lunes, 29 de febrero de 2016

Dora Bruder - Patrick Modiano


La página en blanco del olvido

Un anuncio en un viejo diario de París. 1941. Una chica de quince años ha desaparecido. Una chica judía. Ese anuncio se convierte, muchos años después, en la primera pista de una reconstrucción, la punta del ovillo para desplegar una historia que habla de todos nosotros. El narrador comienza una pesquisa para saber qué fue de Dora Bruder. Por qué sus padres la buscaban, dónde estuvo, cómo era París en esos años. La búsqueda –casi una marca de estilo de Patrick Modiano– será atravesada por los recuerdos del autor. Un cruce permanente entre dos vidas que no llegaron a encontrarse en el tiempo. La propia biografía dejándose perforar por la del otro. Una red de cruces hecha, fundamentalmente, de geografías compartidas. De esos enclaves surgen, como fantasmas, las antiguas presencias. Y, como dice Adolfo García Ortega en el prólogo: “Lo que era una sencilla búsqueda, alimentada por la coincidencia de calles y de lugares comunes con la infancia del narrador, se convierte en el acta notarial de una masacre.”

El narrador descubrirá que Dora era hija de una costurera húngara y un peón austriaco, dos jóvenes que llegaron a Francia y tuvieron que enfrentar las penurias de los inmigrantes. Sabrá que cuando su hija cumplió catorce años la llevaron a un internado religioso, que pasó casi un año y medio allí, que finalmente un domingo de diciembre escapó. Y luego hay un lapso de tiempo en blanco. Un paréntesis. Meses después el nombre de Dora Bruder reaparece en la lista de personas incluidas en el convoy que salió en dirección a Auschwitz el 18 de septiembre de 1942. 

El Nobel francés vuelve otra vez sobre la lucha entre la memoria y el olvido. “Lleva tiempo conseguir que salga a la luz lo que ha sido borrado. Quedan pistas en los registros pero se ignora dónde están escondidos y qué guardianes los vigilan”. Modiano escribe cartas a los directores de los colegios de la zona, mira fotografías, conversa con una prima de Dora, recorre la ciudad, consulta partidas de nacimiento, archivos de la policía, circulares. El efecto que produce la exposición de la información proveniente de fuentes oficiales es escalofriante. Los decretos, los informes y las actas evidencian el horror de un modo más impactante porque ponen en evidencia el plan sistemático de aniquilación y sus circuitos administrativos y burocráticos. El medio tono –nunca dramático, nunca sobrecargado– se vuelve certero y doblemente perturbador. 

El trabajo de reconstrucción que hace el narrador nos muestra en una historia familiar un ejemplo más de la vida de muchos: hijos de inmigrantes nacidos en familias diezmadas por la enfermedad y la pobreza, siempre en riesgo por tener una identidad que no es totalmente aceptada por una sociedad que los recibe y los usa pero no los reconoce como pares y cuando tiene la posibilidad de  sacrificarlos lo hace sin dudar. 

Cuando en 2014 le otorgaron el Premio Nobel a Modiano, la  Academia sueca hizo hincapié en el trabajo del autor sobre la ocupación nazi en Francia. Pero limitarse a eso sería reducir su obra. No se trata sólo de Francia. Se trata de nosotros, una especie que se inclina a destruir lo que se aleja de lo aceptado, lo normal, lo conocido. Las grandes desgracias también están hechas por los complacientes que hacen o dejan hacer y aprovechan el clima para desfogar su odio privado. El antisemitismo, la islamofobia, la persecución del otro. 

Modiano habla de la opresión y de las posibilidades que tenemos de acatar o desobedecer. De colaborar con el mal o combatirlo. Pero no se trata sólo de aquellos que formaron parte de la maquinaria de la destrucción sino también de los que resistieron. Como aquel grupo de mujeres al que llamaban las “amigas de los judíos”, francesas “arias” que usaban la estrella amarilla caricaturizándola y denunciando al régimen y que fueron detenidas y llevadas, ellas también, a los campos de concentración. 

Dora Bruder –publicado originalmente en 1997– no es un libro de respuestas. Es pura pregunta. Uno de los puntos de partida habituales del escritor francés: el trabajo de reflotar aquello que ya no está. Un autor que, como dice García Ortega, siempre ahonda “en el pasado desde una situación de presente”. 

