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viernes, 26 de febrero de 2016

Entrevista de Daniel Gigena para Damiselas en apuros



La escritura es errancia, vagabundeo, pérdida

Por Daniel Gigena


En 2015, Eugenia Almeida (Córdoba, 1972) publicó una novela, La tensión del umbral (Edhasa), policial que guardaba alusiones inquietantes al proceder de las fuerzas de seguridad nacionales, a la actuación de los medios y del poder económico como árbitros del bien, la verdad o la vida. Almeida contó que durante la escritura de esa ficción no había pensado en el género de la novela negra, sino que la premisa de la historia la guió hacia allí, a ella y a sus lectores. También el año pasado publicó su primer libro de poemas, La boca de la tormenta (DocumentA/Escénicas), donde por medio de una escritura reflexiva y mesurada, se alcanzan notas dramáticas sobre la memoria, el duro oficio de existir y el presente. A diferencia de otros libros de poemas, los textos aparecen en la página par, y la impar (la que capta primero la atención del lector) devuelve el blanco a la mirada. Ese uso del silencio, las elipsis y las elisiones cuidadas refuerzan el sentido de las obras de Almeida. La escritora cordobesa responde las preguntas desde Unquillo, un pueblo en las Sierras Chicas situado a menos de una hora de la ciudad de Córdoba.

¿Cómo evaluás el desarrollo de tu escritura narrativa, ya con una tercera novela publicada?

Esa es una pregunta muy difícil de responder. No tengo una visión externa de mi trabajo. Solo puedo dar cuenta de mi esfuerzo, de mi voluntad, del deseo de darle cada vez más tiempo y más espacio a la escritura. No sé si eso se ve en los libros o no. La escritura no puede pensarse como una carrera en la que hay un desarrollo que va de menor a mayor. La escritura es errancia, vagabundeo, pérdida. Lo que puedo decir es que hago ese vagabundeo cada vez con mayor felicidad.

¿Hay correspondencias entre tu narrativa y tu poesía, préstamos, temáticas comunes, afinidades no visibles?

Creo que sí. Me parece que las temáticas y el tono (el modo de ver el mundo, el modo de estar aquí) son las mismas en la poesía o en la narrativa. Creo que es la misma voz, cantando canciones diferentes. Con respecto al género, debo decir que la poesía es un desliz. Si alguien me pregunta qué escribo, mi respuesta, sin dudar, es que escribo narrativa. El libro de poesía fue un pequeño regalo que me di: la posibilidad de publicar con una editora a la que admiro. Es un enorme privilegio publicar en DocumentA/Escénicas. Y fue hermoso el proceso de armar el libro. Para mí, es un libro comunitario.

¿Cuál es el peso de los estragos de la dictadura militar en tu obra?

Imposible de dimensionar. Inmenso. Enorme. Infinito. En mi obra, en mí y en nuestra sociedad. Lo sepamos o no. Lo veamos o no.

Contanos algo sobre tu relación con la música, el canto y la escritura de letras de canciones.

La música, para mí, es fundamental. Hubo una época en que trabajé cantando. Fue hace muchos años. Fue hermoso y quedó atrás. No toco desde hace mucho, mucho tiempo. Canto, a los gritos, dentro del auto. Suelo provocar risas en otros conductores cuando compartimos la espera previa a que el semáforo dé paso. Compuse canciones en esos años. Y están ahí. Como fotos viejas en un cajón.

Escribís para La Voz del Interior reseñas y una columna semanal. ¿Cómo es tu relación con el periodismo y con el hecho de escribir por encargo?

El periodismo cultural me permite leer mucho y comentar aquello que leo. Eso me gusta. Y me da de comer. Hasta hace pocos años tuve que trabajar en cosas que no me hacían feliz. Trabajos duros, desagradables, difíciles. No gano más dinero que antes, gano lo mínimo para vivir y pagar las cuentas. Pero me gusta lo que hago. Creo que eso es algo muy poco común. No todo el mundo tiene esa suerte. Escribir por encargo me gusta. Es un desafío. Es algo diferente de lo que hago cuando escribo novelas o cuentos. Tener una fecha límite, tener un espacio acotado. Es un buen  ejercicio para cualquier escritor. Las exigencias del periodismo hacen que la mano se afloje.

Fuiste primero reconocida en el exterior, con el premio internacional Dos Orillas en 2005 por tu novela "El colectivo", que se convirtió en un éxito en España, Portugal, Italia y Francia. ¿Qué te posibilitó ese premio?

