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martes, 26 de agosto de 2014

El incomprendido




Osvaldo Bayer lo llamó “el bondadoso”. “Nuestro hermano mayor”, dijo Juan Rulfo. Muchos lo reconocían como un hombre diferente, justo, increíblemente humano. Pero también hubo quien le dijo “contrera”, “traidor”, “reaccionario”, “desertor”, “esnob”, “enemigo encubierto”. Desde la derecha se lo estigmatizó por su apoyo a la Revolución Cubana. Desde la izquierda se lo acusó de “burgués”. Cuando obtuvo la nacionalidad francesa hubo quienes hablaron de “traición a la patria”. Atrapado en esa construcción dicotómica que persigue a los realistas por poco imaginativos y a los que buscan lo fantástico por evadirse de la realidad, Julio Cortázar fue criticado por casi todo. Por lo que hizo y por lo que no hizo.
Ninguno de nosotros puede ser reducido a una foto. Pero sacude ver la vida de Cortázar jalonada de momentos en los que fue incomprendido, juzgado, castigado y cuestionado por ser quien era. 


Días enteros en las ramas
Julio es asmático. Eso limita sus juegos. Además es tímido, introvertido. Sólo quiere leer. Le gusta treparse al sauce que está en el patio: tiene 8 años y está escribiendo su primera novela. Su madre teme que esa fascinación por las letras lo aleje de las personas. ¿Por qué no sale a jugar? ¿Por qué no está con los otros chicos? Lo lleva al médico. La prescripción: suspender la lectura por unos meses. Julio se pone tan mal que deciden devolverle sus libros.
En quinto grado escribe algunos poemas de amor para sus compañeras. Una de ellas lo acusa con la maestra y hay un pequeño escándalo que lo deja en una posición humillante. 
Cortázar es el chico que escucha su primer disco de jazz bajo los gritos de su familia, horrorizada porque uno de los suyos oye “música de negros”.
Termina el profesorado. Durante cinco años trabaja en colegios secundarios de Bolívar y Chivilcoy. Da clases de Historia, Instrucción Cívica y Geografía. La vida de los pueblos lo asfixia. El clima político es tenso. En una visita oficial a la escuela, es el único de los 25 profesores que no besa el anillo del obispo de Mercedes. El rumor de que van a echarlo crece. Decide aceptar tres cátedras universitarias en Mendoza. También allí queda atrapado en las luchas políticas. Hay un cambio de rector y quienes han sido nombrados durante la gestión anterior son acusados de “nazis” y “fascistas”. Cortázar decide volver a Buenos Aires.
Quizás uno de los pocos momentos en los que esperaba una crítica y llegó un reconocimiento fue el día de 1946 en que visitó a Borges, secretario de redacción de una revista literaria, para llevarle un manuscrito y pedirle su opinión. Cuando Cortázar volvió unos días después, Borges le dijo que su cuento “Casa tomada” ya estaba en la imprenta. 


Fotografías
¿Quién era? 
El que durante un año tradujo cartas de prostitutas que trabajaban en el puerto. El que tuvo un accidente en su Vespa por esquivar a una señora que cruzó la calle sin mirar; el que clavó los frenos, chocó contra el suelo, trató de pararse y descubrió que su pierna izquierda estaba doblada de un modo imposible, el que se desmayó y horas después se despertó en la cama de un hospital, el que pasó un mes ahí y luego transformó esas noches en el cuento “La noche boca arriba”.
El que trabajó como empaquetador. El que recibió la noticia de la muerte del Che y dejó su oficina de la Unesco para encerrarse en el baño a llorar. El que era capaz de cambiar de opinión y reconocer sin vergüenzas esos movimientos. El que escribía durante horas, pluma y cuaderno, en un café de París. 
Un grandote que amaba los viajes, el jazz y el boxeo. Alguien fascinado por las herramientas. Un comprador compulsivo que no había que dejar solo en las ferreterías porque se llevaba todo lo que veía. El que coleccionaba juguetes a cuerda. El que se arrodillaba en el suelo para disfrutar de esas pequeñas posesiones y mostrárselas a sus amigos.
El que, siendo un escritor reconocido, recibió una carta demoledora. Su padre, a quien no veía desde los seis años, le escribía para pedirle que no usara su nombre real.  
El que en mayo de 1982 se trepó a una camioneta con su pareja y viajó de París a Marsella sin salir nunca de la autopista. El que, durante ese viaje, siguió por radio las noticias de la guerra de Malvinas. 
El que elegía el recorrido de sus paseos señalando un punto en el mapa con los ojos cerrados. El que creía firmemente que el azar no existe. 
Poco antes de morir, Cortázar le contó a Luisa Valenzuela que había soñado con un libro en el que había logrado unir sus convicciones políticas y sus propuestas artísticas. Las páginas estaban llenas de figuras geométricas, no había palabras. 


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X






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