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viernes, 22 de enero de 2016

Comentario de Cezary Novek (Marcha) sobre "La tensión del umbral"




Ante el abismo

Por Cezary Novek

Reseña de la tercera novela de Eugenia Almeida,
 en la que se indaga sobre el reciclaje de los grupos de tareas.

Con frases cortas y un estilo parco, la última novela de Eugenia Almeida le da varios ajustes de tuerca al policial con La tensión del umbral, publicada el año pasado por Edhasa. A pesar de que la violencia social y el espectro de la última dictadura militar siguen planeando sobre su obra, en La tensión en el umbral, se ha desplazado el centro de interés a los mecanismos de poder y ya no a sus efectos en la comunidad, a qué pasa cuando un aparato represivo queda huérfano, cómo se reciclan sus componentes.

La novela puede hablar de grupos de tareas, de la Triple A o de cualquier grupo de sicarios, pero también de todos los sectores que permiten y avalan la existencia de grupos parapoliciales. Es, en este sentido, no solo una novela policial, sino una reflexión sobre cómo el crimen impregna de moho todas las instituciones, civiles, no civiles, estatales y privadas.  

Carlos Gamerro, en su ensayo Para una reformulación del género policial argentino dice que el policial anglosajón clásico siempre comienza con un cuerpo. Contrapone el policial argentino, donde la acción comienza con la desaparición de un cuerpo y donde el investigador no suele ser un miembro de la institución policial (casi siempre la ejecutora del crimen), sino un periodista o un civil particular que apenas se conforma con saber la verdad, con entender y punto. Ni pretensiones de hacer justicia o judicializar lo que se sabe que será cubierto por la misma mano invisible que causó el primer delito. En La tensión del umbral, la historia comienza con un suicidio en plena vía pública. Y con un periodista que quiere entender. Con apenas esos dos elementos, Almeida va tejiendo una trama que desciende a los infiernos como un espiral de pesadilla.

Los primeros capítulos recuerdan en cierta forma a Los suicidas, de Di Benedetto, en el sentido que parece apuntar a una investigación de archivos. El protagonista está interesado en saber el por qué del suicidio de una chica a la que ni siquiera conoció y eso lo llevará a meterse con fuerzas que exceden su capacidad de comprensión. Las reflexiones que se hacen sobre el suicidio, así como la re construcción de la personalidad de la víctima es otro de los puntos fuertes del libro. Al comienzo las voces se mezclan y uno siente que se está perdiendo algo importante, pero los diálogos van calibrando la historia de forma tal que Almeida casi nunca necesita aclarar quién dijo tal cosa. Así de naturales las conversaciones.

Aunque lo más interesante es cómo se va retratando al antagonista, sobre el que nada se dirá para evitar spoilers involuntarios. Es muy raro que la literatura argentina contemporánea –en especial, la literatura que toma como disparador períodos de violencia histórica reciente– indague en el alma o la mente de los verdugos. Por lo general, se limita a gritar lo espeluznante que es el verdugo, pero rara vez se le acerca. Mucha de esta literatura envejece apenas publicada debido al error recurrente de demonizar al represor como un ser tan malvado, que de puro malo termina siendo una caricatura, un villano de opereta con carcajada estruendosa, que se retuerce la punta de los bigotes mientras ata a la chica a la vía del tren. Nada de eso pasa aquí. Tenemos un personaje complejo, atormentado a su manera y con dilemas existenciales. De algún modo –y al igual que el protagonista– el titiritero que mueve los hilos desde las sombras también busca entender cosas. Aunque los caminos sean muy diferentes, igual que los objetivos del periodista, la experiencia de lectura termina sugiriendo que tal vez sea el malo el verdadero protagonista de esta historia. Un malo que es la personificación de la impunidad entendida como una serpiente que muda la piel con cada gobierno y se mantiene perenne, trascendiendo a estos en su permanencia. Es este tratamiento excepcional, poco frecuente, lo que amplifica el alcance de la novela más que su tema. Son contadas las ocasiones en que el autor escarba en el alma del malvado y busca entender con él. Uno de los pocos casos fuera de la presente, es La soledad del mal, de Horacio Convertini.

Una comparación odiosa, para evitar adelantos en la trama: en su última película, un telefilme titulado Down came a blackbird (Jonathan Sanger, 1995, aquí se la conoció como El ocaso), Raúl Juliá interpretó a un supuesto profesor de literatura que asiste a una terapia grupal para víctimas de la tortura. El grupo es dirigido por una sobreviviente de Auschwitz. El supuesto profesor conoce una periodista, que había sido secuestrada por los escuadrones de la muerte. Se enamoran, la ayuda a superar su fobia al agua y abre su corazón a ella: es un hombre atormentado que lee a Rilke y la trata con dulzura paternal. Sobre el final, nos enteramos que él no había sido un secuestrado sino un torturador, que también se consideraba víctima y que estaba en el grupo porque quería entender. Sin llegar al nivel de melodrama de Down came a blackbird, y aunque el tema no es tanto la tortura como la apropiación de menores, La tensión del umbral presenta un tratamiento jugado y original al nivel de esa película.

Desde su primer libro, El colectivo, Almeida cultiva un estilo sobrio y austero, que hace rendir sus recursos al máximo. La tensión del umbral sigue el hilo de sus obras anteriores en el sentido de que continúa indagando en la lógica del aparato represivo, pero a su vez es diferente porque en este caso hay varios giros que redoblan la apuesta en pos de una universalización del tema. Y pese a la complejidad de la trama –incluso, por cómo está presentada–, la experiencia de lectura es vertiginosa, adictiva. *


Cezary Novek





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