El camino del infierno
El problema de una mentira –aunque sea inocente– es que, una vez dicha, exige ser sostenida y se vuelve cada vez más difícil salir de ella.
Erik Schroder está en prisión. Desde su celda, siguiendo el consejo de su abogado, escribe una larga carta a su exesposa. Es “una especie de alegato”, una disculpa, una explicación. Un escrito en el que le contará, por primera vez, parte de su vida: su infancia, la relación con sus padres, los inicios de la mentira con la que quiso transformarse en otro.
Erik tratará de rastrear cómo comenzó aquello que lo ha llevado a esa celda. Y, para hacerse entender, tendrá que ir prácticamente al origen, a 1970, en Alemania, cuando nació; a 1979, cuando llegó con su padre a los Estados Unidos; a 1984, cuando decidió firmar un documento con un nombre falso y así empezó a convertirse en Eric Kennedy, una identidad hecha en base a lo que hubiera querido ser. Sí, la carta es una confesión. El intento de ser comprendido. Él, el niño inmigrante que hace todo lo posible por olvidar lo que dejó atrás, esconder su acento y ser uno más.
El nombre falso que comenzó como una necesidad de pertenecer a un mundo nuevo queda finalmente aceptado gracias a una “serie de falsificaciones” que lo instalan como verdadero.
Bajo ese nombre lo conoció su esposa, ese es el apellido que recibió su hija, una hija que él secuestró. Pero esa palabra, “secuestro”, no explica lo que quiso hacer. Y ni siquiera se trata de deseo. Esa palabra no explica lo que le pasó, lo que lo fue llevando a cometer error tras error hasta que ya no hubiera salida.
En pleno divorcio, envuelto en una pelea por la custodia de su hija, Erik rompe el acuerdo de las visitas y “huye hacia adelante”. La ruta, un auto robado, un viaje sin rumbo guiado por la inconsciencia y la incapacidad de tomar decisiones. Huir, huir, lo único que puede hacer este hombre. Huir llevándose a Meadow, su hija de 6 años –claramente la más madura de los dos–, ir pensando a medida que maneja, dejar que se lance su pedido de captura. Su falsa identidad ya ha salido a la luz y ahora es un loco que viaja por la ruta con una niña robada.
Huir. Autojustificarse. ¿Puede hacer otra cosa? Erik, en su confesión, le cuenta a su esposa que una vez, cuando era chico, un compañero de escuela quiso golpearlo y en lugar de enfrentarlo él salió corriendo. Cuando llegó a su casa y se lo dijo a su padre, aquel alemán lacónico le respondió con una frase que quizás sirva para explicar todas sus acciones: “lo natural es huir”.
De eso trata esta hermosa novela. De la memoria y el olvido, de las trampas y las mentiras, del modo en que construimos nuestra identidad.
“El olvido no existe”, se repite una y otra vez Erik. Ha tratado de ser otro, ha buscado eso en la estrategia de cambiar su nombre. Sin embargo, siempre es él.
Otro tema que atraviesa la historia de Las buenas intenciones es el de la paternidad. Erik es alguien que desea ser padre pero que descuida completamente a su hija. Un negligente, un irresponsable, un negador. Un impostor, un fabulador, un egocéntrico. Un personaje que, por sus acciones, debería generarnos rechazo. El increíble logro de la escritora Amity Gaige es haber conseguido que la voz de Schroder genere empatía, que uno llegue a comprenderlo a la vez que se horroriza de ese hombre irremediablemente inmaduro.
Dice el refrán que “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”. Esa es la historia de Erik Schroder, alguien que difícilmente pueda ser catalogado como una “mala persona” pero que construye un infierno apilando sus deseos.
Por detrás del relato aparece la Historia con mayúscula. Cómo la división de Alemania y el Muro de Berlín pueden haber marcado las vidas de las personas. Cómo la infancia en una ciudad dividida y la huida a un país extranjero pueden dejar huellas imposibles de remontar.
Amity Gaige nació en Estados Unidos en 1972. Las buenas intenciones es su tercera novela. La autora declaró en una entrevista: “Alguien me dijo una vez que todos mis libros tratan sobre la identidad. Es cierto. Quién sabe por qué. Fui consciente, de manera temprana y turbadora, de que el yo es una construcción. Y por desgracia no he podido quitármelo de la cabeza. En gran medida ‘decidimos’ quiénes somos. Nos enseñamos a nosotros mismos a tener ciertas cualidades. Pero quién sabe si, incluso a pesar de eso, se trasluce un yo con el que nacemos, que es mejor o peor del que proyectamos. Supongo que eso mismo está en la novela”.
Eugenia Almeida
Publicado originalmente en Ciudad X
No hay comentarios:
Publicar un comentario