En 1972, trece años después de “El caballero inexistente”, Calvino publicó “Las ciudades invisibles”.
Marco Polo relata frente a Kublai Kan, emperador de los tártaros, los detalles de diferentes ciudades, cada una única en su forma. Allí van a aparecer –entre muchas otras– Isadora, la ciudad a la que se llega demasiado tarde; Tamara, donde todo es signo; Zobeida, construida siguiendo los dibujos de un sueño; Ottavia, la ciudad–telaraña; Eutropia, que siempre permite comenzar de nuevo; Ersilia, eternamente abandonada y reconstruida; Baucis, la ciudad suspendida; Perinzia, la ciudad de los monstruos; y Eufemia, donde a cada palabra dicha se responde con una historia que expande y enriquece los recuerdos.
Entre esos relatos –o “filosóficos poemas en prosa”, como los llamó su traductora Esther Benítez– se intercalan las conversaciones de Marco Polo y Kublai Kan.
“Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades”, dice Calvino en un preciso prólogo que detalla el proceso de escritura.
El autor vuelve una y otra vez sobre la idea de las fronteras y los mundos posibles. Como punto cumbre en la belleza de este libro –si es que podemos encontrar sólo uno– vale la pena transcribir el último párrafo:
“El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.”
Eugenia Almeida
Publicado originalmente en Ciudad X
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