jueves, 28 de enero de 2016

Comentario de Daniel Riera (Página/12) sobre "La boca de la tormenta"




Irreversible

Revelaciones sin salida, la materia de los sueños y una reflexión sobre la poesía se despliegan en "La boca de la tormenta", de Eugenia Almeida.

Por Daniel Riera


“La primera piedra cae en la frente. Duele tanto que/encandila. Los ojos se abren y ves las cosas./ Quedan pegadas a los párpados.” Así empieza todo. Los sueños, entonces, dejan de ser tales y se convierten en pasadizos por donde se ve lo insoportable, la muerte. Tener poderes: alguien va a morir y yo lo estoy viendo y sintiendo. “Yo me he dormido sintiendo el vuelco en el cuerpo,/sin saber a quién decírselo.” Y no es sólo que lo veo, sino que las visiones “quedan pegadas a los párpados”. Quiere decir que pesan. Quiere decir que es imposible despegarlas. ¿Qué puedo hacer con eso que vi? Nada. ¿Qué clase de poder es, entonces? Bueno, algo se puede hacer. Algo: describirlo. “Interpretar es decir no”, dice. Habla de los sueños. ¿Habla de la poesía? Veremos. La boca de la tormenta es un poema fantasmagórico y existencial a la vez donde las revelaciones se van sucediendo y de la mano de las revelaciones sucede una cierta frustración; porque las revelaciones desconciertan en la medida en que no se puede hacer casi nada con ellas; porque las revelaciones no se buscan, sino que simplemente acuden. No parecen tener un propósito definido excepto, tal vez, el de perturbar a quien las recibe. “Los que están por morir, los que vienen a buscar en/mí algo que ni yo sé que tengo, esos, suelen ser/desconocidos. Rostros cejas bocas cierta forma de/mover los dedos. Cicatrices. Arrugas./Signos de algo que yo podría haber amado./Sin embargo: desconocidos. Tan familiares.” ¿Por qué tan familiares si son desconocidos? Tal vez porque van a morir, tal vez porque los une (nos une) ese mismo sino trágico. Todxs tenemos la certeza de lo irreversible: sólo que aquí hay información precisa respecto de cómo, de cuándo y a quiénes. Presagios. Tener algo que nadie tiene y descubrir fatalmente que es mejor no tenerlo, que se sufre menos. El abismo de ver lo que nadie ve: la condena a la soledad y a la incomprensión. Las posibilidades de la lengua, siempre relativas, aquí son bien escasas: porque no se puede nombrar lo que no se entiende, lo que no se soporta, lo que, por otra parte, nadie quiere escuchar. Y sin embargo hay un texto que trabaja, precisamente, sobre esas limitaciones, sobre esas imposibilidades. Los sueños son intraducibles. “El sueño viene en lengua extranjera, dicen./Yo digo: viene sin lengua, es la lengua, la falta de lengua./No viene a decir nada. En el sueño no hay decir o no/decir. No hay callar.” El sueño se parece bastante a la poesía, entonces: hay un lugar inaccesible, un lugar donde no puede llegar la cárcel del sentido. Y en este caso el sueño mismo no se atreve a ser nombrado del todo como sueño, porque los límites entre la ensoñación y lo real son bien difusos, porque el sueño es también presagio, recuerdo de lo porvenir. “Nada es traducible”. Todo el poema consiste en eso: la búsqueda de ese sentido que se escapa una y otra vez y que tal vez se encuentre en esa misma búsqueda imposible. Los ojos que ven hacia adentro y hacia afuera. “...Caen/ los dedos bajo los ojos, yo estoy viendo esto.” El encuentro con lxs muertxs y la locura inevitable. “A esto voy a pagarlo con locura”, dice: es un presagio sobre el efecto que surtirá tanto presagio junto. Y la mirada de lxs demás, lxs que se encargan de censurar el desvío. Ella ve lo que se supone que no debería ver. “¿Van a lapidarme? ¿Eso significa?” La visión como el primer paso hacia la condena. “Van a decir que veo demasiado signo.” ¿Cómo se mide ese “demasiado” si no es comparando con lo que ven lxs demás, con la proporción que lxs demás estiman correcta? ¿Cómo se mide ese “demasiado” sino en términos de condena ajena? La visión que convierte en culpable, ante los ojos de los que no ven, al que ve. “Me he acostumbrado a la brutalidad de los que están/seguros. Y sin embargo, nunca he sido tan torpe.”

