En su libro Confesiones de un joven novelista, Umberto Eco cuenta que empezó a escribir cuando era un niño. El proceso era siempre el mismo: primero, un título; después, todas las ilustraciones que iba a contener el libro; por último: el primer capítulo. Y entonces llegaba el cansancio. Un par de páginas, la fatiga, el aburrimiento y el deseo de una nueva historia. Así, el niño Umberto coleccionaba principios.
En 1978, una amiga que trabajaba en una editorial les pidió a él y a un grupo de teóricos sin experiencia en ficción que escribieran un relato de detectives. Eco declinó la invitación diciendo: “Si tuviera que escribir una novela negra, esta tendría por lo menos quinientas páginas y estaría ambientada en un monasterio medieval”. La respuesta, dicha como una broma, encendió algo: esa noche volvió a su casa, se puso a revisar viejas notas y empezó a darle vueltas a un argumento: monjes, una serie de asesinatos, un libro perdido, una biblioteca.
Dos años después publicó El nombre de la rosa. Para ese entonces Eco tenía un gran reconocimiento como académico. Publicar su primera novela a los 48 años parecía un capricho. Pero el libro se convirtió en un éxito mundial. Vendió millones de ejemplares.
Eco decía que sus novelas surgían de una imagen, una escena que se le imponía y a partir de la cual escribía. Mientras la idea se desarrollaba, comenzaban a aparecer ciertas restricciones. A veces relacionadas con la estructura (El péndulo de Foucault debía tener 120 capítulos y la historia debía dividirse en 10 partes) y otras con ciertos detalles que imponían los datos históricos involucrados.
Si uno recorre sus libros irá descubriendo cómo se mezcla en ellos el trabajo minucioso, propio de un investigador, con la mirada descentrada y un tanto alucinada de un escritor de ficción. Hay algo allí que parece burlarse de la veneración que nuestra cultura tiene por el concepto de la verdad. No hay certeza posible en la ficción. A lo sumo la persecución de algo que siempre se escapa.
En la obra de Eco aparecen también los grandes secretos, las conspiraciones, las teorías que pretenden explicarlo todo, los códigos, ese hambre infinito de descubrir la clave que arrastre todas las piezas y nos libere de nuestra incertidumbre; es decir, de nuestra condición humana.
Ambientadas en espacios cerrados como museos y monasterios o en espacios abiertos como una isla desierta; en la Edad Media o a fines del siglo 20; desgranando los misterios de sociedades secretas o los detalles de una memoria personal borrada; reflexionando sobre el tiempo, el espacio y el modo en el que afectan nuestra percepción del mundo; poniendo a la literatura y los relatos en el centro de la escena, las novelas que escribió Eco dibujan una obra compacta que vale la pena visitar.
El nombre de la rosa (1980), El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la reina Loana (2004), El cementerio de Praga (2010) y Número Cero (2015). Siete estaciones para asomarse a un escritor que amaba los libros y las bibliotecas.
A Eco le gustaba jugar en los límites, atreverse a la mezcla, a la mixtura. Cuando presentó su tesis doctoral, uno de los integrantes del tribunal le dijo que el trabajo adolecía de algo que llamó “falacia narrativa”. Eco escuchó a su examinador decirle que un estudioso debía investigar y presentar sus conclusiones; que la historia de los desvíos, los derroteros y las errancias que lo llevaron a esas conclusiones no era importante y que él había presentado su investigación “como si fuera una novela de detectives”.
En esos territorios de frontera puede inscribirse gran parte de la obra de Eco. La académica y la literaria. Quizás lo que subyace a todas sus novelas es la necesidad de poner el ojo sobre la cultura para descubrir allí lo que está oculto, aun si siempre está a la vista: qué es la verdad, qué es la ficción, qué es la memoria, qué es un secreto y cómo la suma de los silencios y los relatos construye lo que somos.
Eugenia Almeida
Publicado originalmente en Ciudad X
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