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jueves, 24 de marzo de 2016

24 de marzo de 1976 / 24 de marzo de 2016 - 40 años / 40 historias



1977. Tengo cinco años. Mi madre me lleva “al centro”. Vivo en un barrio de la periferia y una salida como esta es prácticamente una fiesta. Caminamos por avenida General Paz. Oigo el chirrido de unas ruedas.

Algo me hace sentir un pánico helado. Una sensación que no sé nombrar pero que reconozco como familiar. Levanto la vista. Hay un auto, en medio de la calle, cruzado, las puertas abiertas. Han bajado dos o tres hombres. Uno tiene un arma en la mano. No sé qué es. Un arma larga.

Al volante, un tipo de bigotes con un cigarrillo en la boca. Los que bajaron persiguen a alguien que está corriendo. Lo atrapan. Lo arrastran. Lo van golpeando. Lo suben al auto. Todo eso, en un instante.

Miro alrededor. La gente en la calle está congelada. Inmóvil. Una multitud de estatuas de sal. Todos miran al suelo. Mi madre también. Siento cómo su mano aprieta la mía. Con una fuerza casi insoportable.

¿Me está diciendo que no me mueva? ¿Que no hable? ¿Que no tenga miedo? ¿Qué me dice en este momento en que asisto a la espantosa ferocidad del mundo? No lo supe entonces. No lo sé hoy. No dijimos nada al volver a casa. Nunca pregunté.

Once años después, mi madre murió. Parte de la herencia de aquella época es un silencio (indescriptible, repleto) y una mano que dice algo intraducible. A ese silencio y a ese gesto vengo tratando de ponerles palabras desde entonces.


Eugenia Almeida






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