Daniel Riera

Las 12 - Página/12






lunes, 25 de enero de 2016

Las buenas intenciones - Amity Gaige




El camino del infierno

El problema de una mentira –aunque sea inocente– es que, una vez dicha, exige ser sostenida y se vuelve cada vez más difícil salir de ella.

Erik Schroder está en prisión. Desde su celda, siguiendo el consejo de su abogado, escribe una larga carta a su exesposa. Es “una especie de alegato”, una disculpa, una explicación. Un escrito en el que le contará, por primera vez, parte de su vida: su infancia, la relación con sus padres, los inicios de la mentira con la que quiso transformarse en otro.

Erik tratará de rastrear cómo comenzó aquello que lo ha llevado a esa celda. Y, para hacerse entender, tendrá que ir prácticamente al origen, a 1970, en Alemania, cuando nació; a 1979, cuando llegó con su padre a los Estados Unidos; a 1984, cuando decidió firmar un documento con un nombre falso y así empezó a convertirse en Eric Kennedy, una identidad hecha en base a lo que hubiera querido ser. Sí, la carta es una confesión. El intento de ser comprendido. Él, el niño inmigrante que hace todo lo posible por olvidar lo que dejó atrás, esconder su acento y ser uno más.

El nombre falso que comenzó como una necesidad de pertenecer a un mundo nuevo queda finalmente aceptado gracias a una “serie de falsificaciones” que lo instalan como verdadero.

Bajo ese nombre lo conoció su esposa, ese es el apellido que recibió su hija, una hija que él secuestró. Pero esa palabra, “secuestro”, no explica lo que quiso hacer. Y ni siquiera se trata de deseo. Esa palabra no explica lo que le pasó, lo que lo fue llevando a cometer error tras error hasta que ya no hubiera salida.

En pleno divorcio, envuelto en una pelea por la custodia de su hija, Erik rompe el acuerdo de las visitas y “huye hacia adelante”. La ruta, un auto robado, un viaje sin rumbo guiado por la inconsciencia y la incapacidad de tomar decisiones. Huir, huir, lo único que puede hacer este hombre. Huir llevándose a Meadow, su hija de 6 años –claramente la más madura de los dos–, ir pensando a medida que maneja, dejar que se lance su pedido de captura. Su falsa identidad ya ha salido a la luz y ahora es un loco que viaja por la ruta con una niña robada.

Huir. Autojustificarse. ¿Puede hacer otra cosa? Erik, en su confesión, le cuenta a su esposa que una vez, cuando era chico, un compañero de escuela quiso golpearlo y en lugar de enfrentarlo él salió corriendo. Cuando llegó a su casa y se lo dijo a su padre, aquel alemán lacónico le respondió con una frase que quizás sirva para explicar todas sus acciones: “lo natural es huir”.

De eso trata esta hermosa novela. De la memoria y el olvido, de las trampas y las mentiras, del modo en que construimos nuestra identidad.  

“El olvido no existe”, se repite una y otra vez Erik. Ha tratado de ser otro, ha buscado eso en la estrategia de cambiar su nombre. Sin embargo, siempre es él. 

Otro tema que atraviesa la historia de Las buenas intenciones es el de la paternidad. Erik es alguien que desea ser padre pero que descuida completamente a su hija. Un negligente, un irresponsable, un negador. Un impostor, un fabulador, un egocéntrico. Un personaje que, por sus acciones, debería generarnos rechazo. El increíble logro de la escritora Amity Gaige es haber conseguido que la voz de Schroder genere empatía, que uno llegue a comprenderlo a la vez que se horroriza de ese hombre irremediablemente inmaduro.

Dice el refrán que “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”. Esa es la historia de Erik Schroder, alguien que difícilmente pueda ser catalogado como una “mala persona” pero que construye un infierno apilando sus deseos.

