Relaciones de poder
Jonathan Franzen nació en Estados Unidos en 1959. Hijo de un ama de casa y un ingeniero, cuando era adolescente les prometió a sus padres que si no publicaba un libro antes de los 25 años dejaría la escritura y se dedicaría a estudiar Derecho. Tardó tres años más en cumplir su promesa: en 1988 publicó Ciudad veintisiete. En 1996 la revista literaria Granta lo incluyó entre los veinte mejores novelistas jóvenes de su país. En 2001 su novela Las correcciones causó un revuelo en el ambiente literario norteamericano y Franzen se convirtió en una figura pública. Nueve años después, cuando publicó Libertad, la revista Time lo puso en tapa con un título taxativo: “El gran novelista estadounidense de nuestro tiempo”.
No debe ser fácil ser Jonathan Franzen. Quizás esa tapa y ese título lo han dejado solo ante el peso de semejante distinción. Hubo una época en que las expectativas se repartían entre él y su amigo David Forrest Wallace. Cuando éste se suicidó, Franzen quedó en el incómodo rincón del que debe cumplir un mandato demasiado ambicioso. Esa utopía de escribir la “gran novela americana” que acosa a tantos escritores estadounidenses y que suele convertirse en un calvario. El hambre de “contarlo todo” puede derrapar en un exceso que es sólo acumulación.
La última novela de Franzen, Pureza, ha recibido críticas elogiosas y otras despiadadas. Entre estas últimas hay un abanico amplio que va de acusaciones de misoginia a la lapidaria definición del Gawker Review of Books: “es un irrelevante pedazo de mierda”.
Secretos de familia
Es casi imposible contar el argumento de las novelas de Franzen. Son tantos los personajes, los escenarios y los temas que, escriba uno lo que escriba, siempre parecerá poco. Una marca de estilo que vuelve a repetirse en Pureza.
Purity tiene 23 años. Sobrevive a base de trabajos precarios. Tiene una deuda de ciento treinta mil dólares con la universidad donde estudió. Sabe que es imposible conseguir ese dinero. Comparte una casa con una serie de personajes marginales. Purity, a quien todos llaman Pip, está enamorada de Stephen. Para ella resulta terrible escucharlo decir que la quiere “como una hija”. Hay algo ahí que duele más de lo esperado. Pip no sabe quién es su padre; su madre nunca ha querido decírselo. Sobre ese silencio y esa ausencia gravita gran parte de su vida. La falta de dinero, la falta de padre y la falta de amor se atan en un solo eje cuando decide buscar a su padre para exigirle que se haga cargo de su deuda universitaria.
Pip conoce a una mujer alemana que trabaja en la defensa de los derechos de los okupas. Es ella, Annagret, la que le habla de Andreas Wolf, un activista que ha encontrado refugio en Bolivia después de ser acusado de piratería y espionaje en diferentes países. Allí ha fundado el Sunlight Project, una organización que saca a la luz los secretos de los poderosos, mediante la filtración de documentos. Annagret hace todo lo posible para reclutar a Pip y convertirla en parte del equipo que trabaja en Bolivia. Cuando todos sus argumentos fracasan, logra interesarla ofreciéndole ayuda para descubrir quién es su padre y dónde está.
Pip pasará un tiempo en esa especie de granja que es el Sunlight Project, donde se reproducen ciertas estructuras que basculan entre una comunidad, una secta y un partido político. Edificios llenos de jóvenes que trabajan como si cumplieran una misión; pivoteando alrededor de Wolf, una especie de padre, modelo, mesías y gurú. El poder del carisma personal en su expresión más extrema.