En su discurso al recibir el Premio Nobel, Modiano dijo que bajo la mirada del escritor “la vida corriente acaba por envolverse en misterio y adquiere una especie de fosforescencia que no tenía a primera vista, pero que estaba escondida en lo profundo. El papel del poeta, del novelista y también del pintor, es develar ese misterio que está en el fondo de cada persona (…) Sin duda, la vocación del novelista, ante esta gran página en blanco del olvido, es rescatar algunas palabras que estaban parcialmente perdidas, como esos icebergs a la deriva en la superficie del océano".

Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X



sábado, 27 de febrero de 2016

La multitud errante - Laura Restrepo





Siete por Tres llega a un refugio para desplazados buscando a la mujer que ha perdido: Matilde Lina, lavandera de un caserío arrasado por la violencia. Esa búsqueda lleva años. 

Siete por Tres ha sido carnicero, enfermero, chofer de colectivo, bracero, desguazador de autos, afilador de cuchillos, recolector de papa. Ha atravesado Colombia, siguiendo la huella de los que migran buscando oportunidad o huyendo del horror.

Una hermosa novela de Laura Restrepo que sabe bien cómo hablar de lo político y lo histórico a partir de las vidas individuales. Una reflexión sobre el nombre que le damos a nuestras búsquedas y sobre los posibles caminos de resistencia ante el desastre. 


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X



viernes, 26 de febrero de 2016

Entrevista de Daniel Gigena para Damiselas en apuros



La escritura es errancia, vagabundeo, pérdida

Por Daniel Gigena


En 2015, Eugenia Almeida (Córdoba, 1972) publicó una novela, La tensión del umbral (Edhasa), policial que guardaba alusiones inquietantes al proceder de las fuerzas de seguridad nacionales, a la actuación de los medios y del poder económico como árbitros del bien, la verdad o la vida. Almeida contó que durante la escritura de esa ficción no había pensado en el género de la novela negra, sino que la premisa de la historia la guió hacia allí, a ella y a sus lectores. También el año pasado publicó su primer libro de poemas, La boca de la tormenta (DocumentA/Escénicas), donde por medio de una escritura reflexiva y mesurada, se alcanzan notas dramáticas sobre la memoria, el duro oficio de existir y el presente. A diferencia de otros libros de poemas, los textos aparecen en la página par, y la impar (la que capta primero la atención del lector) devuelve el blanco a la mirada. Ese uso del silencio, las elipsis y las elisiones cuidadas refuerzan el sentido de las obras de Almeida. La escritora cordobesa responde las preguntas desde Unquillo, un pueblo en las Sierras Chicas situado a menos de una hora de la ciudad de Córdoba.

¿Cómo evaluás el desarrollo de tu escritura narrativa, ya con una tercera novela publicada?

Esa es una pregunta muy difícil de responder. No tengo una visión externa de mi trabajo. Solo puedo dar cuenta de mi esfuerzo, de mi voluntad, del deseo de darle cada vez más tiempo y más espacio a la escritura. No sé si eso se ve en los libros o no. La escritura no puede pensarse como una carrera en la que hay un desarrollo que va de menor a mayor. La escritura es errancia, vagabundeo, pérdida. Lo que puedo decir es que hago ese vagabundeo cada vez con mayor felicidad.

¿Hay correspondencias entre tu narrativa y tu poesía, préstamos, temáticas comunes, afinidades no visibles?

Creo que sí. Me parece que las temáticas y el tono (el modo de ver el mundo, el modo de estar aquí) son las mismas en la poesía o en la narrativa. Creo que es la misma voz, cantando canciones diferentes. Con respecto al género, debo decir que la poesía es un desliz. Si alguien me pregunta qué escribo, mi respuesta, sin dudar, es que escribo narrativa. El libro de poesía fue un pequeño regalo que me di: la posibilidad de publicar con una editora a la que admiro. Es un enorme privilegio publicar en DocumentA/Escénicas. Y fue hermoso el proceso de armar el libro. Para mí, es un libro comunitario.

¿Cuál es el peso de los estragos de la dictadura militar en tu obra?

Imposible de dimensionar. Inmenso. Enorme. Infinito. En mi obra, en mí y en nuestra sociedad. Lo sepamos o no. Lo veamos o no.

Contanos algo sobre tu relación con la música, el canto y la escritura de letras de canciones.

La música, para mí, es fundamental. Hubo una época en que trabajé cantando. Fue hace muchos años. Fue hermoso y quedó atrás. No toco desde hace mucho, mucho tiempo. Canto, a los gritos, dentro del auto. Suelo provocar risas en otros conductores cuando compartimos la espera previa a que el semáforo dé paso. Compuse canciones en esos años. Y están ahí. Como fotos viejas en un cajón.