Por detrás del relato aparece la Historia con mayúscula. Cómo la división de Alemania y el Muro de Berlín pueden haber marcado las vidas de las personas. Cómo la infancia en una ciudad dividida y la huida a un país extranjero pueden dejar huellas imposibles de remontar.

Amity Gaige nació en Estados Unidos en 1972. Las buenas intenciones es su tercera novela. La autora declaró en una entrevista: “Alguien me dijo una vez que todos mis libros tratan sobre la identidad. Es cierto. Quién sabe por qué. Fui consciente, de manera temprana y turbadora, de que el yo es una construcción. Y por desgracia no he podido quitármelo de la cabeza. En gran medida ‘decidimos’ quiénes somos. Nos enseñamos a nosotros mismos a tener ciertas cualidades. Pero quién sabe si, incluso a pesar de eso, se trasluce un yo con el que nacemos, que es mejor o peor del que proyectamos. Supongo que eso mismo está en la novela”.


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X




viernes, 22 de enero de 2016

Comentario de Cezary Novek (Marcha) sobre "La tensión del umbral"




Ante el abismo

Por Cezary Novek

Reseña de la tercera novela de Eugenia Almeida,
 en la que se indaga sobre el reciclaje de los grupos de tareas.

Con frases cortas y un estilo parco, la última novela de Eugenia Almeida le da varios ajustes de tuerca al policial con La tensión del umbral, publicada el año pasado por Edhasa. A pesar de que la violencia social y el espectro de la última dictadura militar siguen planeando sobre su obra, en La tensión en el umbral, se ha desplazado el centro de interés a los mecanismos de poder y ya no a sus efectos en la comunidad, a qué pasa cuando un aparato represivo queda huérfano, cómo se reciclan sus componentes.

La novela puede hablar de grupos de tareas, de la Triple A o de cualquier grupo de sicarios, pero también de todos los sectores que permiten y avalan la existencia de grupos parapoliciales. Es, en este sentido, no solo una novela policial, sino una reflexión sobre cómo el crimen impregna de moho todas las instituciones, civiles, no civiles, estatales y privadas.  

Carlos Gamerro, en su ensayo Para una reformulación del género policial argentino dice que el policial anglosajón clásico siempre comienza con un cuerpo. Contrapone el policial argentino, donde la acción comienza con la desaparición de un cuerpo y donde el investigador no suele ser un miembro de la institución policial (casi siempre la ejecutora del crimen), sino un periodista o un civil particular que apenas se conforma con saber la verdad, con entender y punto. Ni pretensiones de hacer justicia o judicializar lo que se sabe que será cubierto por la misma mano invisible que causó el primer delito. En La tensión del umbral, la historia comienza con un suicidio en plena vía pública. Y con un periodista que quiere entender. Con apenas esos dos elementos, Almeida va tejiendo una trama que desciende a los infiernos como un espiral de pesadilla.

Los primeros capítulos recuerdan en cierta forma a Los suicidas, de Di Benedetto, en el sentido que parece apuntar a una investigación de archivos. El protagonista está interesado en saber el por qué del suicidio de una chica a la que ni siquiera conoció y eso lo llevará a meterse con fuerzas que exceden su capacidad de comprensión. Las reflexiones que se hacen sobre el suicidio, así como la re construcción de la personalidad de la víctima es otro de los puntos fuertes del libro. Al comienzo las voces se mezclan y uno siente que se está perdiendo algo importante, pero los diálogos van calibrando la historia de forma tal que Almeida casi nunca necesita aclarar quién dijo tal cosa. Así de naturales las conversaciones.

Aunque lo más interesante es cómo se va retratando al antagonista, sobre el que nada se dirá para evitar spoilers involuntarios. Es muy raro que la literatura argentina contemporánea –en especial, la literatura que toma como disparador períodos de violencia histórica reciente– indague en el alma o la mente de los verdugos. Por lo general, se limita a gritar lo espeluznante que es el verdugo, pero rara vez se le acerca. Mucha de esta literatura envejece apenas publicada debido al error recurrente de demonizar al represor como un ser tan malvado, que de puro malo termina siendo una caricatura, un villano de opereta con carcajada estruendosa, que se retuerce la punta de los bigotes mientras ata a la chica a la vía del tren. Nada de eso pasa aquí. Tenemos un personaje complejo, atormentado a su manera y con dilemas existenciales. De algún modo –y al igual que el protagonista– el titiritero que mueve los hilos desde las sombras también busca entender cosas. Aunque los caminos sean muy diferentes, igual que los objetivos del periodista, la experiencia de lectura termina sugiriendo que tal vez sea el malo el verdadero protagonista de esta historia. Un malo que es la personificación de la impunidad entendida como una serpiente que muda la piel con cada gobierno y se mantiene perenne, trascendiendo a estos en su permanencia. Es este tratamiento excepcional, poco frecuente, lo que amplifica el alcance de la novela más que su tema. Son contadas las ocasiones en que el autor escarba en el alma del malvado y busca entender con él. Uno de los pocos casos fuera de la presente, es La soledad del mal, de Horacio Convertini.

Una comparación odiosa, para evitar adelantos en la trama: en su última película, un telefilme titulado Down came a blackbird (Jonathan Sanger, 1995, aquí se la conoció como El ocaso), Raúl Juliá interpretó a un supuesto profesor de literatura que asiste a una terapia grupal para víctimas de la tortura. El grupo es dirigido por una sobreviviente de Auschwitz. El supuesto profesor conoce una periodista, que había sido secuestrada por los escuadrones de la muerte. Se enamoran, la ayuda a superar su fobia al agua y abre su corazón a ella: es un hombre atormentado que lee a Rilke y la trata con dulzura paternal. Sobre el final, nos enteramos que él no había sido un secuestrado sino un torturador, que también se consideraba víctima y que estaba en el grupo porque quería entender. Sin llegar al nivel de melodrama de Down came a blackbird, y aunque el tema no es tanto la tortura como la apropiación de menores, La tensión del umbral presenta un tratamiento jugado y original al nivel de esa película.

Desde su primer libro, El colectivo, Almeida cultiva un estilo sobrio y austero, que hace rendir sus recursos al máximo. La tensión del umbral sigue el hilo de sus obras anteriores en el sentido de que continúa indagando en la lógica del aparato represivo, pero a su vez es diferente porque en este caso hay varios giros que redoblan la apuesta en pos de una universalización del tema. Y pese a la complejidad de la trama –incluso, por cómo está presentada–, la experiencia de lectura es vertiginosa, adictiva. *


Cezary Novek





sábado, 16 de enero de 2016

Las olas del mundo - Alejandra Laurencich




Relatos en la tormenta

Es el verano de 1976. Andrea tiene 12 años. A su alrededor, los adultos repiten una y otra vez lo que parece inexorable: el gobierno de Isabel termina, los militares están a punto de tomar el poder. El cambio que se avizora es celebrado por muchos con fervor y entusiasmo. La vida familiar es la estructura en la que van encajando las piezas de la historia: una abuela eslovena “de misa diaria”, una madre anglófila pero peronista, un padre silencioso, un hermano con inquietudes políticas.

Durante sus vacaciones en Mar del Plata Andrea conoce a Malena Kunster, una chica dos años mayor que ella por la que se siente atraída con la potencia y la fascinación que tienen algunas amistades en la adolescencia. Malena fuma sin esconderse de sus padres, tiene seguridad, soltura y una extraña mezcla de encanto y crueldad que deslumbra a Andrea. La mención de Spinetta se convierte en un lazo que las une; el músico es una suerte de figura mítica, inalcanzable, casi divina.

El 24 de marzo de 1976 Andrea cumple 13 años. Y ese día se desata la tormenta que venía anunciándose: las botas, las persecuciones, la gente que desaparece, las huidas, el exilio, el silencio, las delaciones, las sospechas, la desconfianza, los rumores y el miedo. Los autos con las luces apagadas recorren las calles de los barrios; en las casas, las familias buscan en las bibliotecas aquellos libros que van a tirar al fuego. En el colegio también reina el autoritarismo; las monjas reproducen un orden que se vuelve asfixiante y destruye la frontera entre lo social y lo íntimo.

