“A”, de Almeida
Por CRISTINA BAJO
Eugenia Almeida es cordobesa y novelista; ha recibido premios y distinciones internacionales, ha sido traducida a varios idiomas y editada en Francia, Grecia, España, Portugal, Austria e Italia.
Es licenciada en Comunicación social, trabaja como periodista para radio, prensa y televisión, y sus notas se publican en diarios y revistas del país y del extranjero. Al margen, coordina talleres de lectura y escritura. Estos datos aparecen en la solapa de sus libros, pero como no siempre méritos y virtudes van juntos, me complace decir: es, además, una excelente persona.
El primer libro que leí de ella fue El Colectivo, y me fascinó lo elusivo del tema, que me recordaba épocas que debemos superar, aunque no olvidar.
Luego publicó La pieza del fondo, igualmente inquietante pero con ese algo de “el factor humano” –al decir de Graham Greene– de lo impredecible que conlleva generosidad y compromiso.
Este año, durante la Feria del Libro de Córdoba, ha presentado su última novela; el título –La tensión del umbral– es más ambiguo que los primeros, y muchos se sorprendieron de que fuera una novela policial.
Por mi parte, sabía que este género le fascina y que compartimos el gusto por autores como Ruth Rendell, no recuerdo si Fred Vargas, y George Simenon.
Pero La tensión del umbral no es sólo un policial: es un policial político, y en ese punto se roza con Sociedad anónima (Raíz de Dos) de Rogelio Demarchi.
La trama comienza con un suicidio algo insólito, y un periodista, a quien encargan cubrir el hecho, empieza a notar cabos sueltos. Sin embargo, caratulado ya el suceso como suicidio, ni la policía ni la justicia se interesan en seguir investigando. Luego veremos que no es desidia, sino intencionalidad.
El periodista, Guyot, me recordó los antihéroes de Graham Greene, quienes, cómodos en su mediocridad, no quieren involucrarse demasiado ni buscarse problemas. Sin embargo, la curiosidad los supera –lo dice el protagonista: “la peor tentación es tratar de entender”– y terminan caminando al borde de un precipicio. Porque, llegado a un punto, no pueden detenerse y aunque ven venir la maroma, quizá sea tarde para ponerse a salvo.
La novela es ágil, con mucho diálogo y escenas cortas –algunas memorables, como cuando Guyot encuentra “la otra casa” de la muerta–; sus personajes, en general, aunque aparezcan brevemente, son tan vívidos que creemos conocerlos.
Uno de mis preferidos es la anciana que va develando para él, inconscientemente, la trama de la vida de esa mujer que comienza siendo un cuerpo desmadejado en la vereda y que página a página va cobrando vida, rostro, espíritu, carácter. La anciana, como una de las Nornas islandesas, entrega a Guyot, ciegamente, los datos que revelarán la identidad de la posible víctima.
Jefes de redacción, bibliotecarios, policías y políticos a los que no les tiembla la voz al decidir quién vive y quién muere; “mano de obra desocupada” –a mi entender– que no sabe cuándo es necesario parar, obedecer y ahorrar sangre. El barman, la psicoanalista que necesita su ración de vodka para seguir escuchando. Y los imponderables -el Hueso, el Sordo, el Perro Chico– y la herencia que dejan.
Al leerlo, sentí que buceaba en la “realidad invisible” que nos rodea y que de vez en cuando nos atropella.
La tapa, preciosa, como acostumbra Edhasa.
Sugerencias: leer sus libros; disfrutar de la entrevista que le hace Rogelio Demarchi sobre esta novela, el policial y el oficio de escribir.
Cristina Bajo
Revista Rumbos
04 - 10 - 2015
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