Escribís para La Voz del Interior reseñas y una columna semanal. ¿Cómo es tu relación con el periodismo y con el hecho de escribir por encargo?

El periodismo cultural me permite leer mucho y comentar aquello que leo. Eso me gusta. Y me da de comer. Hasta hace pocos años tuve que trabajar en cosas que no me hacían feliz. Trabajos duros, desagradables, difíciles. No gano más dinero que antes, gano lo mínimo para vivir y pagar las cuentas. Pero me gusta lo que hago. Creo que eso es algo muy poco común. No todo el mundo tiene esa suerte. Escribir por encargo me gusta. Es un desafío. Es algo diferente de lo que hago cuando escribo novelas o cuentos. Tener una fecha límite, tener un espacio acotado. Es un buen  ejercicio para cualquier escritor. Las exigencias del periodismo hacen que la mano se afloje.

Fuiste primero reconocida en el exterior, con el premio internacional Dos Orillas en 2005 por tu novela "El colectivo", que se convirtió en un éxito en España, Portugal, Italia y Francia. ¿Qué te posibilitó ese premio?

Muchos viajes. Mucha gente. Muchos gestos generosos. Pero sobre todo, la posibilidad de viajar. Viajar te saca de eje, te recuerda que no sos nada, que la vida se pasa demasiado rápido, que no hay que distraerse. Viajar te muestra claramente cuál es tu casa y quiénes son los tuyos.

¿Cómo se expresa el humor en tu obra?

Durante años formé parte del Grupo de Investigadores del Humor (GIH), que trabaja en el marco de la Universidad Nacional de Córdoba. Disfruté y aprendí muchísimo con ellos. Es un grupo extraordinario. Hicimos un Diccionario crítico de términos del Humor que se publicó como libro virtual en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC. Yo siempre trabajé el humor político; el chiste gráfico como un género del periodismo de opinión. Es un grupo interdisciplinario, hay muchas miradas diferentes. Salí del grupo hace dos años con la intención de darle más tiempo a la escritura. Pero extraño mucho ese espacio de encuentro, de discusión y de trabajo. Si bien hay muchísimo humor en mi vida cotidiana, creo que no está muy presente en mis libros, salvo en algunos cuentos. En el último tiempo, he escrito algunas columnas en un diario de mi ciudad y ahí se ha colado algo de humor. Pero no sé. Me encantaría poder escribir cosas que hicieran reír a la gente.

¿Cuál es tu visión sobre la política cultural del kirchnerismo y la que asoma en la nueva gestión?

Coincidí en muchas de las acciones de política cultural llevadas a cabo durante los gobiernos kirchneristas. Y cuando no coincidí, fueron diferencias de matices, cosas menores.  No tengo una militancia partidaria pero celebré, acompañé y colaboré, cuando pude, con muchas de esas políticas, fundamentalmente con aquellas relacionadas con la promoción de la lectura. Trabajo haciendo capacitaciones docentes y en estos años he estado, muchas veces, en lugares a los que llegaban cajas con libros enviados por el Ministerio de Educación y veía a chicos de 12, 13 y 14 años que tenían un libro en sus manos por primera vez.  Catorce años. Un libro en sus manos por primera vez. Por primera vez se los consideraba sujetos de derecho. Se les reconocía su derecho a participar, a disfrutar y a producir cultura. Esas cosas son las fundamentales, las que construyen un país, las que no se ven pero crean comunidad. Veo con mucha tristeza y con dolor, con un profundo dolor, las medidas que está tomando la nueva gestión. No solo a nivel de política cultural. Entiendo que la democracia no se limita a votar cada cuatro años. En ese contexto, como ciudadana, mi participación política, mi forma de colaborar con el sistema democrático, es decir que estoy muy preocupada. Hasta hace unos meses podía escuchar en los medios de comunicación voces muy distantes entre sí. Eso siempre me pareció valioso. No soy de las que se asustan cuando hay discusiones políticas. Las celebro; eso habla de la salud de la democracia.

Hubo medidas hostiles: despidos, declaraciones antipáticas, cuestionamientos a la política estatal de derechos humanos…

Desde diciembre, esa variedad de voces de la que hablaba se ha ido acotando y uniformando. A eso hay que sumarle los miles de despidos; muchos de ellos basados en la persecución ideológica. El desconocimiento del trabajo que se ha venido haciendo. Las horrorosas declaraciones de Darío Lopérfido, el hecho de que todavía siga siendo ministro de Cultura de la ciudad de Buenos Aires. Estoy muy triste. Estoy muy preocupada. Creo que hasta hace poco vivimos una época de enorme libertad de expresión, para todos. Aparentemente, las cosas han cambiado.

