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sábado, 26 de noviembre de 2016

Un aire de familia



En la Historia de la Literatura existen muchos casos de padres e hijos unidos por la escritura. ¿Qué es lo que está en juego cuando eso sucede? De los Dumas a Los King, un repaso por algunos casos famosos.

Padres e hijos. Lazos de por vida que no hemos elegido y que no podemos deshacer. Si hubiera que elegir una sola palabra para definir esa relación quizás la más adecuada sería “compleja”. A ese vínculo y su complejidad se les puede agregar una variable más. ¿Qué pasa cuando padres e hijos eligen la misma profesión? ¿Y qué pasa si ese punto en común es la literatura?

Familias de escritores. Existen muchísimos ejemplos y diversas posibilidades, correspondidas o no: la admiración, el desprecio, la indiferencia, la competencia, el enriquecimiento.

Tessa y Roald Dahl; Carol y Mary Higgins Clark; Auberon y Evelyn Waugh; Mary Shelley y su madre, la escritora y filósofa Mary Wollstonecraft;  David y John Updike; John Steinbeck  y sus hijos John IV y Thomas; Christopher y J. R. R. Tolkien; Klaus y Thomas Mann; Elvira Orphée y  Flaminia Ocampo; Benjamin y John Cheever; Seepersad y VS Naipaul; Esther Tusquets y Milena Busquets. Apenas se comienza a buscar, la red de “padres e hijos escritores” viene llena de nombres. Y, a veces, de un solo nombre que sirve para designar a dos personas. 

A partir de 1840, hubo cierta confusión en el ambiente literario francés. Había dos Alejandro Dumas escribiendo. El mayor, autor de Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo. El menor, autor de La dama de las camelias. Dumas hijo nació cuando Dumas padre tenía 22 años. La madre era una modista. Dumas padre se negó a reconocer el bebé. Siete años después, cuando nació su hija, la madre de la niña, la actriz Catherine Lebay, le exigió que reconociera también al primogénito. Dumas aceptó. “Hacerse cargo” significó separarlo de su madre para dejarlo en un colegio, algo que marcaría la obra literaria del hijo, en la que muchas veces aparecen mujeres que sufren injusticias. Quizás haya sido Dumas hijo quien mejor resumió esa relación cuando confesó: “Mi padre es un niño grande que tuve cuando era pequeño”.


Herencia pesada

John Fante nació en 1909, en Estados Unidos. Familia pobre. Inmigrantes italianos. Padre alcohólico. Escribe. Vende su primer cuento. Cuartos de pensión, empleos precarios. A los 29 años publica su primera novela. No logra el reconocimiento que espera. Cada día es más pobre y está más furioso. Hasta que llega una oferta de Hollywood y el alivio económico. Pero también la sensación de “haberse vendido”. Fante se refiere a sí mismo y a otros colegas como “mercenarios de la pluma”. En 1937 conoce a la poeta Joyce Smart. Tienen 4 hijos. Dan es el segundo. Para Dan, el viejo sólo está interesado en sus amigos, el juego y el alcohol. John replica sus experiencias de infancia: alcohol y violencia. Su hijo dirá años después: “Nuestra vida familiar era un infierno”. Para él su padre es un tipo despreciable y, a la vez, un escritor insuperable.  

Cuando Dan era chico recibió correo de su padre, desde Roma. Decía: “Me escribiste una carta muy bonita, limpia, clara, directa al grano. Tal vez seas un escritor, como yo. Piénsalo.” Dan lo pensó durante años. Cuando su padre murió decidió dejar el alcohol y escribir. Su primera novela recibió más de treinta rechazos. Pero siguió. En uno de sus libros, Dan dejó de lado todo eufemismo y se centró en lo autobiográfico. El título es muy descriptivo: Fante, un legado de escritura, alcohol y supervivencia.

Dan escribe. Como su padre. Autodestrucción, alcohol y esa mirada vuelta hacía sí misma tan característica de cierta literatura norteamericana escrita por varones blancos. Registros autobiográficos de hombres que se perciben  a sí mismos como una especie de catástrofe genial que fracasa exitosamente. Una selfie del desastre. Ensalzamiento del yo con un gesto de asco. Tanto asco que parece amor. No sorprende que a Bukowski le haya fascinado la escritura de John Fante.

Dicen que cuando Dan le contó a su padre que quería escribir, John le dijo: “Una buena novela puede cambiar el mundo. Recuerda eso cuando te sientes delante de la máquina de escribir.”



Familia de terror

Stephen King no comulga con las visiones edulcoradas de la paternidad y se atreve a decir públicamente que su tercera novela, El resplandor, fue su “confesión” de que los hijos a veces se perciben como una carga agobiante. La novela estaba dedicada a su hijo, un niño que en ese momento tenía 5 años. El chico creció y, en 2005, publicó su primer libro. Eligió hacerlo en un país extranjero (Gran Bretaña) y con seudónimo. Joe Hill. Nada de recurrir a la fama del padre. 

El libro fue bien recibido y Hill decidió, dos años más tarde, publicar una novela. Fue el momento de dar a conocer su secreto: era el hijo de Stephen King. 

Hill reconoce ser un admirador de la obra de su padre y resume su desafío en unas líneas: “Lo más difícil para mí fue crear una identidad, especialmente como escritor. No en contra de él, no en lucha con él, sino a un costado: la pregunta era cómo encontrar mi carril.”

