Eugenia Almeida es escritora, pero casi fue cantante. Se define ermitaña y dice que con escribir y leer le alcanza para ser feliz. Acaba de publicar su tercera novela, el policial “La tensión en el umbral”.
Por José Playo
El cenicero que usa Eugenia tiene forma de pez pequeñito. Es el que está vigente desde que se propuso dejar de fumar. Y estuvo cerca de lograrlo, pero sucede que tras las inundaciones en las Sierras Chicas, este verano, la angustia hizo que el vicio se empantanara en la casa de Unquillo. En lo que dura la charla, el pez pequeño se come sin chistar tres colillas. Y a medida que avanza la tarde, la luz que pasa por las ventanas se pone más azul que el cielo.
Eugenia Almeida vive en un presente continuo que se parece mucho al que hubiera deseado plantearse como objetivo si fuese la clase de persona que se planteara objetivos a mediano plazo. Pero no es su estilo. Para ella alcanza con que haya una estufa rusa (que es la prima hermana de una salamandra), unas paredes de madera, un buen puñado de amigos que entiendan sus ganas de estar en soledad con sus libros, y un trabajo que permita mantener su esquema de lecturas y escrituras en movimiento.
Sobre el final de la charla, confesará que este presente se parece mucho a lo que deseaba cuando fantaseaba con un estado ideal: tener tiempo para leer y para escribir. Que su trabajo sea precisamente eso. Mientras tanto, debajo de esta charla de siesta de mes de julio, la fuerza centrífuga de su voluntad se encarga de mantener a raya los detalles de su vida familiar. No hacen falta esas pinceladas para su retrato. Bien guardados pueden quedar también los recuerdos laborales de fregar pisos con lavandina, puesto que para pintar el presente de Eugenia no es necesario reconstruirla con pinceles tan meticulosos. Sí se puede decir que, de no haber sido porque la timidez le jugó una mala pasada, hoy tal vez este retrato bien podría ser el de una cantante y no el de una escritora.
Así de caprichosa es la suerte: “Cantaba en los pubs, sí. Te hablo de los años 1987, 1988, 1989. Cantaba temas míos. Recién arrancaban los pubs –cuenta Eugenia–. Empezaba Pizarrón en la Duarte Quirós. Empezaba toda esa movida. Cuando estaba terminando la secundaria grabé algunos demitos caseros, pero no pasó de ahí. La última vez que canté fue en un recital con mi amigo Fede Comín, creo que en el año 2002, en Alta Gracia. Después de eso, nunca más”, resume.
Eugenia cambió la voz del micrófono por la voz narrativa. Pero no se trató de una decisión consciente. Se encargará varias veces de aclararlo. Lo que la escritora hace no responde, la mayoría de las veces, a la traza de una voluntad, sino a una simple consecuencia. Alcanza con repasar su formación como lectora.
Leo leo
“Cuando era chica, recuerdo, mi vieja tenía una biblioteca modesta pero muy interesante –explica Eugenia–. Por mi parte, tengo un ritmo de lectura endiablado; en casa no había holgura, así que se encargaba de pedir prestados los libros a sus compañeros de trabajo y todos colaboraban. Y cuando se podía, se compraban algunos. De grande estudié Letras un año y medio. Después dejé la carrera y durante mucho tiempo seguí inscribiéndome todos los años nada más que para sacar libros de la biblioteca. La biblioteca de filosofía me ha salvado literalmente en momentos difíciles”, confiesa.
La pasión de Eugenia por la lectura la llevó a leer, por ejemplo, libros de física, con los que pudo comparar las predicciones futuristas de los libros de ficción. La enumeración de materias y disciplinas es casi tan amplia como el entusiasmo por conocerlas. Para ella, el proceso de esas lecturas también fue a la par de la escritura, no como una intención de crear una obra, sino como una manera natural de experimentar las dos instancias de un mismo viaje.