¿Cuál es tu relación con el género policial?

Es un género que me encanta leer. Ahí están mis maestros. Georges Simenon, a la cabeza.  Ojalá pudiera provocar en algún lector lo que Simenon me provoca a mí.

Por último, ¿cómo influye el entorno en tu obra?

Creo que el entorno influye más en mí que en mi obra. Laboralmente, la vida para mí es todavía citadina. Todos los días debo viajar a Córdoba, que es una ciudad cada vez más ruidosa, más recargada, más agobiante. No muy diferente a Buenos Aires, salvo en el tamaño. Por suerte, los fines de semana puedo quedarme bajo un árbol, con el aire un poco más fresco, recordándome que no estamos hechos para vivir en la línea de sacrificio de un matadero. Pero no sé cómo eso se refleja en mis libros. Algunas novelas, como El colectivo, transcurren en un pueblo y otras (La tensión del umbral o La pieza del fondo) son historias de ciudad. Personalmente, si pudiera irme más lejos (si pudiera vivir perdida en un pueblito de montaña, por ejemplo) lo haría sin dudar. Lo que me mantiene cerca de una ciudad es la necesidad económica de trabajar. No otra cosa.





jueves, 25 de febrero de 2016

Nos vemos allá arriba - Pierre Lemaitre



La gran estafa  


Dos de noviembre de 1918. La Primera Guerra Mundial está a punto de terminar y los combatientes saben, cada uno en su bando, que todo va a cambiar. Los hombres se dividen entre quienes sienten el alivio y preferirían no moverse hasta que se firme el armisticio y aquellos otros que desean su último trago de sangre, desesperados ante la idea de que el escenario de la batalla desaparezca. El teniente d´Aulnay–Pradelle quiere aprovechar hasta el minuto final su posibilidad de volver con honores. Está dispuesto a sacrificar a sus hombres y a provocar él mismo un tiroteo que justifique la ofensiva. 

Dos soldados salen de las trincheras y caen muertos. Albert Maillard va detrás de ellos y descubre que las balas han venido del lado francés. Entiende, en un destello, que el teniente les ha disparado. Todo se vuelve un momento confuso, una guerra privada dentro de la Gran Guerra. Albert queda enterrado vivo, tapado por la tierra, enfrentado a la cabeza de un caballo muerto. Édouard Péricourt, uno de sus compañeros, logra sacarlo del pozo y revivirlo. Justo en ese momento, una metralla alcanza la cara de Édouard, le arranca la mandíbula inferior, lo deja marcado de por vida. 

Quien fue salvado se convertirá en el cuidador de quien ha perdido el rostro. ¿Cuál es el lazo que los une? No se trata de agradecimiento. Es más bien la necesidad de sostener al otro como único testigo de lo que han sufrido. También juegan su papel la culpa, el rencor y el remordimiento.

Mediante documentos falsos, Albert logra que su compañero herido sea evacuado. Tiempo después lo busca y lo lleva a vivir con él. La relación entre los dos se construye en los límites de lo posible. Hay algo en el personaje de Édouard que recuerda a los mutilados del cuento “Los sin cara” de Marcel Schwob. Algo terrible y tierno a la vez. 

Así comienza esta historia en la que se cruzan miles de muertos anónimos, la alta burguesía francesa, un adicto a la morfina, una niña que decora máscaras de pasta de papel, una fotografía inesperada, un perro huyendo con un hueso,  un hombre anuncio que se pasea por las calles de París, un cuaderno como herramienta de conversación, un aristócrata sin fortuna que está dispuesto a hacer cualquier cosa para recuperar su status social, un grupo de senegaleses corriendo bajo la lluvia y dos enormes estafas.

Una vez terminada la guerra, los buitres llegan a alimentarse con lo que queda. Buitres de uniforme; antiguos mandos dedicados a la recuperación y venta de stocks militares; empresarios que buscan generar negocios a gran escala. La rapiña, el robo, el soborno, la corrupción, la especulación, la codicia. Desde la esfera estatal surge el proyecto de exhumar y reagrupar en nuevos y enormes cementerios los cadáveres de los soldados caídos. La maquinaria económica que implica ese operativo es escalofriante: exhumaciones, traslados, ataúdes, nuevos enterramientos. Una macabra cadena productiva que pone en evidencia los negociados que puede ofrecer la guerra y la conversión de los cadáveres en mercancía. 