Muchos viajes. Mucha gente. Muchos gestos generosos. Pero sobre todo, la posibilidad de viajar. Viajar te saca de eje, te recuerda que no sos nada, que la vida se pasa demasiado rápido, que no hay que distraerse. Viajar te muestra claramente cuál es tu casa y quiénes son los tuyos.

¿Cómo se expresa el humor en tu obra?

Durante años formé parte del Grupo de Investigadores del Humor (GIH), que trabaja en el marco de la Universidad Nacional de Córdoba. Disfruté y aprendí muchísimo con ellos. Es un grupo extraordinario. Hicimos un Diccionario crítico de términos del Humor que se publicó como libro virtual en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC. Yo siempre trabajé el humor político; el chiste gráfico como un género del periodismo de opinión. Es un grupo interdisciplinario, hay muchas miradas diferentes. Salí del grupo hace dos años con la intención de darle más tiempo a la escritura. Pero extraño mucho ese espacio de encuentro, de discusión y de trabajo. Si bien hay muchísimo humor en mi vida cotidiana, creo que no está muy presente en mis libros, salvo en algunos cuentos. En el último tiempo, he escrito algunas columnas en un diario de mi ciudad y ahí se ha colado algo de humor. Pero no sé. Me encantaría poder escribir cosas que hicieran reír a la gente.

¿Cuál es tu visión sobre la política cultural del kirchnerismo y la que asoma en la nueva gestión?

Coincidí en muchas de las acciones de política cultural llevadas a cabo durante los gobiernos kirchneristas. Y cuando no coincidí, fueron diferencias de matices, cosas menores.  No tengo una militancia partidaria pero celebré, acompañé y colaboré, cuando pude, con muchas de esas políticas, fundamentalmente con aquellas relacionadas con la promoción de la lectura. Trabajo haciendo capacitaciones docentes y en estos años he estado, muchas veces, en lugares a los que llegaban cajas con libros enviados por el Ministerio de Educación y veía a chicos de 12, 13 y 14 años que tenían un libro en sus manos por primera vez.  Catorce años. Un libro en sus manos por primera vez. Por primera vez se los consideraba sujetos de derecho. Se les reconocía su derecho a participar, a disfrutar y a producir cultura. Esas cosas son las fundamentales, las que construyen un país, las que no se ven pero crean comunidad. Veo con mucha tristeza y con dolor, con un profundo dolor, las medidas que está tomando la nueva gestión. No solo a nivel de política cultural. Entiendo que la democracia no se limita a votar cada cuatro años. En ese contexto, como ciudadana, mi participación política, mi forma de colaborar con el sistema democrático, es decir que estoy muy preocupada. Hasta hace unos meses podía escuchar en los medios de comunicación voces muy distantes entre sí. Eso siempre me pareció valioso. No soy de las que se asustan cuando hay discusiones políticas. Las celebro; eso habla de la salud de la democracia.

Hubo medidas hostiles: despidos, declaraciones antipáticas, cuestionamientos a la política estatal de derechos humanos…

Desde diciembre, esa variedad de voces de la que hablaba se ha ido acotando y uniformando. A eso hay que sumarle los miles de despidos; muchos de ellos basados en la persecución ideológica. El desconocimiento del trabajo que se ha venido haciendo. Las horrorosas declaraciones de Darío Lopérfido, el hecho de que todavía siga siendo ministro de Cultura de la ciudad de Buenos Aires. Estoy muy triste. Estoy muy preocupada. Creo que hasta hace poco vivimos una época de enorme libertad de expresión, para todos. Aparentemente, las cosas han cambiado.

¿Cuál es tu relación con el género policial?

Es un género que me encanta leer. Ahí están mis maestros. Georges Simenon, a la cabeza.  Ojalá pudiera provocar en algún lector lo que Simenon me provoca a mí.

Por último, ¿cómo influye el entorno en tu obra?

Creo que el entorno influye más en mí que en mi obra. Laboralmente, la vida para mí es todavía citadina. Todos los días debo viajar a Córdoba, que es una ciudad cada vez más ruidosa, más recargada, más agobiante. No muy diferente a Buenos Aires, salvo en el tamaño. Por suerte, los fines de semana puedo quedarme bajo un árbol, con el aire un poco más fresco, recordándome que no estamos hechos para vivir en la línea de sacrificio de un matadero. Pero no sé cómo eso se refleja en mis libros. Algunas novelas, como El colectivo, transcurren en un pueblo y otras (La tensión del umbral o La pieza del fondo) son historias de ciudad. Personalmente, si pudiera irme más lejos (si pudiera vivir perdida en un pueblito de montaña, por ejemplo) lo haría sin dudar. Lo que me mantiene cerca de una ciudad es la necesidad económica de trabajar. No otra cosa.





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