Andrea habita su cotidiano con un personaje que ha inventado uniendo retazos de Spinetta, Don Diego de la Vega, Paul Getty III, Cristo y Mick Jagger. “Él” se va convirtiendo de a poco en una herramienta que ayuda a procesar todos los cambios que impone el mundo. El trabajo detallado de construir un relato es, quizás, lo que sostiene a esa adolescente en un cotidiano que se derrumba y se deshace. ¿Cuántas historias debemos contar(nos) para poder soportar la realidad? ¿Cómo nos salva esa construcción de aquello que no puede ponerse en palabras?

Poco a poco Andrea va perdiendo el mundo conocido: los amigos desaparecen o sus familias se mudan sin dejar la nueva dirección. Su hermano escapa a Italia, su abuela muere, su madre se enferma. En el relato de cada día se evidencia el modo en que las desgracias nos envejecen, nos debilitan, nos vuelven frágiles. Un secreto y un papel escondido en el bolsillo de una campera se vuelven los detonantes de largas preguntas sobre la responsabilidad, los errores, lo irreparable y la culpa.

28 años después, Andrea se encontrará en una encrucijada, en el momento impostergable de enfrentar quién fue y en quién se ha convertido. Los recuerdos,  escondidos y amordazados, reaparecen por cada grieta que ofrece el presente. Una vez más, la escritura le permitirá entrar y salir de ese laberinto.

“Un talento se construye en soledad; un carácter, frente a las olas del mundo”. Con esa frase de Goethe se abre esta novela que, justamente, pone en escena el mecanismo por el cual lo que somos surge de lo que hacemos frente a lo que sucede.

No sólo se habla aquí de la potencia del arte como catalizador de la experiencia sino también del modo en que nos relacionamos con los demás, la delicada red de lazos en los que se cruzan el compromiso, la lealtad, el perdón y la posibilidad de construir nuevas lecturas del pasado.

Alejandra Laurencich nació en Buenos Aires en 1963. Formada en Bellas Artes, es narradora, guionista y maestra de escritores, una faceta de la que puede disfrutarse en su libro El taller. Nociones sobre el oficio de escribir. A fines de  2011 creó La Balandra. Otra narrativa, una de las revistas literarias más interesantes que se publican actualmente en nuestro país. Todo el trabajo de Laurencich –como escritora, como maestra y como directora de La Balandra– evidencia una concepción democrática de la cultura y la convicción de que todos tenemos derecho a crear y a disfrutar los bienes culturales. 

Alguna vez contó que empezó a escribir siendo muy joven. Todos los días, con un promedio de trabajo de seis horas por jornada, la máquina Underwood repicaba pasara lo que pasara. Después de un trabajo sostenido de dos años y medio, terminó su primera novela: un enorme manuscrito de 800 páginas que no llegó a publicarse. Quizás en esos días ya estuviera latiendo el gérmen de ese carácter que se ha ido construyendo “frente a las olas del mundo”.



Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X



Notas relacionadas








viernes, 8 de enero de 2016

"Una revelación brutal" - Louise Penny





Los secretos de la aldea

Dos hombres reunidos en una cabaña escondida en un bosque de Canadá. Uno de ellos relata una historia y el otro escucha. Afuera es de noche, nadie sabe que están allí.
Olivier Brulé tiene 38 años. Es dueño de un bar en Three Pines, un pequeño pueblo de Quebec. Su pareja, Gabri, es el propietario de la hostería. Han  encontrado en ese lugar un territorio amable donde vivir pero todo cambia cuando un cadáver aparece en el bar.
Como toda historia planteada en un espacio acotado –en este caso, el pequeño pueblo– hay un elemento disruptivo que trastoca la tranquilidad cotidiana. Ese elemento parece ser el cadáver de un hombre que nadie reconoce. Es sólo el comienzo de una avalancha que cae sobre vidas que parecían ya establecidas para siempre en una mansa serenidad.
Aparecerán los secretos de familia, las historias que nos contamos para asumir la realidad, los lazos que crea una comunidad, los tesoros que se esconden de los demás, la envidia, el miedo, la codicia, la furia, la venganza, el arrepentimiento y el pasado que reaparece.
Aunque Una revelación brutal cumple con los requisitos de una novela de misterio y el enigma se mantiene hasta las últimas páginas, lo más valioso de esta historia es el desfile de personajes. Cada uno de ellos tiene la profundidad necesaria para permanecer en la mente del lector mucho después de terminado el libro. Olivier y Gabri; Myrna, la mujer que trabajaba como psicóloga en la ciudad y que dejó todo para abrir un negocio de libros usados en el pueblo; los Parra, una familia de origen checo; una pareja de pintores; los Gilbert, gente recién llegada que está a punto de inaugurar un nuevo hotel; la impactante presencia de los Haida, uno de los pueblos originarios que habitan Canadá. Quien más se destaca en ese elenco es Ruth Zardo, la poeta de 80 años  –siempre acompañada de su pata Rosa–, la “vieja loca”, el personaje pintoresco, una mujer que se balancea  entre la excentricidad y la chifladura. Cada vez que Ruth habla, la historia se llena de ironía, sarcasmo y lucidez. 
Otra característica del libro de Penny es presentar un abanico de identidades que suelen estar ausentes en muchas novelas e incluirlas sin hacer un alboroto alrededor de eso, con la misma naturalidad con la que están en el mundo. Personajes que, entre muchas otras características, también pertenecen a grupos que han sido históricamente postergados: negros, homosexuales, personas con síndrome de Down, pueblos originarios. La autora los presenta alejándose de todo estereotipo. 
Una revelación brutal es el primer libro de Louise Penny publicado en Argentina pero es el quinto de la serie protagonizada por el inspector Armand Gamache, jefe del Departamento de Homicidios de la policía de Quebec. Un inspector que no lleva armas porque las considera “peligrosas” y que sólo trabaja con su mente, observando y dejando que las cosas decanten, al estilo del inspector Maigret creado por Georges Simenon. En este caso, Gamache es acompañado por la agente Isabelle Lacoste, el inspector Jean Guy Beauvoir y el joven policía local Paul Morin.

Penny nació en Toronto en 1958. Durante dieciocho años trabajó como periodista. Fue al comienzo de su carrera que empezó a tomar alcohol. A los 35 años entendió que se había convertido en alcohólica y decidió dejarlo. Poco tiempo después se casó con un médico y abandonó el periodismo para dedicarse a la escritura. Es conmovedor pensar en esos primeros tiempos: Penny y su marido hicieron un trato. Él mantendría  a la familia y ella escribiría una novela histórica. Pero de a poco fue creciendo un secreto. Penny no lograba escribir. Se pasaba horas viendo la televisión, sin poder conectarse con lo que siempre había deseado. Por esos años, cuando su marido llegaba del trabajo y le preguntaba cómo iba la novela, ella pensaba que si él se acercaba al televisor –todavía caliente después de haber estado todo el día prendido– habría comprendido rápidamente que estaba atascada y que ni siquiera podía decirlo. El vuelco llegó cuando Penny decidió abandonar su proyecto inicial y escribir una novela de misterio, como las que siempre le había gustado leer. Tenía cuarenta y siete años cuando publicó su primer libro. El reconocimiento llegó enseguida. Sus once novelas protagonizadas por el inspector Gamache han sido traducidas a más de veinte idiomas.
Aquel apoyo que le dio su marido tiene su contracara hoy. Él tiene Alzheimer y ella dedica la mayor parte del día a acompañarlo. Aun así, sabe que la escritura es un espacio que debe conservar. Cada mañana se levanta a las cinco y escribe unas horas. Cuando su marido se despierte ella podrá aprovechar el tiempo que les queda juntos. 


Eugenia Almeida
Publicado originalmente en Ciudad X






martes, 5 de enero de 2016

Entrevista de Babilonia Gestión Literaria




10 preguntas "Babilónicas" para Eugenia Almeida

La escritora cordobesa de renombre internacional responde 
nuestro cuestionario y nos cuenta, entre otras cosas, 
cómo en ella el escribir es mucho más que una vocación.




 1)  ¿Cuándo apareció en vos la vocación de escritora?
Siempre me gustó escribir. Desde que tengo memoria es algo que he hecho por puro placer. No sé si llamar a eso una “vocación”. Creo que es algo más nodal, algo que tiene que ver con quien soy.


