viernes, 11 de diciembre de 2009

Lecturas: "Los muertos no mienten" de Luis Gusmán


Visita de sombras


Sí. Como dice Guillermo Cabrera Infante, “todos los muertos están ahí, vivos”.
Luis Gusmán convierte esa cita en 157 páginas. Allí van a aparecer los muertos, sus voces y sus mensajes. Esos muertos que golpean las cosas, los cuerpos, los ojos de aquellos que se dejan atravesar.
Cuando la madre de Gusmán muere, él recibe sus libros de espiritismo. No es un material ajeno, ese mundo lo ha rodeado desde niño. Pero ahora es una herencia que quema.
Lee. Y después suelta su propia voz.
Surge un libro extraño. Una cruza hereje entre el ensayo, la autobiografía y el relato. Un espacio en el que se mueven, naturalmente, el espiritismo, la literatura, las historias familiares y las coincidencias.
En este pequeño, maravilloso tratado se habla de los muertos, los médiums, la escritura y la lectura. De la enfermedad y el duelo. Se habla de la identidad, del doble, de la fragilidad. De la filosa desnudez que muestra el que agoniza. De  las herencias, el enigma y las profecías. De la construcción de un lenguaje posible.
Los muertos no mienten no sólo es un libro atravesado de belleza. Es, además, certero e inquietante. Liberador. Necesario.




Publicado en La voz del interior. 11/12/2009

domingo, 1 de noviembre de 2009

"La Argentina en su literatura". Mempo Giardinelli. Frankfurt 2009.


El Santo Oficio

En la última Feria del Libro de Frankfurt, Mempo Giardinelli ofreció una mirada en perspectiva de la literatura nacional en un discurso que tituló “La Argentina en su literatura”. Bajo la idea central de que la literatura argentina goza de un momento extraordinario en los últimos años a pesar de no contar con figuras excluyentes o por eso mismo, se repasan aquí los caminos de la prosa, la poesía y hasta la literatura infantil.


Por Mempo Giardinelli

Desde la recuperación de la democracia, la literatura argentina pasa por uno de sus mejores momentos. Las últimas dos décadas han sido extraordinarias, si bien no tuvimos (y acaso por eso mismo) ninguna figura excluyente. Muertos Borges, Cortázar, Bioy Casares y Silvina Ocampo, y con personalidades emblemáticas más cercanas como Manuel Puig, Osvaldo Soriano, Olga Orozco y otros grandes narradores y poetas, quienes venimos a representar a esa literatura en esta Feria pertenecemos a una literatura que no vacilo en definir como mucho más plural y abarcativa.

Me agrada decir aquí en Alemania, una de las cunas del romanticismo, que la literatura argentina fue fundada por nuestro primer romántico –Esteban Echeverría– quien llevó de Europa a América las ideas que conmovían el pensamiento occidental de la época y sembró esas ideas en el Río de la Plata.

Su poema La cautiva y su cuento “El matadero” constituyen a Echeverría no sólo en iniciador de la literatura moderna en mi país, sino también en pionero del romanticismo social. Línea que confirmaron después López, Mitre, Mármol, Sarmiento, Hernández, Lugones, Arlt, Borges, Cortázar y muchos más, incluso hasta hoy. Podría decirse que la literatura de toda Latinoamérica nació bajo la impronta del romanticismo. El social y el sentimental.

Desde entonces la ciudad de Buenos Aires impuso su sello a toda esa literatura, como escenario total, casi único de la poesía, el cuento, la novela y el ensayo. Es la ciudad letrada, la ciudad europea transplantada por los inmigrantes, la ciudad civilizada que se impone a la barbarie gaucha. Eugenio Cambaceres y Lucio Vicente López primero; Lucio Victorio Mansilla, Miguel Cané y Fray Mocho después, afirman literariamente a una ciudad orgullosa de sí misma, que se autoconvence de su destino de capital cultural americana, y cuyas expresiones son decididamente urbanas, aunque representativas de un enorme territorio que casi todos creen vacío. Sobre los apenas cuatro millones de habitantes censados que tiene la República Argentina al empezar el siglo XX, un millón se concentra en el único puerto, y su gentilicio, “porteño”, será sinónimo de “argentino” en todo el siglo que viene.

