Un hombre llega a un hotel de la ciudad de Providence. El portero le entrega una llave y una carta. Al abrir el sobre ve dos frases sobre el papel: “Estoy en Nueva York. Por favor no me busques, no sería lindo encontrarme”. Hay algo de amenaza en esas palabras. El sobre tiene el nombre de un hotel. El hombre llama por teléfono. Su exmujer ha dejado la habitación cinco días atrás y ha olvidado una cámara de fotos. El hombre sabe que no es un olvido, que la ha dejado para él. Promete ir a buscarla y recoger esa huella de una mujer que es casi un fantasma, alguien que está presente desde su ausencia. Alguien que lo sigue como una sombra ominosa.
El hombre lee El gran Gatsby, de Fitzgerald. Dejándose llevar, reserva una habitación en un hotel que el autor solía visitar. Comienza a salir a la luz lo que está haciendo: un viaje errático por los Estados Unidos tratando de recomponer lo que se ha roto dentro suyo pero, a la vez, tratando de convertirse en otro. Otro que no esté signado por el miedo, que no pueda decir de sí mismo: “Hasta donde puedo recordar, estoy como hecho para el pánico y el susto.” El hombre vive en el deseo de un tiempo donde las cosas podrían haber sido de otro modo.
Viaja a Nueva York, busca la Polaroid abandonada. Va al cine, al teatro, deambula por las calles. Sus días pasan en bares en los que se dedica a escuchar conversaciones ajenas y en hoteles en los que sólo repara en sí mismo.
Se va moviendo por el territorio sin planes, siempre seguido por la acechanza de esa mujer de la que se ha separado después de que llegaran a odiarse. La figura de Judith va creciendo como esos temores que no pueden vislumbrarse claramente porque están allí, aquí, en todas partes y en ninguna.
El hombre llama por teléfono a Claire, una mujer con la que se acostó unos años antes. Ella lo invita a viajar en auto a St. Louis. El viaje incluye a su pequeña hija, posiblemente el personaje más conmovedor de esta novela. Benedictine tiene dos años. Grita de miedo cada vez que ve algo abierto, algo suelto, algo inclinado. Como si no soportara cierto desequilibrio del mundo.
La voz del hombre, la que relata la historia, parece la de alguien que acaba de salir de un largo período de entumecimiento y, después de estar un tiempo aturdido, comenzara a ver todo con otros ojos. Casi la mirada de un exiliado que vuelve a la tierra de su infancia y sólo encuentra extrañeza.
Hay un proceso de introspección que lo lleva a observar con detalle los recuerdos que tiene de su madre, su relación con la naturaleza, el modo en que funciona la memoria, los mecanismos de registro de la experiencia, la posibilidad de representación del arte, el delicado delirio de imágenes que aparece en sus sueños.
El hombre continúa su viaje hasta reunirse con esa persona de la que ha estado escapando y, al mismo tiempo, convocando.
Peter Handke nació en Austria en 1942. Dramaturgo, guionista, poeta, novelista y ensayista, es considerado uno de los escritores más importantes del Siglo XX. Handke es el chico que se cría aprendiendo a hablar eslavo, el idioma natal de su madre, rodeado por la imagen mítica de dos tíos muertos en la Segunda Guerra Mundial; el que hace la secundaria como pupilo en un internado; el que se vuelve cada vez más introspectivo, un enorme detector de detalles sutiles. Es el que estudia Derecho pero abandona en cuarto año, decidido a dedicarse por completo a la escritura. Es el que se hace notar, el que sacude el mundo del teatro con obras que generan desconcierto y admiración. El que escribe su primera novela a los 23 años. El que se va a París. El que cada vez cruza con más intensidad su biografía y su literatura, el que habla de sí mismo para hablar de otros o habla de otros como un modo de comprenderse a sí mismo. Es el que nunca deja de viajar, de vagabundear, de caminar.
Es el que hace comentarios políticamente incorrectos sobre los bombardeos de la OTAN en Yugoslavia. El acusado de validar el horror. El que dice, una y otra vez, que está cansado de ser malinterpretado. El que, por esas opiniones, queda excluido para siempre de la lista de favoritos para el Premio Nobel.
Carta breve para un largo adiós fue escrita en 1971. En un tiempo en que solemos sufrir traducciones hechas sólo para españoles, es de celebrar la edición argentina de Edhasa que, al rescatar un texto clave, lo realza ofreciendo la hermosa traducción de Ariel Magnus.
Eugenia Almeida
Publicado originalmente en Ciudad X
http://www.lavoz.com.ar/ciudad-equis/el-viaje-perpetuo
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