2) ¿Hubo algún libro que te marcó como lectora y/o escritora?
Miles. Sería imposible nombrarlos a todos. Cada libro ofrece algo singular, único. Los primeros títulos que se me ocurren ahora son “El hombre que miraba pasar los trenes”, de Georges Simenon; los cuentos de Silvina Ocampo; “Moderato Cantabile”, de Marguerite Duras; “El denario del sueño”, de Marguerite Yourcenar; "La bestia del corazón”, de Herta Müller; “Las ciudades invisibles”, de Ítalo Calvino. Podría seguir dando nombres por horas. Eso es lo maravilloso de los libros: nunca se agotan.


3) De tus creaciones literarias, ¿hay algún libro por el que tenés un afecto especial? ¿Cuál y por qué?
Esa preferencia va cambiando con el paso del tiempo.  Supongo que tiene que ver con mis propios cambios. Cada uno de mis libros se ancla en una época en mi memoria y me trae ciertos recuerdos y ciertas sensaciones. Yo diría que hoy siento un afecto especial por un manuscrito que todavía no es un libro: la novela que estoy escribiendo.


4) ¿Cómo es tu rutina de escritura? Es decir: ¿en qué momento y en qué horarios escribís?
Escribo cada vez que puedo, en todos los ratos que puedo robar a la rutina y el trabajo (durante los recreos, en las horas libres entre una clase y otra, durante un viaje en colectivo). Cada día trato de construir un espacio para escribir. A la noche, cuando vuelvo a casa del trabajo; o muy temprano a la mañana, antes de salir. Creo que lo ideal es escribir todos los días. Lo que se pueda, pero todos los días.


5) ¿Qué te inspira para empezar una creación literaria?
Una imagen. Una imagen que se me presenta y a la que no puedo abandonar. En esa imagen hay una historia. El trabajo es descubrir cuál es el núcleo y empezar a desplegar lo que se ve ahí.


6) Como lectora, ¿cuáles son tus géneros favoritos?
Me gusta mucho el género policial. En especial, el policial francés. Más allá de eso, trato de leer un poco de todo. Y no sólo literatura. Me interesa el periodismo de investigación. Me gusta leer biografías, Historia y Filosofía.


7)  Además de la escritura, ¿qué otras actividades te gustan? (tanto a nivel profesional como a nivel recreativo)
Muchísimas cosas. Me gusta cocinar, tocar la guitarra, cantar, bailar, los juegos de ingenio, los enigmas matemáticos, los crucigramas, correr, jugar deportes de equipo, viajar, aprender otros idiomas. Me gusta mucho entender cómo funcionan las cosas: desarmar algo y volverlo a armar. Relojes, walkmans, impresoras… Me gusta mucho la carpintería; trabajar con madera.


8) De los últimos libros que leíste, ¿cuál le recomendarías a nuestros lectores y por qué?
“Una historia sencilla”, de Leila Guerriero (una crónica impecable); “Glaxo”, de Hernán Ronsino (hay que leer todo lo que escribe Ronsino); “El quinto hijo”, de Doris Lessing (un libro tremendo, desolador); “Hijo de mala madre”, de Bernardo Carvalho (una novela perfectamente rusa, escrita por un brasilero) ; “Más que mil palabras”, de Miguel Russo (las historias ocultas detrás de algunas fotografías celebres); Los dos tomos de “Los Viernes”, de Juan Forn (porque es Forn, porque escribe maravillosamente bien, porque provoca ganas de seguir leyendo).


9) ¿Podrías recomendarles además algo en materia de teatro, cine, plástica o música que te haya gustado mucho en los últimos tiempos?
Dos películas: “Dedalus” e “Incendies”. En plástica y fotografía: el trabajo de Rodrigo Fierro. Música: Lucas Heredia, Presenta trío, Adriana Varela, Lila Downs. Teatro: Emanuel Rodríguez y Las Pérez Correa.


10) ¿Estás trabajando en algún nuevo proyecto? ¿Qué nos podrías adelantar al respecto? 
Estoy escribiendo una novela. Pero no puedo contar casi nada aún porque estoy justo en ese momento en el que todo debe ir al papel, todo se está transformado y uno no ve muy claro qué es lo que va a pasar. Sólo puedo decir que lo estoy disfrutando mucho.