Nos vemos allá arriba se ocupa de mostrar ciertos aspectos de la posguerra. El regreso de los soldados y el lugar que encuentran en la sociedad. Un lugar de desplazados, de marginales a los que se ha estafado  pidiéndoles todo a cambio de nada. Los muertos son rápidamente convertidos en héroes; los sobrevivientes son vistos con recelo, con desconfianza, con incomodidad. Su presencia recuerda constantemente la otra cara de la guerra, lo que nunca podría ser disfrazado de gloria o heroísmo. Al mismo tiempo, la novela parece decir a cada momento que nada ni nadie puede mantenerse oculto para siempre.

Pierre Lemaitre nació en Francia en 1951. Psicólogo de formación, durante muchos años se dedicó a enseñar literatura a bibliotecarios. Una de sus alumnas –que luego se convertiría en su esposa– le preguntó por qué no escribía y Lemaitre le dio un viejo manuscrito para que lo leyera. En cuanto terminó la lectura, ella lo convenció de que debía publicarlo. Esa primera novela fue enviada a veinte editores y tuvo como respuesta veinte rechazos y un arrepentimiento: uno de los que inicialmente había dicho que no llamó por teléfono a Lemaitre para decirle que se había equivocado y que estaba dispuesto a publicar el libro. Era 2006 y el autor tenía 56 años. Un comienzo de carrera que muchos describieron como “tardío”. Siete años después, Lemaitre dejaría los policiales que lo hicieron famoso en Francia para jugar más allá de los géneros y escribir Nos vemos allá arriba. La novela ganó el prestigioso premio Goncourt en 2013 y fue elegida como  la mejor novela francesa del año por la revista Lire.  


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X





miércoles, 24 de febrero de 2016

5ª EDICION DEL FILBA - SAN RAFAEL, MENDOZA






Literatura federal y de buena cepa

María Teresa Andruetto, Eugenia Almeida, Gabriela Massuh, 
Hernán Ronsino e Iván Moiseeff serán algunos participantes 
de este encuentro, que se desarrollará del 7 al 10 de abril.



Por Silvina Friera

La frontera, ese caótico tejido de lo vivo, es el lugar de cruces y hibridaciones, de deslizamientos y mezclas, de movimientos y tensiones, de afinidades y divergencias. El concepto de frontera, tan elástico a la hora de modular y extender el campo de las interpretaciones, será uno de los hilos conductores del quinto Filba, el Festival Nacional de Literatura organizado por la fundación Filba, que se realizará en San Rafael (Mendoza) del 7 a 10 de abril, en la Biblioteca Mariano Moreno y en el Laberinto Borges ubicado en la Finca Los Alamos, entre otras sedes de esta ciudad mendocina que cuenta con 200 mil habitantes. “Poné pausa. 4 días de literatura” es el slogan de esta edición que tendrá como invitados a las escritoras cordobesas María Teresa Andruetto y Eugenia Almeida; María Cristina Ramos –nacida en San Rafael, radicada desde fines de los años 70 en Neuquén–, Gabriela Massuh, Hernán Ronsino e Iván Moiseeff, entre los primeros confirmados, y en la que no podrán faltar actividades vinculadas con la formidable obra de Antonio Di Benedetto (Mendoza, 2 de noviembre de 1922 – Buenos Aires, 10 de octubre de 1986), a treinta años de la muerte del autor de Zama.

“La verdad que es todo un desafío para una fundación chiquita, desde Buenos Aires, tratar de movernos lo más lejos posible por el país. San Rafael es lo más lejos que llegamos con el Filba por una cuestión básica de presupuesto: las distancias en Argentina son enormes y cuanto más lejos te vas, más caro es todo”, plantea Gabriela Adamo, directora del Filba, encuentro literario que en anteriores ediciones tuvo como escenarios a Mar del Plata (2015), Azul (2014), Santa Fe (2013) y Bahía Blanca (2012). “En esta edición contamos con el apoyo de la fundación Williams, que trabaja mucho en la zona de San Rafael. Nosotros teníamos ganas de ir a Mendoza y lo que teníamos claro era que no queríamos que fuera en la capital. Nos interesa el aspecto descentralizador que tiene el festival de no ir a las grandes ciudades que tienen más acceso a la literatura, sino buscar un segundo nivel de ciudades que tengan una población importante, con un circuito de escuelas, bibliotecas y librerías. El acceso a los escritores y las propuestas que podamos llevar a San Rafael, una ciudad que tiene dos librerías, marca una diferencia muy grande”, agrega Adamo que ya hizo dos viajes a la ciudad mendocina para visitar diversos espacios culturales y relevar información.