El compadrito que luego consagró Borges en los años ‘20 y ‘30, el guapo y el malevo, son productos de la mixtura de sangres. Emanan de ese fervoroso mestizaje que consagra su propio ritmo, el tango, una de las pocas músicas populares del mundo (si no la única) que no nace en el campo, ni en cafetales o algodonales; que no se origina en paisajes bucólicos ni junto al mar; que no se refugia en las montañas ni es parida por los dolores de la explotación o la esclavitud, y que ni siquiera conoce cabalmente su verdadero origen.

El tango –fenómeno urbano– tiene poetas y narradores que hablan de la ciudad y sus arrabales, sede de inmigrantes de todo origen y laya. Rosario es el único otro polo con personalidad urbana, puerto también. Los inmigrantes desembarcan en ellos, provenientes de decenas de países de todos los continentes. La ciudad los asimila, a la vez que acepta sus peculiaridades (a regañadientes de los xenófobos que toda sociedad contiene). Y mientras la oligarquía se recluye, espantada, en sus estancias, la ciudad es escenario de extranjerías. Se imprimen y leen diarios en docenas de idiomas; hacia 1930 más de la mitad de la población porteña no habla el castellano. El tango, primero resistido por la aristocracia, de la mano de Carlos Gardel (un uruguayo, quizá nacido en Francia) se impone en el mundo y acaso por esnobismo deviene identidad de ese sujeto difuso, imprecisable y tantas veces engreído que es el “porteño”.

Hacia 1930 ciudad letrada e inmigración coexisten en la obra de Roberto Arlt, y también en Macedonio Fernández, Leopoldo Marechal, Ulises Petit de Murat y Raúl González Tuñón. Sin cesar, texto a texto y hasta por lo menos los años ‘70 y ‘80, literatura e inmigración amasan nuestra literatura: de Ezequiel Martínez Estrada a Enrique Wernicke, de Borges a Beatriz Guido, de Cortázar a Sabato, Guillermo Martínez y Eugenia Almeida.

Desde luego, nuestra literatura contiene todas las tradiciones que enlazan ciudad, historia, inmigración, política, dictadura, violencia y exilio como asuntos claves y como claves de todos los asuntos.

Vislumbré estas ideas durante los años de exilio, en México, cuando advertí que ninguno/ninguna de nosotros podía evitar que en sus obras la Argentina y sus tragedias fuesen convocadas. Por eso cuando escribía mi novela Santo Oficio de la Memoria lo que gobernaba mi trabajo era una idea de reparación. Sólo hacia el final de casi nueve años de labor entendí que había escrito una novela que simplemente yo quería que leyeran mis hijas.

Toda introspección habilita una retrospección: mirar para atrás, en sereno recogimiento, para entender lo que nos pasó. Ante el derrumbe de las utopías se impone una actitud solitaria y silenciosa –tal la del escritor/ora– para revisar nuestra historia y la de nuestros padres y abuelos, los inmigrantes. Esto no tiene parangón en el resto del continente, donde hay muchísimas obras históricas pero sin el sello inmigratorio que nos recorre a los argentinos/as de la generación que algunos llaman Postboom o Posmodernidad, y que yo prefiero llamar Escritura de la Democracia Recuperada.

Es la Democracia Recuperada la que nos ha parido. Y en tanto fenómeno plural e inacabado es por eso, conjeturo, que resulta tan difícil hablar en “representación” de la literatura argentina. No obstante, intentaré ahora señalar algunos de los rasgos distintivos que a mi entender informan hoy sobre lo que se escribe en la República Argentina. Y yo diría que son, básicamente:

1) la irrupción de la mujer. Como sujeto de escritura y como escritoras. El papel predominante que tienen hoy las mujeres en nuestra escritura es algo que hubiera parecido inimaginable hace sólo veinte años. Ahora ha cambiado todo: la mujer como protagonista de la escritura y como sujeto literario; las mujeres que escriben y lo que escriben las mujeres; y también las mujeres que leen lo que escriben otras mujeres y cómo las mujeres son escritas. Punto esencial del fin de las dictaduras en la Argentina, con la democracia hemos recuperado la palabra y quien más la había perdido –así fue siempre– era justamente la mujer. Hoy sujeto central del proceso democratizador, ése es –qué duda cabe– el cambio más revolucionario de la democracia latinoamericana y obviamente de nuestra literatura.

2) la recuperación de la Historia Nacional. La democracia habilitó y estimuló el retorno a la Historia y a la indagación de sus posibilidades narrativas. La novela histórica, mediante la reconsideración de episodios y personajes, devino necesidad, experimento y también –es cierto– moda. Por un lado, los que trabajan la historia profunda. Por el otro, quienes se ocupan de hechos recientes (el exilio, los desaparecidos, la memoria en la democracia). Unos y otros reescriben la tragedia nacional, buceando en los orígenes como posible relato de un destino aún incierto.

3) la indagación sobre las corrientes inmigratorias que formaron la Argentina de los siglos XIX y XX, a la vez que el exilio como tema y condena, y en general toda transterración, son parte insoslayable de la cultura argentina y latinoamericana. Inmigrantes, exiliados, transterrados (por voluntad o por fuerza), todos alguna vez perdimos un país, una cultura, un sueño, una utopía. De todo eso se nutrió y se nutre todavía el relato argentino. Que conlleva una paradoja evidente: esta literatura de la inmigración se escribe en un país cuyos jóvenes emigran. ¿Cómo se explica eso? Acaso contradicción sólo aparente: la literatura siempre da cuenta de lo que pasó, no de lo que está pasando.

4) la literatura argentina no cayó en el exotismo y supo rehuir del realismo mágico de los ‘60 y del llamado Boom. Una peculiaridad, sin dudas: no caímos en aquella insoportable necesidad de llamar la atención de la crítica norteamericana o europea a través de caracteres exóticos inmersos en el realismo mágico, necesidad que fue común –y letal– para generaciones anteriores. Lo real maravilloso no es impronta de nuestra narrativa y, contrariamente, lo que hay es una fuerte necesidad de alcanzar lenguajes diversos, inesperados, en el camino de búsquedas formales renovadoras, sin las excentricidades ni el exotismo que identificaron al llamado Boom de los años ‘60.
En contrario, la experimentación fue y sigue siendo una tendencia atemporal. De Macedonio en adelante (si es que Macedonio fue experimental, lo que yo discutiría aunque en otro texto), la Argentina tuvo en Juan Filloy a uno de sus más audaces creadores, pionero de novelas como las que luego trajinaron Marechal, Cortázar, Osvaldo Lamborghini o Héctor Libertella.

5) la reivindicación de los Derechos Humanos y la denuncia de la Dictadura. En 1985 el mundo entero vio cómo se juzgaba a las Juntas Militares por sus múltiples crímenes. No se sabía que la flamante Justicia de la Democracia iniciaba un período atroz de avances y retrocesos, que desdichadamente no ha terminado, pero se inauguraba un relato inexplorado que mezcla dolor con denuncia y meditación, memoria colectiva con horror individual, y la firme reivindicación de los Derechos Humanos. Era lógico: ¿dónde iba a quedar instalada la Memoria y, mejor aún, la posibilidad de revisitarla para que fuese docencia cívica y ejerciera magisterio sobre el porvenir? Respuesta: en la Literatura. Y ahí está: en decenas, centenares, miles de poemas, cuentos, novelas y ensayos que fueron paridos en todos estos años y que hoy constituyen el impresionante –sí que irregular– corpus de la Memoria de los Argentinos. Porque decir memoria o decir olvido, en mi país, es decir Derechos Humanos.

Nuestra literatura, que acompaña la tragedia escribiéndola una y otra vez, ha creado para siempre personajes y textos de ética irreprochable, decencias inolvidables y épicas justicieras. No es casual que “El Matadero”, cuyo tema es la brutalidad, sea el cuento fundador de nuestra narrativa. Después vendrán Facundo y el Martín Fierro, los Cuentos de amor, de locura y de muerte de Quiroga, Los siete locos de Arlt, Estafen, La Potra, Op Oloop y Caterva (las cuatro novelas fundacionales de Filloy), Sobre héroes y tumbas y El Libro de Manuel y cualquiera de las novelas de Soriano. Todas esas obras narran la tragedia de una sociedad en la que la violencia está asociada al cuestionamiento de la Justicia. De ahí que en cierto modo los Derechos Humanos, y por lo menos desde diciembre de 1983, son nuestra literatura nacional.

6) la renovada escritura de lo que se llama el “interior”, más precisamente el vasto texto de extramuros que poco y mal se ve desde la ciudad de Buenos Aires. Si el centro gravitacional de la Argentina está, como siempre ha estado y en todos los órdenes, en el puerto, en la literatura argentina eso es obvio y marca determinante.
La literatura argentina canonizada desde, por lo menos, la colección Capítulo de los años ‘60 y sobre todo la de los ‘80, consagra la mirada etnocéntrica porteña y eso –que no ha dejado de consolidarse– hoy determina una concepción a mi juicio equivocada de lo que en democracia viene siendo nuestro quehacer. Como empeñada en que la literatura argentina siga siendo municipal y cortita, corporativa y sectaria, y al contrario de otros cánones literarios amplios, inclusivos y verdadera y orgullosamente nacionales, la visión canonizadora argentina siempre tendió a la exclusión. Quizá por esa manía clasemediera de dejar afuera a los que no pertenecen al club. O por esa obsesión periodística –y académica– de ocuparse casi excluyentemente de los que suelo llamar EMA: Extranjeros, Muertos y Amigos.
Por fortuna la democracia y las nuevas tecnologías van quebrando esa concepción comunal de nuestra literatura y hoy se aprecia un horizonte más abarcativo, menos etnocéntrico. De hecho en el mundo ya no se lee nuestra producción como exclusivamente porteña. Hoy nuestra literatura habla de una nación plural, geográficamente amplia y unida culturalmente en su diversidad.

7) la reafirmación de la inocultable y poderosa tradición del cuento como el género literario más popular de la Argentina. Quizás una de las riquezas del cuento argentino contemporáneo, el que se escribe en Democracia, reside en que contiene en muchísimos casos una reflexión sobre el género. La mirada, directa o sesgada, sobre la realidad, interactúa con el misterio mismo de la creación. Patrimonio colectivo tanto de vida nacional como de preceptiva del género, produce un curioso efecto: el de que en cada uno/una de nosotros parecen estar siempre sutilmente presentes –más allá de sanos parricidios– Quiroga y Arlt, Borges y Cortázar, Mujica Lainez y Silvina Ocampo, Kordon y Blaisten, Mariani y Puig, Denevi y más acá Manauta, Castillo, Luisa Valenzuela, Angélica Gorodischer y el recordado Negro Fontanarrosa. Esto, conjeturo, es constitutivo de la buena salud del cuento en la Argentina.
Párrafo aparte merece la extraordinaria creación cuentística que se ha dado en el género mal llamado “infantil”. Por los caminos marcados por Constancio C. Vigil y desde las fábulas modernas de Javier Villafañe y María Elena Walsh, hay que anotar las preciosas sagas de Graciela Montes, Elsa Bornemann y, sobre todo, Graciela Cabal. También Laura Devetach, Perla Suez, Ema Wolf, Ani Shúa, Luis María Pescetti, Graciela Bialet y Gustavo Roldán, entre muchos otros/as, quienes han desarrollado una producción de una riqueza y variedad impresionantes.

8) la indeclinable producción poética. De hecho, es un empecinamiento nacional: la poesía semioculta y tantas veces irregular que se manifiesta hoy en una trama intensa y acaso no debidamente explorada –es sólo mi opinión– quizá por la prolífica y despareja actividad de centenares, miles de aspirantes a poetas como los hay en todo el territorio nacional. Pero afortunadamente la Argentina tiene –y es innegable– poetas consulares vivos: Gelman, sin dudas, y por lo menos Diana Bellessi en Santa Fe y Luisa Futoransky en París.

9) el ensayo devenido ya género emergente. En el plano literario no faltan las disputas internas, las comidillas y la picaresca que caracteriza a toda literatura. Esos minúsculos asuntos, no obstante, suelen distraer talentos y generan cierto alejamiento de los lectores, ese tesoro que todos y todas anhelamos conquistar. En cuanto al plano político y sociológico la creación es, podría decirse, tan vasta como variada, y tan lúcidamente escrita como a veces tendenciosa y oportunista.

10) un canon mezquino, que además de etnocéntrico es excluyente. A la señalada vocación municipal del canon literario argentino hay que añadir su rara capacidad de recortar nuestra literatura hasta la amputación. Porque lo hace y lo renueva cada tanto, la consideración académica no suele pasar de tres, cuatro o media docena de nombres consulares, lo que nunca representa a cabalidad el totum de nuestro cuerpo textual. En el fondo ficción maliciosa, es por eso que el canon argentino ignora, por caso, a Filloy y a Moyano, a Demitrópulos, Kordon y a Orozco, y la lista es larguísima.

La Literatura es mucho más importante que lo que habitualmente se reconoce. Por eso con el paso de los años es en la Literatura donde encontramos las respuestas a casi todas las preguntas, el sentido de los comportamientos y la explicación a las conductas. Es en la Literatura donde vemos lo que sucedió en cada Tiempo y cada Lugar. Es en García Lorca donde sufrimos el dolor de España, así como entendemos a Alemania en las obras de Goethe, de Brecht, de Mann y de Grass.

También la Argentina fue soñada antes de existir, y la soñaron poetas, escritores, periodistas, filósofos, artistas e intelectuales. Posiblemente desde Mariano Moreno (1778-1811), el primer pensador argentino con una visión progresista-liberal de la Independencia, durante todo el siglo XIX fue decisiva la contribución de los poetas, narradores y ensayistas que al tiempo que escribían animaban la vida del país.

¿Dónde podemos comprender más lúcidamente todo esto? ¿Dónde se encuentra, y dónde encontrarán las generaciones futuras, la explicación a esta tragedia? En la Literatura. Y en el Cine, que es el hijo moderno y tecnológico de la Literatura. Y es que de toda esa tragedia, y no de otra cosa, viene hablando la Literatura Argentina de los últimos, digamos, treinta años. De todo esto habla ahora mismo.

MEMPO GIARDINELLI


Publicado el DOMINGO, 1 DE NOVIEMBRE DE 2009

domingo, 6 de septiembre de 2009

Letras y celuloide: comentario sobre "El colectivo"

El vacío de lo que ya no es

 

 

 
 
 
 
 
No pocos creen que lo más complejo de conseguir para los escritores de ficción es la creación de mundos ajenos y aun así verosímiles. Mucho más para los dedicados a la literatura fantástica. Sin embargo el verdadero desafío se encuentra todavía más allá: el éxito es completo cuando consiguen tender puentes escondidos entre sus fantasías y la realidad; sendas abiertas a través del texto, a partir de las cuales el lector intrépido descubre esa luz que ilumina de un modo distinto alguna imagen de su propio mundo. Esa es justamente la virtud de El colectivo, primera novela de Eugenia Almeida: se lee como ficción, pero puede ser contemplada como retrato lúcido de una época.

Un colectivo pasa y no se detiene. Es el único que llega hasta ahí, sólo una vez al día, y su repentino capricho se convertirá en costumbre. Ya no volverá a parar en el pueblo. Al principio seguirá de largo, acelerador a fondo, con la soberbia de sus luces encendidas, eludiendo al grupo de curiosos que comienza a juntarse cada tarde noche para verlo pasar. Después a oscuras, entre fantasmas que levanta del camino. Ritos de silencio y desconfianza comienzan a cavar una red de huecos y agujeros: da miedo un pueblo tan vacío, del que no puede salirse y al cual no se puede entrar; donde el que sabe calla y el imbécil es la tierra fértil donde arraiga el horror. Esa parálisis, la inmovilidad de ese pueblo al que sólo le queda ser espectador de su propio escenario, se convierte en la paradójica evidencia de aquello que ocurrirá entre máscaras.

Es inevitable ver en El colectivo una puesta en escena que tiene mucho de drama, un transcurrir casi teatral o cinematográfico que no desgasta su valor literario. La novela de Almeida hace de la elipsis su principal recurso: el lector compartirá la ignorancia con los personajes y junto a ellos irá reconociendo a partir de la acción –ecce drama-, los secretos y sobrentendidos que nadie se atreve a poner en palabras. Sabiamente, la autora tampoco lo hace: alcanza con ser argentino o humano para comprender qué esconde tanto silencio, para reconocer esos cuatro goles mencionados al pasar. Al final habrá retornos y pérdidas definitivas, y junto a los fogonazos de una tormenta que a lo lejos ilumina el llano, ilusión antes que certeza, la esperanza de la lluvia se abrirá como un deseo en carne viva: todo pasa, todo queda…

Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura del diario Perfil.

http://letrasyceluloide.blogspot.com.ar/2009/09/libros-el-colectivo-de-eugenia-almeida.html 

sábado, 30 de mayo de 2009

Entrevista de Ariel Búmbalo en Diario Los Andes

Eugenia Almeida: “Esta novela fue como una gran tormenta”

La novela “El colectivo” de la cordobesa Eugenia Almeida, luego de obtener el prestigioso premio Las Dos Orillas, que otorga el Salón Iberoamericano de Gijón, se convirtió en un importante éxito editorial en la propia España, Portugal, Francia e Italia. Aquí, una entrevista con la joven autora.
Por Ariel Búmbalo
Diario Los Andes
Ilustración Eduardo González

 La editorial Edhasa acaba de publicar en Argentina la novela "El colectivo" de Eugenia Almeida, la cual obtuvo el premio mayor en la edición más reciente del certamen Las Dos Orillas, que organiza el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón y tiene el auspicio del narrador chileno Luis Sepúlveda.

"El colectivo" recrea con una historia sencilla -la repetida imposibilidad de un grupo de pasajeros de ascender a un colectivo que misteriosamente ha decidido no detenerse en cierto pueblo del interior argentino- la tensa, opresiva atmósfera de los años del Proceso.

Eugenia Almeida, autora de la novela, se ha convertido en poco tiempo en joven revelación de las letras argentinas. En la exclusiva entrevista que ofrecemos, Eugenia habla sobre su primera y exitosa novela, ofrece algunas claves y anticipa algo sobre su próxima obra.

-Contame un poco sobre el origen de la historia que narrás en "El colectivo". ¿Pensaste al escribirla en un lugar y personas precisas? -La verdad es que no pensé en nada en particular al comenzar con esta historia. Simplemente apareció, se fue presentando ante mis ojos como si fuera una película, algo que yo sólo debía limitarme a describir.
Ahora, a posteriori, puedo descubrir algunos rasgos de mi realidad que han servido de hebras para ir tejiendo. Pero no fui consciente de eso mientras escribía.

-¿Cómo fue el proceso de escritura? -Urgente, febril, casi desesperado. Escribía a cada rato, en cada momento libre, en cada descanso. Como si hubiera habido algo que me empujara. Sin ningún plan, sin saber adónde iba ni que iba a suceder con esa historia.
Fue una experiencia fuerte, como una gran tormenta que se gestó durante mucho tiempo, que se desarmó en una lluvia tremenda y que luego dejó un gran alivio: el olor de la tierra mojada.

-Sos del 72, de lo que se deduce que fuiste una niña durante los años de la dictadura, sin embargo tu reflejo de la época es muy veraz... ¿Cuál es tu conexión con ese tiempo y por qué lo elegiste como trasfondo de "El colectivo"?
- Bueno, agradezco tu opinión, ojalá el libro haya logrado reflejar algo de esos años. La dictadura fue el escenario en el cual atravesé mi infancia. Años de silencio, de una gran opresión, de agobio, de oscuridad. Los niños son expertos en detectar climas. Creo que algo de esa experiencia quedó dentro mío.
Con respecto a por qué elegí esa época para situar la novela, debo confesar que no lo elegí, fue algo que sucedió. Se dio así y yo traté de respetar el cómo y el cuándo de esa historia.

-¿Se trata realmente de tu "primera" novela?
-Sí, efectivamente es mi primera novela. Y eso la hace especial para mí. Fue la primera vez que sentí que podía compartir una historia escrita por mí, en un escenario que fuera más allá de mis amigos. Y fue una sorpresa cuando descubrí eso: que lo que tenía entre manos era una novela.

-¿De qué autores te sentís cerca al escribir?
-Creo que todo lo leído nos influye. Aun aquello que no nos gustó. Me gustaría poder decir que he aprendido algo de los escritores a los que admiro pero no lo sé, sería pedir mucho. ¿Nombres? Silvina Ocampo, Marguerite Duras, Georges Simenon, Marguerite Yourcenar, Di Benedetto, Marosa Di Giorgio. Son tantos los escritores que me gustan que temo hacer una lista interminable.

-¿Cómo te afectó el éxito que tuvo "El colectivo"?
-Habría que preguntarse qué es el éxito. Poder charlar con los lectores es algo que me apasiona, me conmueve. Ver cómo esta historia se transforma según quién la lee. Eso es algo extraño. Deslumbrante y extraño. Estoy feliz. Ojalá algún lector, en alguna página, haya logrado encontrar algo de lo que yo he encontrado en los libros que me han sacudido.

-Tengo entendido que estás trabajando o a punto de publicar una segunda novela ¿Podrías adelantar algo sobre esto?
-A principios del año que viene Edhasa editará mi segunda novela, "La pieza del fondo". Es una historia que transcurre a fines de los noventa. Creo que, en muchos aspectos, es muy diferente a "El colectivo". Y al mismo tiempo, vuelve a acercarse a algunas cuestiones que para mí son fundamentales. Cuestiones que podrían resumirse en una sola: ¿qué somos capaces de hacer por los otros?

http://www.losandes.com.ar/notas/2009/5/30/cultura-426609.asp

viernes, 10 de abril de 2009

Entrevista de Silvina Friera en Página 12

LITERATURA ›  EUGENIA ALMEIDA Y SU PRIMERA NOVELA, EL COLECTIVO   

“El lenguaje nos da una falsa serenidad”      

En su novela, ganadora del Premio Internacional Dos Orillas, la escritora realiza una pintura de la dictadura enfocando en el infierno chico de un pueblo yermo: “Tengo el recuerdo de ese clima tan silencioso, un silencio que se sentía”. 
Por Silvina Friera
El refrán “pueblo chico, infierno grande” sobrevuela las páginas de El colectivo (Edhasa),  de  Eugenia Almeida. O forma parte del humus de esta novela, amasada a partir de pequeños gestos domésticos, casi intranscendentes, pero cocinada con una prosa de frases cortas y rítmicas que calan hondo. En un chato y minúsculo pueblo de provincia, sin lomas ni montes, con la tierra que se resquebraja como un cartón y el cielo encapotado, la hostilidad y la opresión no provienen del paisaje tan poco hospitalario sino de sus mezquinos habitantes. Todos prefieren ignorar el dolor, hacer de cuenta que no existe. La alteración de una rutina, el colectivo que pasa sin detenerse en la parada prevista, precipita la circulación de añejos rencores. Cuando el guión de la vida cotidiana se interrumpe, cuando aparecen esos puntos suspensivos que resultan insoportables para quienes acostumbran a moverse por los carriles de la normalidad, aunque el incidente sea “menor”, las tensiones se multiplican. Las lenguas se sueltan con el mismo ímpetu con que el viento levanta el polvo.
La peluquera y el farmacéutico acusan al comisario de borracho; las diferencias de clase se subrayan con la misma saña con la que un chico aprieta su lapicera hasta agujerear la hoja del cuaderno; las líneas divisorias se ahondan entre los que viven del “lado de acá”, las fuerzas vivas del pueblo, la gente bien, decente y trabajadora, y los del “otro lado”, putas, delincuentes y vagos. La alfombra con la que se tapó la suciedad se descorre como un telón. Y una pareja joven, extraña a ese cuerpo social que se desquicia, de paso por el hotel del pueblo, quedará en el medio de una “emboscada”, aislados, como los lugareños, pero sin escapatoria. Recién en el tercer capítulo se desliza una referencia epocal, 1977, que pone los pelos de punta de los lectores. Lo que se dice y se omite, material más denso aún que las habladurías y rumores, está cincelado por el terror de la dictadura militar.
Primera novela de Almeida, periodista, docente y escritora que nació en 1972 en Córdoba y reside en Unquillo, El colectivo, Premio Internacional de Novela Dos Orillas, organizado por el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón (España), ha sido publicada en España, Portugal, Francia, Grecia e Italia. “La primera imagen que se me apareció fue la de unas personas que están cruzando las vías del tren y que son vistas desde un hotel, en un pueblo donde hace tres noches que no para el colectivo, sin saber mucho hacia dónde iba y cuál era el contexto”, recuerda la escritora en la entrevista con Página/12. “La escribí en un momento muy complicado de mi vida. La novela fue un refugio que me salvó en medio de la tormenta. Una amiga que vive en Murcia me mandó un mail en el que me avisaba del concurso. Dudé bastante porque había que mandar tres copias a España, era mucho dinero y yo tenía un trabajo muy precario. Pensaba que era una tontería, que estaba tirando el dinero con el que me podía comprar libros. Fue un shock ganar ese concurso.”
Fotógrafo: Pablo Piovano
  
 –El contexto de la dictadura, que se demora en aparecer en la novela, ¿estaba inicialmente  o apareció después, en el transcurso de la escritura?
–Apareció del mismo modo en que aparece tan sorpresivamente en la novela. No me extraña porque es una época que me ha marcado. Yo tenía cinco años y vi cómo secuestraban a un hombre en pleno centro de Córdoba. Tengo el recuerdo de ese clima tan silencioso, un silencio que se sentía, no el silencio que pasa desapercibido, sino el que uno sabe que están construyendo los adultos. Y no había qué preguntar.