El escritor Peter Straub –amigo de la familia– cuenta que Stephen King solía jugar con sus hijos a inventar historias. Planteaba escenarios y luego les preguntaba cómo seguir. Quizás aún estén jugando: la última novela del hijo entabla un diálogo con un libro clásico del padre; el padre retoma en uno de sus libros las criaturas que ha creado el hijo. Como bien dice Joe Hill: “Todo escritor es hijo de otro escritor. Puede que no lo sean de sangre, pero son hijos literarios. (…) yo luché con algo muy excepcional y extraño, que es ser hijo de sangre de mi padre literario.”


En el nombre del padre

Kingsley Amis escribió novelas, poesía, cuentos, ensayos, crítica y guiones para radio y televisión.  En su juventud fue parte del grupo de escritores conocidos como “Los iracundos”. 

Martin nació en 1949, cuando Kingsley tenía 27 años. Alguna vez el padre dijo que su hijo “era demasiado listo para resultar tan mediocre como escritor.”

La relación nunca fue sencilla. Martin cuenta que sintió un “intenso e instantáneo dolor” cuando Kingsley le dijo que "no pudo" con su segunda novela. Su libro Experiencia parece ser el territorio que el autor utilizó para hacer cuentas con su padre. Allí, Martin describe con detalle la vida de Kingsley y su relación con el alcohol.

Es curioso cómo Martin vuelve una y otra a su padre. En diferentes reportajes, hablando de diferentes temas, una estructura se repite: “mi padre tal cosa, yo tal otra”. Como si siempre estuviera atrapado en una dinámica de separación, de distinguirse de ese otro que también lleva su apellido. Le preguntan si el ritmo editorial lo presiona y dice que no; que él no publica un libro por año aunque su padre sí lo hacía. Cuando le preguntan sobre poesía, Martín cierra su respuesta diciendo: “Mi padre escribía poesía. Yo no.” Le preguntan sobre la crítica y vuelve a mencionar a su padre. Le preguntan cómo ordena su biblioteca y responde: “Mis libros están divididos en dos áreas. Ficción y no ficción. Luego los ordeno por autores. Mi padre y yo, sin embargo, estamos juntos en un estante.”
Martin vive en el mismo barrio donde vivió Kingsley.



Ciertas resonancias

Luisa Valenzuela nació cuando su madre, la escritora Luisa Mercedes Levinson, tenía 24 años. A la casa de infancia llegaban de visita escritores como Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, María Emilia Lahitte, Conrado Nalé Roxlo, Siria Poletti y Ernesto Sábato. Valenzuela recuerda que cuando Borges y su madre escribieron juntos el cuento “La hermana de Eloísa”, ella oía las risas que venían de la habitación en la que estaban trabajando. Un recuerdo que agradece porque eso le dejó la convicción de que escribir era una actividad llena de alegría.

Al hablar de la relación con Levinson, Valenzuela cuenta una escena inaugural. Sexto grado. La maestra le pide a la madre que ayude a la hija con sus “composiciones”. La niña tenía algunos problemas con esas tareas. Levinson hace lo suyo: escribe pensando “en la mentalidad de una nena de once años”. A la hija esa redacción le parece “bochornosa”. Decide escribir su propia historia.

Cuando le preguntan a Valenzuela qué opinaba Levinson de sus libros responde que no sabe. Ella siempre leía todo lo que escribía su madre porque la ayudaba a corregir sus manuscritos. Pero no sabe si su madre leía lo que ella escribía. Aunque recuerda un detalle, una anécdota. 1980. Valenzuela, que vivía en Nueva York, había llegado a la Argentina de vacaciones. Estaba escribiendo Cola de lagartija. Levinson escribía El último zelofonte. Madre e hija se iban leyendo tramos de lo escrito y, según cuenta Valenzuela, “surgió una especie de afinidad porque las dos teníamos alguna escena sobre el cuerpo de Evita. Las novelas no tienen nada que ver, pero esas páginas tenían algo extraño en común, como una resonancia.”  


Juegos de infancia

En la casa de los Martínez no había televisor porque Julio no quería que nada distrajera a sus hijos de la lectura. Cada domingo había un ritual inalterable: reunía a los hijos, les leía un cuento y les pedía que cada uno escribiera. Luego había un “certamen literario de entrecasa” en el que los textos eran evaluados según “Originalidad, Resolución, Redacción, Prolijidad y Ortografía”. El cuento ganador era pasado en limpio en la máquina de escribir del padre. Su autor recibía un chocolate como premio.

Guillermo Martínez siguió con esos juegos ya por fuera de la familia. Participó de muchos concursos, publicó sus primeros libros, se convirtió en un nombre clave de la literatura argentina. 

Julio también escribía. Y era el primer lector de lo que escribía su hijo. Lo ayudaba pasando a máquina sus borradores. Cada vez que el hijo visitaba la casa paterna en Bahía Blanca, intercambiaban los cuentos que habían escrito. Los cuentos que el padre guardaba en un cajón esperando el momento del encuentro, ese espacio en el que el juego de infancia continuaba.

Después de su muerte, sus hijos decidieron publicar Un mito familiar, un libro que recopila historias inéditas escritas por ese ingeniero agrónomo que pasó toda su vida escribiendo, sin pensar en publicar. En el prólogo, Guillermo Martínez cuestiona el “cliché” (propuesto por el psicoanálisis y la crítica literaria) de la necesidad del parricidio en la literatura. El escritor rompe con ese lugar común al decir que nunca quiso matar (ni siquiera simbólicamente) a su padre escritor porque fue justamente él quien le acercó lecturas fundamentales y “el ejemplo sostenido de su tecleo en el cuartito”.


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Número Cero



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