“Uno de los temas de esta edición es la frontera, no sólo la frontera del país, qué significa Mendoza y la cordillera, sino también la frontera entre las grandes ciudades y los pueblos más chicos. El concepto de frontera nos está dando mucha tela para cortar porque tenés fronteras de géneros y de estilos, fronteras lingüísticas y fronteras de todo tipo –cuenta la directora a Página/12–. Los Filbas nacionales no pretenden ser un festival de literatura local. Noso- tros no seríamos los más indicados para llegar a San Rafael y decir: ‘el tema de ustedes es tal cosa’. El Filba es un festival de literatura nacional que toca temas literarios que están en discusión en todo el país. La geografía de los lugares adonde vamos haciendo el festival muchas veces nos dispara un montón de ideas. Así como el año pasado se nos ocurrió hacer las caminatas playeras en Mar del Plata, en San Rafael nos interpeló de entrada la cuestión de la frontera.” Adamo anticipa que están diagramando la programación –lecturas, charlas, performances teatrales y musicales– y entre las actividades que están desarrollando como novedad intentarán cruzar la cata de vinos con la cata de libros, pero también destaca la importancia que tienen, en cada una de las comunidades por donde circula el festival, el menú de talleres que suelen ofrecer. En este quinto Filba habrá talleres de narrativa, de crónica, de poesía y de gestión cultural.

“No encontramos editoriales en la ciudad en los dos viajes que hicimos. Sí descubrimos que hay una escena muy fuerte de cine y de guión, por eso estamos pensando incluir alguna de estas actividades en la programación. Si hay editoriales en un lugar, eso genera movimiento y las librerías se ven muy estimuladas. Si podemos poner un granito de arena, una semillita para que San Rafael tenga una editorial o más librerías, vamos a tratar de hacerlo”, promete Adamo.







martes, 23 de febrero de 2016

Umberto Eco. Detective de la cultura



En su libro Confesiones de un joven novelista, Umberto Eco cuenta que empezó a escribir cuando era un niño. El proceso era siempre el mismo: primero, un título; después, todas las ilustraciones que iba a contener el libro; por último: el primer capítulo. Y entonces llegaba el cansancio. Un par de páginas, la fatiga, el aburrimiento y el deseo de una nueva historia. Así, el niño Umberto coleccionaba principios.

En 1978, una amiga que trabajaba en una editorial les pidió a él y a un grupo de teóricos sin experiencia en ficción que escribieran un relato de detectives. Eco declinó la invitación diciendo: “Si tuviera que escribir una novela negra, esta tendría por lo menos quinientas páginas y estaría ambientada en un monasterio medieval”. La respuesta, dicha como una broma, encendió algo: esa noche volvió a su casa, se puso a revisar viejas notas y empezó a darle vueltas a un argumento: monjes, una serie de asesinatos, un libro perdido, una biblioteca.

Dos años después publicó El nombre de la rosa. Para ese entonces Eco tenía un gran reconocimiento como académico. Publicar su primera novela a los 48 años parecía un capricho. Pero el libro se convirtió en un éxito mundial. Vendió millones de ejemplares. 

Eco decía que sus novelas surgían de una imagen, una escena que se le imponía y a partir de la cual escribía. Mientras la idea se desarrollaba, comenzaban a aparecer ciertas restricciones. A veces relacionadas con la estructura (El péndulo de Foucault debía tener 120 capítulos y la historia debía dividirse en 10 partes) y otras con ciertos detalles que imponían los datos históricos involucrados.

Si uno recorre sus libros irá descubriendo cómo se mezcla en ellos el trabajo minucioso, propio de un investigador, con la mirada descentrada y un tanto alucinada de un escritor de ficción. Hay algo allí que parece burlarse de la veneración que nuestra cultura tiene por el concepto de la verdad. No hay certeza posible en la ficción. A lo sumo la persecución de algo que siempre se escapa.

En la obra de Eco aparecen también los grandes secretos, las conspiraciones, las teorías que pretenden explicarlo todo, los códigos, ese hambre infinito de descubrir la clave que arrastre todas las piezas y nos libere de nuestra incertidumbre; es decir, de nuestra condición humana.