–¿Por qué el énfasis de El colectivo está puesto en lo cotidiano,
lo doméstico?
–Me desvela la gran incidencia que tienen las pequeñas cosas que decidimos todos los días individualmente, que parecen menores. En un contexto como el de la dictadura, esos pequeños gestos se notaban mucho más. Al aparecer 1977 como año clave de la novela, se iluminaron las raíces de esos silencios. La novela es muy dialogada, pero al mismo tiempo tiene grandes espacios de silencio. Creo que es una marca de la dictadura, pero también del presente; una huella de la dictadura que está muy fresca. No coincido con esos discursos que dicen que eso fue hace mucho tiempo, que ya pasó, que hay que dar vuelta la página. Hay cosas en las vidas de las personas y de la sociedad que no pasan nunca. Si vos tenés un accidente y perdés una pierna, yo no te puedo decir, dos años después, que ya pasó. La pierna no la vas a tener más, y esa ausencia va ser constitutiva de tu identidad por el resto de tu vida. Estaría bueno que esos silencios se fueran desgranando, empezar a ver qué se hizo y qué no se hizo. Ahora están pasando cosas muy significativas. Todo este debate poco serio sobre la pena de muerte no es un detalle menor. Me pregunto cuánta gente que durante la dictadura no fue responsable de sus pequeños actos ahora está repitiendo lo mismo cuando apoyan la pena de muerte. Para mí la pena de muerte cae en el ámbito de lo no discutible. Aun con el más horroroso de los monstruos. En Córdoba, el 24 de julio del año pasado, se condenó a (Luciano Benjamín) Menéndez a prisión perpetua. Es uno de los peores monstruos, pero jamás pediría para él la pena de muerte. Todo se nos descarajina, se nos va de las manos... es volver a repetir horror por horror.

Almeida enciende un cigarrillo y plantea que le resulta intolerable que la gente diga que no sabía lo que pasaba durante la dictadura militar. “Uno podía no digerirlo, pero yo tenía cinco años y me daba cuenta de que algo monstruoso estaba pasando. Por eso desconfío mucho de esa explicación; me parece mucho más plausible decir ‘yo sabía lo que pasaba y estaba muerto de miedo’. Eso es totalmente comprensible”, reconoce la escritora.

–¿Cómo repercute el miedo en los personajes de la novela?
–Hay un juego muy ambiguo: hay gente que está muerta de miedo y otra que se complace con el dolor ajeno. En la novela, una de las que más se complacen es Rita, la peluquera, o Marta Flores, que a pesar de lo que ha vivido, se podría esperar que tuviera otro tipo de empatía con el dolor ajeno. Pero no siempre el hecho de haber sufrido nos garantiza ser solidarios con el sufrimiento del otro. Hay otros que simulan ser inocentes, como el farmacéutico, que supuestamente no hace nada. Pero traer y llevar rumores a veces no es inocente. Cuando el hotelero, Rubén, y Gómez, mentan el episodio de la chica que se llevaron, nadie puede terminar de decir lo que tiene que decir. El lenguaje puede ser una maquinaria de opresión. Los argentinos todavía no podemos modular la dictadura. Hay que escuchar cada vez más voces y desestimar esos discursos que fingen una herida cerrada, cicatrizada.

–El único de los personajes que duda es Victoria. Ella siempre que puede pone en cuestión lo que dice Marta, una máquina de reproducir, en lo cotidiano, el discurso de la dictadura.
–Una amiga que leyó la novela me dijo que Victoria tiene actitudes heroicas, pero yo no la veo así. Lo que me conmueve de ese personaje es que pueda mantener la mente un poco despierta. Creo que los grandes maestros, esas personas que nos marcan, son los que te hacen dudar y te corren el eje. La duda es indispensable, sobre todo si partimos de la base de que todas nuestras relaciones están atravesadas por el lenguaje. No hay maquinaria más ambigua. El lenguaje nos da la falsa serenidad de que nos entendemos, pero hay que ser desconfiado y preguntarse. Y la forma de pregunta es la duda; poner en suspenso, no apresurarse, no interpretar. Somos máquinas de interpretar, de creer que ya sabemos, que lo que tenemos adelante ya lo vimos.

–¿A qué atribuye que no se mencione puntualmente ninguna organización armada y simplemente se hable de “subversivos”?
–No hay ninguna alusión a Montoneros o al ERP, es cierto. Cuando terminé la novela me dije: “¡Qué bien, no tengo que borrar nada!”. El tema de las organizaciones armadas es muy delicado, complejo, y lo estoy tratando de comprender. Un amigo me dijo que en la novela no hay héroes. Le pregunté qué tipo de héroe esperaba encontrar y me dijo que un guerrillero. La construcción del guerrillero está lejana a mis preocupaciones, pero lo más importante es que no está en el horizonte de los personajes de la novela.