Las ocho de la mañana de un domingo. El teléfono suena. La noticia rompe el día: alguien llama para decir que el padre de Paul Auster acaba de morir. Ese es el germen de esta novela que vuelve una y otra vez sobre el lazo que una persona puede establecer con su padre, con su hijo, con los recuerdos, la memoria y la soledad.
¿Qué queda de nosotros después de morir? ¿En qué momentos terminamos de desvanecernos? ¿Hemos dejado algún rastro? Y si fue así ¿cuánto durará su presencia en el mundo?
Auster trabaja en el territorio de cruce entre autobiografía y ficción. En la primera parte de la novela, “Retrato de un hombre invisible”, el narrador reconstruye pieza a pieza la historia de su padre, “un perpetuo forastero, un turista en su propia vida”. Allí están las evidencias materiales, las cosas que el hijo deberá sacar de la casa, las fotografías, las huellas de un hombre que construyó a su alrededor un espacio de soledad “como forma de retirada, para no tener que enfrentarse a sí mismo, para que nadie más lo descubriera”. Junto a ese inventario irá apareciendo la historia familiar y un viejo secreto impreso en las páginas policiales de un diario.
La segunda parte, “El libro de la memoria”, se centra en la historia del hijo y cambia radicalmente de estilo y de tono. El registro se emparenta con el cuaderno de notas. Un hombre, en absoluta soledad, va dejando huellas de sus lecturas, de sus planes, de esa larga serie de mojones que puede unirlo o alejarlo de los demás.
Auster plantea aquí los temas a los que volverá a lo largo de toda su obra: la memoria, la escritura, las casualidades, las lecturas y los dobles. Quizás el eje de esta novela no sea la soledad sino la dificultad de comprender a alguien, de definirlo; lo precaria que puede ser la estrategia de “la anécdota como forma de conocimiento”.
Eugenia Almeida
Publicado en Ciudad X
2013
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