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jueves, 28 de abril de 2016

Bitácora El Sosneado (Filba Nacional San Rafael)

Algunos escritores invitados al Filba Nacional San Rafael 
visitamos diferentes lugares y luego escribimos sobre esa experiencia. 

El poeta mendocino Gabriel Jiménez y yo viajamos hasta la 
Escuela albergue de El Sosneado, un pequeño pueblo de apenas 50 casas, 
en el interior de Mendoza. 

Esta es mi bitácora de ese día.





Nombres

Nunca deja de sorprenderme hasta qué punto la mirada condiciona el acontecimiento. Cómo lo que nos habita se pone en juego para develarnos una parte del mundo y dejar otras en la sombra. El neurólogo Gerald Edelman decía que “toda percepción es un acto de creación”. A eso me refiero: al modo en que lo que hay se nos revela, respondiendo a ciertas búsquedas que tenemos en mente. 

Desde que llegué a San Rafael estoy pensando en nombres. No sé explicar por qué. Nombres. Todo lo que cabe en ellos. Lo que implican en nuestra cultura. Las funciones, los usos. Lo intraducible de un nombre.

Segundo día del Filba en San Rafael. La tormenta de ayer dejó un soplo helado, la huella del granizo. Salimos para El Sosneado. Pablo, Caro, Juli, Gabriel y yo. Vamos a conocer la escuela del pueblo. Vamos a llevar unos libros y a colaborar con la  biblioteca.

La primera parte del camino se parece a las Altas Cumbres, en Córdoba. Pero en cierto punto las curvas se convierten en un llano infinito. Un llano de piedra, de cierta aridez. Un paisaje de montaña sin montaña. Trato de recordar si la geografía ofrece un nombre para esto.

La ruta: líneas blancas y amarillas. El mate. Las conversaciones. Juli me cuenta cómo dejó Buenos Aires para venir a San Rafael. Hago preguntas. La conversación es uno de los rituales más extraordinarios que conozco. Tan sencillo y tan complejo. Tan perfecto. Tan lleno de la intención de comunicarse y tan poblado de las imposibilidades del lenguaje.

Señalo algo afuera. Una máquina enorme, una especie de pájaro metálico que mete el pico en la tierra para extraer algo. ¿Petróleo? Pregunto el nombre de la máquina. Veo en la ruta los carteles verdes con letras blancas. Los kilómetros que faltan para llegar a algún destino. Nombres y recorridos.

Llegamos. Cortina de álamos sobre la ruta.

Al edificio lo habitan dos escuelas diferentes: durante quince días, la secundaria; luego otros quince días, la primaria. Los chicos y los maestros comparten esos quince días viviendo juntos. Una escuela albergue que hoy está casi vacía. Los chicos de la primaria se han ido a Malargüe. Una salida. Hoy sólo están en clase los chicos del jardín.

Nos recibe la directora. Norma. Los nombres importan. Siempre significan algo.

Norma nos cuenta algunos detalles de la vida cotidiana. Cómo se las arreglan para mantener a distancia murciélagos y ratas. Murciélagos y ratas. Una escuela albergue. Quince días de convivencia. El sol pero el viento frío. Un amarillo deslumbrante ahí afuera, un amarillo que no logro ubicar porque parece estar en todos lados. Pienso que todo esto podría ser parte de un cuento de Samanta Schweblin.

Viene a saludarnos Deo, la cocinera. No me animo a preguntarle de dónde viene ese “Deo”. ¿Deolinda? ¿Deodora? No me animo a preguntárselo porque hay algo en su sonrisa que me ha deslumbrado. Algo en ella me ha recordado mi propia infancia, un comedor con mesas de madera, un grupo de chicos, un almuerzo en bandeja de lata, el ruido de los cubiertos, una mujer que se secaba las manos en el repasador como lo está haciendo Deo, una mujer que fue amable conmigo cuando había desamparo. No recuerdo su nombre. Una cocinera de la escuela. No. Recuerdo. Su nombre.

Empezamos a trabajar con los libros. Parecemos chicos. Pablo se sienta en el suelo como un indio. Caro, Juli y yo nos pasamos lo que vamos encontrando. Gabriel ordena la sección de literatura. Hay un piano tapado con una manta. Hace un rato, uno de nosotros trató de sacarle unas notas. No vi quién.

Caro acomoda libros y, atrás de ella, una ventana donde aparecen las puntas de los álamos.

Juli me cuenta que ayer, en la biblioteca popular de San Rafael, por puro azar, se encontró con el primer libro que leyó en su vida. Un libro que era de su madre y, antes, de su abuela.

Mientras charlamos, entre las hojas de los libros vamos encontrando boletos de colectivo, tickets, papelitos. ¿Adónde iría la persona que recibió el boleto 64031 serie 449 de la línea 512?

Llega Charo, la delegada municipal. Sus hijos vienen a esta escuela. Tiene una forma de sonreír propia de los lugares de frontera, donde el viento limpia y castiga. No puedo describir eso. Pero cualquiera que conozca ese viento sabe de lo que hablo.

Camino por el patio de tierra. Los chicos están jugando con su maestra. Sobre una de las baldosas, antes de que el cemento se secara, alguien escribió “Duilio” con una letra recta y precisa.

Me acerco al aula. Oigo voces. Me da pudor quedarme ahí. Aunque no llego a escuchar bien, supongo que es una conversación privada. Pero hay algo, en los sonidos, que me llama. Me acerco a la puerta y pido permiso. Las voces siguen como si no me hubieran oído. Doy un paso. Entro. El aula está vacía. Desde un equipo de música un hombre y una mujer cuentan la historia de “El gato con botas”.

Estoy de pie, en la sala, cuando el cuento termina y, luego de unos segundos, empieza a sonar una canción. No es cualquier canción. Es muy importante para mí. ¿Qué hago en un aula vacía, en una escuela rural del interior de Mendoza escuchando los primeros acordes de “Zombie” de los Cranberries?

Caen unas gotas. Los chicos vienen a refugiarse en el aula. Me ven ahí, con mi libreta verde en la mano, saltan, preguntan qué hago. De repente estoy sentada a una mesa, rodeada de diez chicos de cuatro y cinco años, que se ríen, que dicen sus nombres, que aceptan eufóricos mi libreta y mi lapicera, que allí van poniendo letras o líneas o círculos o huellas de esto que estamos compartiendo.

Algo se detiene y es perfecto. Gabriela, Jorge, Priscila, Silvana, Jerónimo, Fer, Valentina, Victoria, Guadalupe y Lupita. Algo que sólo puede decirse con estos nombres.


Eugenia Almeida


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