Mientras tanto, la joven Eugenia debía atender al mandato social y tenía que terminar una carrera, ya no sólo por el placer de una lectura, sino por la necesidad de tener bajo el brazo un título que le permitiera entrar en el mundo profesional en el que se desenvolvía el resto de los mortales: “Cuando decidí estudiar comunicación lo hice en función de qué carreras se podían cursar de noche en la Universidad Nacional y gratis –explica Eugenia–, ese era mi parámetro; yo laburo desde muy jovencita y necesitaba una carrera que pudiera cursar después de las seis de la tarde, cuando salía del trabajo y tenía tiempo libre”.
Fórmulas sencillas
La contabilidad de Eugenia tiene la simpleza de los ábacos infantiles, y a la manera en que esas cuentas de manipulación sencilla dan resultados claros, para ella, la tranquilidad económica se obtiene cuando puede comprar un libro, cuando sus finanzas le permiten entrar en una librería y llevarse bajo el brazo el texto que quiere.
Esa forma de ver la vida está impresa en el envés de su mirada, en la pausa que se toma para pensar la respuesta adecuada a una pregunta prejuiciosa, y a la forma precisa de corregir una afirmación equivocada por parte de quien ha malinterpretado una manera de vivir y sentir, confundiéndola con una mera postura. “Escribo desde que me acuerdo, como una variable de leer, como parte del mismo placer. Desde que aprendí la técnica, jamás pensé en convertirme en autora, ni siquiera cuando compartí algunas cosas con otra gente. Es más, nunca pensé en publicar, de hecho la primera publicación me agarró por sorpresa”, dice.
Eugenia se refiere a la publicación de su ópera prima El colectivo, novela con la que ganó en 2005 el Premio Internacional de Novela del Salón del Libro de Gijón, España. En ese momento, Almeida era una escritora inédita que todas las noches llegaba de su trabajo y se ponía a engordar una novela por puro placer. Una amiga le pasó las bases del premio. Era una locura, había que imprimir, anillar, mandar a España. Un platal.
“Volví del correo diciéndome ‘qué boluda, qué boluda’”, recuerda Eugenia. Sin saber que ese mantra se convertiría al poquito tiempo en la posibilidad cierta de su nombre dentro del catálogo de una editorial internacional. Sin proponérselo, y sólo a fuerza de escribir palabra por palabra, había conseguido hacerse un lugar.
Presente
“Vengo bastante conforme con mi vida en general; cada vez trabajo más en áreas que tienen que ver con los libros, toda mi vida leí como una desgraciada, y ahora me dan unos mangos para que cuente qué me parecieron. Hace unos años me quejaba porque me hacía mal la lavandina con la que tenía que limpiar casas que no eran la mía y ahora trabajo en relación a los libros, que es lo que siempre hice por placer. Y si alguien me dice algo, puedo decir ¿sabés qué? Estoy trabajando. Eso para mí es un gran sueño. Y además puedo escribir”.
Eugenia le da de comer una colilla más al pez antes de seguir. Le falta hablar de su última novela, La tensión del umbral, un policial que comienza con un suicidio en medio de la calle. Una investigación con un periodista sobrepasado por el caso. Comenzó a escribirla en 2010 en Francia, y ya está lista.
“Mi disfrute está en escribir –explica Eugenia–, pero lo que me a mí me sacude no es la carrera en sí, sino el encuentro con los lectores, que me digan ‘che, leí esto y me gustó’, o ‘che, se me ocurrió por qué no hiciste tal cosa’; porque es lo que me pasa a mí cuando leo. Entonces, en un mundo desastroso como este, lleno de violencia, algo que me produce mucho placer puede darle a alguien más un buen rato, ¡qué más puedo querer! Escribir no es mi trabajo, es mi placer, es lo que soy”.
Mientras la siesta va calentando el aire de Unquillo, Eugenia ensaya formas de contar historias nuevas al amparo de una soledad que cultiva como ella sabe y necesita en ese reino que ha sabido conquistar en su cueva.
Eugenia podría dejar de fumar. Podría encender un fuego. Si no lo hace es porque hay una fuerza centrífuga invisible en su interior que escapa al entendimiento de la mayoría. En esa geografía lejana tiene todo lo que necesita. Una estufa que responde cuando hace falta, un pez discreto que abre la boca sin chistar. Y amigos que tienen las coordenadas precisas para encontrarla si es necesario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario