segundo después vuelven a ser parte de la maquinaria que engendra esa violencia”. Su libro, flamante ganador del premio Transfuge a la mejor novela hispánica en Francia, comienza con una imagen terrible: una mujer apunta a alguien en plena calle y luego se dispara a sí misma. No obstante, la escritora cordobesa es consciente de los estereotipos en que puede caer una ficción orientada a la denuncia: “La literatura es una expresión artística y no debería tener una programática. Cada uno narra la historia que quiera o que pueda. El desafío está no tanto en lo que decimos, escribimos o leemos sino en la enorme brecha que se abre entre lo que se dice y se hace. El problema es la ceguera deliberada y la hipocresía”.

Este año, Luciana de Mello publicó Mandinga de amor, una historia de abuso sexual que se transforma en un romance fronterizo. “El trabajo más difícil que hice con la historia fue contar sin juzgar ni victimizar a los personajes. Y fue difícil, porque estaba trabajando un vínculo de abuso que comienza en la infancia. Lo cierto es que la infancia es el momento de mayor desamparo para la mayoría de los niños: desde el pibe que está trabajando en el subte hasta la nena que se desnuda frente a una cámara web, esta sociedad no para de consumir infancia, de consumir esa inocencia que tanto le gusta resaltar”, dice De Mello. La historia de amor entre sobrina y tío se narra sin una toma de posición explícita. “El peligro de la bajada de línea es nocivo para la ficción. Creo que la violencia es siempre de género, se funda junto con el patriarcado. Así la aplique una mujer contra otra mujer: es la idea del más fuerte haciendo uso y abuso de sus privilegios”, agrega.

En la flamante Cornelia, de Florencia Etcheves, investigadores van tras la pista de la desaparición de dos mujeres jóvenes. “Trabajé más de diez años en la sección policiales de un diario y la violencia de género siempre fue una constante. Los análisis y soluciones para esta situación, que en la Argentina se lleva centenares de vidas de mujeres y niñas cada año, les corresponde a las autoridades. Los periodistas y los escritores estamos para contarlo, denunciarlo y visibilizarlo”, dice Etcheves. Para ella, es inevitable que las narradoras reflejen en sus obras aquello que las conmueve. “Una sociedad en la que se lastima, viola o mata a mujeres y niñas no le es indiferente a la literatura. Si desde la ficción se puede llegar, tal vez, a alguna mujer víctima de violencia machista y colaborar para que se anime a salir de ese círculo de horror, entonces los libros se convierten en algo más que en entretenimiento o cultura, pueden cumplir un rol social”, añade.

Como sostiene Alicia Plante, “la literatura se mete con la vida”. Ya sea para denunciar la injusticia, para cuestionar la realidad o describirla, la ficción permite que la conciencia tenga más poder que el miedo. A las mujeres y a los niños, a los pobres y a todos los abusados del mundo, la literatura acaso los compense con dones bien concretos: un coraje nuevo y una esperanza.






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