Totalitarismos
Wolf nació en Alemania Oriental en 1960. Durante su juventud se opuso, como pudo, al gobierno comunista. Sin embargo fue una oposición frágil, narcisista, hecha a su medida: un “niño bien”, hijo de funcionarios supuestamente ejemplares, héroes del Partido Comunista. Wolf luchará más contra su familia que contra el régimen. Un gesto de rebeldía que podría leerse casi como un capricho infantil le hará romper definitivamente los lazos con sus padres. Alejado de su entorno, en cierto momento Wolf cometerá un crimen. Durante la caída del Muro de Berlín, la necesidad de proteger su secreto lo pondrá en un escenario particular y lo dejará ante los ojos del mundo como un ejemplo de resistencia. Con el tiempo, Wolf sabrá ir torciendo la realidad para crear un relato épico de sí mismo. Lo que fue oportunismo o salvataje individual se disfraza de acto de heroísmo. Poco a poco va haciéndose conocido y convirtiéndose en un referente para aquellos que luchan por la transparencia. Su pasado es cada vez más pesado. ¿Quién confiaría en alguien que se jacta de exponer a la luz los secretos más oscuros y sin embargo oculta algo tan grave sobre sí mismo?
El relato de la vida de Wolf es, quizás, lo más interesante de Pureza. Allí el autor expone el modo en que ciertos regímenes que pretendían ser equitativos y postulaban la igualdad como valor tenían en realidad una doble moral, permitiendo y propiciando privilegios para unos pocos que terminaban convirtiéndose en una suerte de aristocracia.
Wolf no sólo es consciente de esa doble moral sino que, con el paso de los años, tendrá una mirada crítica sobre Internet y la comparará con el Régimen comunista de Alemania Oriental. En este punto, el personaje y el escritor comparten una mirada. Franzen ha declarado en múltiples entrevistas su desconfianza hacia las nuevas tecnologías. Alguna vez dijo: “Hubo una época, la del comunismo, en la que la respuesta a todas las preguntas era: socialismo. Hoy esa respuesta es: redes sociales, internet. Damos un enorme poder a las grandes corporaciones que pretenden definir y dirigir todos los términos de nuestra existencia. Hay algo totalitario en internet, porque el totalitarismo no son solo los desfiles, la policía secreta, la ideología, es que te impongan algo que no tienes opción de rechazar.”
La apuesta
Franzen hace una jugada ambiciosa. Los temas que ocupan su novela son muchos y muy profundos: la búsqueda de identidad, los secretos familiares, la violencia de género, los movimientos contestatarios, las persecuciones políticas, los regímenes totalitarios, la relación entre padres e hijos, la infidelidad, los problemas de pareja, el abuso de poder, las relaciones entre hombres y mujeres, la culpa, el deseo de maternidad, los servicios sociales, la adolescencia, el deseo, las frustraciones, las nuevas redes sociales, la pérdida de intimidad, la discapacidad, la pobreza, la uniformidad de los discursos, la contaminación, la vigilancia estatal, el espionaje, la carrera armamentista, la corrupción, el consumo de drogas, la obediencia, la paranoia, la manipulación y el rol del periodismo como actor social y político. Finalmente, todo se resume en un punto: el poder.
Es importante destacar que casi todo se aborda desde la esfera de lo individual. Aun cuando se habla de lo social, se está hablando desde un ángulo individual. Da la impresión de que lo social es aquí sólo la superposición y acumulación de individuos. Quizás en ese aspecto Franzen sí haya podido reflejar algo nodal de la idiosincrasia estadounidense: la primacía de los individuos por sobre la idea de comunidad.
En gran parte del relato hay una mirada conservadora. No sólo en el tipo de estructura narrativa sino también en lo ideológico: por ejemplo, en el rol que se le otorgan a hombres y mujeres. O en ciertos residuos freudianos que insisten en presentar las relaciones con los padres como matriz fundacional de las relaciones amorosas.
Con un homenaje explícito a la obra de Charles Dickens y referencias a personajes reales como Markus Wolf, Julian Assange, Ted Kaczynski y Edward Snowden, Pureza da la impresión de ser muchos libros en uno. Cada lector decidirá si eso es algo para celebrar o para lamentar.
Eugenia Almeida
Publicado originalmente en Ciudad X
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