Ambientadas en espacios cerrados como museos y monasterios o en espacios abiertos como una isla desierta; en la Edad Media o a fines del siglo 20; desgranando los misterios de sociedades secretas o los detalles de una memoria personal borrada; reflexionando sobre el tiempo, el espacio y el modo en el que afectan nuestra percepción del mundo; poniendo a la literatura y los relatos en el centro de la escena, las novelas que escribió Eco dibujan una obra compacta que vale la pena visitar.

El nombre de la rosa (1980), El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la reina Loana (2004), El cementerio de Praga (2010) y Número Cero (2015). Siete estaciones para asomarse a un escritor que amaba los libros y las bibliotecas. 

A Eco le gustaba jugar en los límites, atreverse a la mezcla, a la mixtura. Cuando presentó su tesis doctoral, uno de los integrantes del tribunal le dijo que el trabajo adolecía de algo que llamó “falacia narrativa”. Eco escuchó a su examinador decirle que un estudioso debía investigar y presentar sus conclusiones; que la historia de los desvíos, los derroteros y las errancias que lo llevaron a esas conclusiones no era importante y que él había presentado su investigación “como si fuera una novela de detectives”.

En esos territorios de frontera puede inscribirse gran parte de la obra de Eco. La académica y la literaria. Quizás lo que subyace a todas sus novelas es la necesidad de poner el ojo sobre la cultura para descubrir allí lo que está oculto, aun si siempre está a la vista: qué es la verdad, qué es la ficción, qué es la memoria, qué es un secreto y cómo la suma de los silencios y los relatos construye lo que somos. 



Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X




lunes, 22 de febrero de 2016

Comentario de Adolfo Barrera sobre "La tensión del umbral"




"El nuevo y aclamado libro de la escritora cordobesa, radicada en Unquillo, tercera novela publicada por editorial Edhasa, genera una empatía inmediata.
Es una escritora que está contando con naturalidad y frescura el horror cotidiano.
Nos lo hace entender con la gran metáfora de la literatura inventada en el siglo XX llamada policial negro.
Intensa y exacta en los diálogos, impecable a la hora de retratar los ambientes policíacos (esto ya era una de sus marcas personales en sus dos novelas anteriores: El colectivo y La pieza del fondo).
En las sombras de Córdoba todavía está intacto el aparato represivo infernal que legó la última dictadura militar.
No es una novela sobre la memoria. En todo caso es sobre las consecuencias que tiene en el presente la falta de justicia, el triunfo de la violencia, su permanente demanda para resolver los conflictos, y la preservación del poder a cualquier costo.
Aparece en primer plano el tema del suicidio.
Su terrible impronta.
Otra cuerda que se corta cuando no resiste más, que aguanta hasta dónde puede.
Un clima de ahogo nos envuelve.
Y con el humanismo decisivo que la caracteriza, una vez más, Eugenia Almeida nos invita respirar por sus palabras."


Adolfo Barrera
Escritor - Librero



domingo, 21 de febrero de 2016

Mefisto - John Banville






“Yo supe desde el principio que era el superviviente de alguna pequeña catástrofe, las ondas de choque aún seguían reverberando débilmente dentro de mí”. 

Gabriel Swan arrastra una ausencia permanente: un gemelo muerto. De esa ausencia va a brotar una necesidad imperiosa de encontrar sentido en el mundo. Un sentido que quizás esté en la matemática, en los números. Accidentes, encuentros, desgracias, desencuentros, incendios, lazos que nunca decantan hacia algo que pueda explicarse con palabras. 

Un libro extraño, difícil de definir. Alguna vez el autor dijo: “El mundo es siniestro y perturbador, basta con mirar a nuestro alrededor; a la gente que dice que mi obra es gótica y oscura le replicaría: Hay que ver el mundo.” 

Una puerta de entrada para conocer a John Banville, considerado uno de los más grandes escritores de lengua inglesa. 


Eugenia Almeida
Publicado originalmente en Ciudad X



sábado, 20 de febrero de 2016

Jorge Leonidas Escudero



Un humilde buscador de piedras

Discreto. Según sus palabras, “de perfil bajo”. Un hombre de provincia que pasó su vida construyendo una obra conmovedora. Jorge Leonidas Escudero. Un nombre que suena en estos días ante la despedida.

