1948. Mientras los israelíes celebran la creación de su Estado –un lugar donde refugiarse de las persecuciones y el genocidio–, los palestinos viven la Nakba (la catástrofe): 700.000 personas son expulsadas de sus tierras, los pueblos son arrasados. Ese es el año en el que nace Sumaya Farhat-Naser.
Vive en una tierra oprimida. Un ejército de ocupación decide la vida de todos. A los palestinos se los hostiga con ataques, con muros, con “carreteras de asentamiento” por las que no se puede circular. La gente queda aislada de sus cultivos, de sus familiares. Los olivares son destruidos. La confiscación de propiedades, los desplazamientos forzados, los campos de refugiados. La obligación de pedir permiso para viajar al extranjero. La prohibición de volver para muchos de los que se han ido. La violencia del ejército –misiles cayendo en plena calle– y también la de algunos colonos que disparan a sus vecinos. Los puestos de control por todas partes. Las demoras interminables para recorrer unos kilómetros. Los cines de Ramallah cerrados durante treinta años. Libros prohibidos y quemados. La discriminación, el apartheid, la segregación.
Cuando la autora termina de trazar el paisaje de la vida cotidiana en un país ocupado por un ejército extranjero, se esperaría que esté llena de rencor, de furia. ¿Qué es lo que hace que alguien contraponga al odio, a la locura, a la violencia, la firmeza de la paz?
A mediados de los 80 Farhat-Naser se contactó con algunas activistas israelíes. Tender un puente hacia aquellos que son considerados el enemigo puede ser cuestionado por propios y ajenos. Se corre el riesgo de ser llamado traidor, colaboracionista. Luchando contra esas limitaciones, un grupo de mujeres comenzó a reunirse de modo informal y clandestino. En 1988, seis palestinas y seis israelíes se encontraron en Jerusalén para discutir caminos en común. En el marco de esos encuentros, en 1994 se crearon dos organizaciones: Hija de la paz (Israel) y el Centro Jerusalén para Mujeres (Palestina). Ambas instituciones se asociaron para formar El enlace Jerusalén.
El trabajo no fue sencillo. No podía obviarse que uno de los grupos pertenecía a la fuerza ocupadora y el otro a las víctimas de esa ocupación. Las mujeres palestinas pedían algo tan básico que sacude: que el Estado de Israel cumpliera con los Acuerdos de Oslo y con las resoluciones de la ONU. Algo que, aún hoy, no se ha logrado.
Farhat-Naser (directora del Centro Jerusalén para Mujeres hasta 2001) describe las discusiones, los malentendidos, los debates, el recorrido y el esfuerzo que exige construir un proyecto común. Son especialmente interesantes las cartas que intercambia con dos de las directoras de Hija de la paz: Daphna Golan y Gila Svirsky.
En la tierra de los olivos es valioso por lo que cuenta –en tanto material histórico y de denuncia– pero también como testimonio de la complejidad que implica trabajar con otros, intentar llegar a un consenso. El libro recuerda, también, que todo entendimiento posible debe tener como base el reconocimiento del otro. Y que no hay paz sin justicia.
Eugenia Almeida
Publicado originalmente en Ciudad X
Marzo de 2014
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