Alguna vez estuvieron muy cerca, sin saberlo. Era abril de 1948. Cerca de la pensión en la que vivía García Márquez, alguien asesinaba a Jorge Eliécer Gaitán. Estallaba lo que luego llamarían “El Bogotazo”. Por esas calles, participando en la revuelta, andaba Fidel Castro, un muchacho de 21 años, delegado estudiantil cubano.
Iban a pasar muchos años hasta que otro evento histórico volviera a reunirlos. 1959. La revolución triunfa en Cuba. Castro invita a periodistas extranjeros y a diversas personalidades a ser testigos de lo que estaba pasando. García Márquez está entre los invitados. Acaba de llegar a La Habana. Un discurso se oye en la isla. El autor colombiano recuerda: “Dos cosas llamaron la atención de quienes oíamos a Fidel Castro por primera vez. Una era su terrible poder de seducción. La otra era la fragilidad de su voz”.
Desde ese momento, el escritor quedó subyugado por la figura del líder cubano. Cuando regresó a Colombia, el compromiso estaba firme: volvía como corresponsal de la agencia de noticias Prensa Latina. Tiempo después continuaría con ese trabajo desde los Estados Unidos. No fue fácil. Durante los meses que vivió en Nueva York tuvo que enfrentar críticas y rechazos e incluso a un grupo de exiliados cubanos que lo amenazó con un arma.
Su relación con Estados Unidos era la contracara de su lazo con Cuba. El gobierno no estaba dispuesto a aceptar a ese colombiano que defendía públicamente a Castro. Decidieron aplicarle el mote de subversivo y negarle la visa. Había entrado en la lista de los indeseables. Fue Bill Clinton quien revisó esa decisión y anuló la orden de no dejarlo pisar suelo estadounidense.
García Márquez fue muy criticado por su apoyo incondicional al gobierno cubano. El punto de quiebre llegó en 1971. El poeta Heberto Padilla había sido encarcelado acusado de escribir “material antirrevolucionario”. Poco después hizo una autocrítica y una declaración pública en la que dijo arrepentirse de lo que había escrito. Ese episodio provocó que muchos antiguos aliados sintieran que ya no podían seguir apoyando la revolución. En total, 72 intelectuales (americanos y europeos) firmaron una carta pública a Fidel Castro. Las primeras líneas iban al núcleo del asunto: “Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de la confesión que ha firmado Heberto Padilla sólo puede haberse obtenido por medio de métodos que son la negación de la legalidad y la justicia revolucionarias”. Las últimas palabras eran una expresión de deseo y un reclamo: “Quisiéramos que la Revolución Cubana volviera a ser lo que en un momento nos hizo considerarla un modelo dentro del socialismo”. Entre los firmantes estaban Simone de Beauvoir, Ítalo Calvino, Marguerite Duras, Magnus Enzensberger, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Juan Marsé, Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Monsiváis, Alberto Moravia, José Emilio Pacheco, Pier Paolo Pasolini, Alain Resnais, Juan Rulfo, Jean Paul Sartre, Susan Sontag y Mario Vargas Llosa.
“Gabo” reforzó su posición, apoyó al gobierno cubano y fue duramente criticado. Vargas Llosa dijo que era un “lacayo” de Castro.
Contra esas críticas, el propio Plinio Apuleyo Mendoza –en su libro Aquellos tiempos con Gabo– resalta que García Márquez muchas veces se sirvió de su amistad con Fidel para intervenir en algunos temas y que fue él quien hizo las gestiones para que Padilla pudiera salir de Cuba en 1980. Según el autor, el Nobel colombiano habría intercedido para obtener la liberación de 3.200 presos políticos.
“Gabo” fue quizás, de aquel grupo inicial de intelectuales aliados de la revolución, uno de los pocos que mantuvo intacto ese lazo.
Eugenia Almeida
Publicado originalmente en Ciudad X
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