Alguna vez, hace años, hubo un pequeño revuelo ante una entrega de premios que ubicó a Escudero como primera mención. ¿En qué cabeza cabía darle a este hombre otra cosa que no fuera el Primer Premio? Se habló de los privilegios de vivir en Buenos Aires (Escudero vivía en San Juan); se habló de pertenecer a ciertos círculos (Escudero desconocía a los autores de su generación y decía que apenas había leído algo de poesía); se habló de los circuitos académicos (Escudero escribía una poesía viva, de la calle, que retomaba los decires de ciertas regiones periféricas para ese centro que parecía ser Buenos Aires); se habló de ninguneos. La escritora Ivonne Bordelois lo puso como ejemplo de un poeta "que hunde sus manos en las raíces del lenguaje y no en su propia vanidad". Se discutió. Se protestó. Escudero hizo lo que había hecho siempre: siguió escribiendo con esa potencia tan suya, tan propia, tan única y, a la vez, tan colectiva.

Jorge Leonidas Escudero. El poeta. El que va y viene de la montaña. El que busca minerales, piedras, vetas. El que se deja tentar por los juegos de azar y se pone a cazar la suerte. Lo mismo con las palabras. Como si el lenguaje fuera el puente para llegar a la experiencia. El camino, nunca la meta.

A Escudero no le preocupan las normas del idioma. Le interesa el giro, la grieta, el recodo. Aquello que la lengua hace en su región. Un decir como marca de identidad. “Agazapada casa m' está sperando”, dice en su poema “El vino triste”. Y hay algo en los sonidos que no puede limitarse al significado. El idioma está vivo. Se escribe como se habla, como se oye. Se reconoce existencia a la gente del pueblo. Son lo mismo: el poema, la gente del pueblo, nosotros, ese decir cansino, ese morder ciertos sonidos, ese apretar palabras. Hacía falta un poeta para nombrar el modo en el que el lenguaje se usa todos los días, aquí abajo, en el mundo. 

Jorge Leonidas Escudero. El hombre que murió hace poco más de una semana, a los 95 años. El poeta enorme, el secreto bien guardado, el escritor de culto. El que  tuvo a San Juan como cuna, territorio y tumba. Uno que de chico, en cuarto grado, se sintió sacudido cuando su maestra le hizo aprender de memoria “Caballito criollo”, de Belisario Roldán. Uno que se dijo “así como ahora aprendo este poema de otro, algún día voy a aprender uno escrito por mí.” Uno que estudió para ser ingeniero agrónomo pero abandonó la carrera. Uno que fue oficinista hasta que un amigo le propuso ir a trabajar a una estancia “buscando minerales”. Uno que aceptó y empezó, entre las piedras, su búsqueda. “Salgo a cazar, si puedo, la palabra única / Esa que me desvela / y no aparece”, dice en un poema.
Uno que publicó su primer libro a los cincuenta años, gracias a la ayuda de una sociedad de fomento. Amante del juego, empleado público, minero en Calingasta, compositor de zambas y cuecas, jubilado, poeta.

Uno al que le decían “el buscador de oro”, no como metáfora si no como dato biográfico. Uno que anduvo por los cerros, entrenando el ojo, caminando, escuchando silencios, viendo lo que vale cada sonido en el desierto. “Veo algo externo, una hoja, un gato, una piedra y me quedo mirándolo, un largo rato y luego escribo. En silencio escribo. Necesito estar conmigo mismo. A solas.”

Los libros van a decir: Jorge Leonidas Escudero. San Juan, 1920 – 2016. Poeta. Señalarán su Poesía Completa, publicada por Ediciones en Danza en 2011. 

Él dijo de sí mismo: “soy un humilde buscador de piedras” y “me complace buscar lo que no encuentro”.



Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X





miércoles, 17 de febrero de 2016

Comentario en Des mots et des notes sobre la versión francesa de "El colectivo"








Un court roman, tendu comme un arc entre le premier soir où l’autobus ne s’arrête pas dans le village et le soir où Victoria, la soeur de l’avocat Ponce, peut enfin reprendre le bus pour rentrer chez elle en ville. 127 pages en compagnie de villageois qui vivent simplement et qui vont observer, subir, essayer de comprendre pourquoi ce bus ne s’arrête pas quatre jours de suite, pourquoi la barrière du passage à niveau doit obstinément rester baissée alors qu’il ne passe un train que deux fois la semaine.

Le fin mot de l’affaire ne nous sera jamais livré mais avec Gomez, le coursier et Ruben, l’hôtelier, le lecteur aura eu le temps de découvrir, bouche bée, comment les différents niveaux du pouvoir envoient les ordres, cadenassent les décisions, morcellent les relations, détruisent les rapports, désinforment la population. L’atmosphère est lourde, l’orage menace mais ne craque pas, le mystère est opaque, épais et le rythme de l’écriture est vif, le tout produisant un premier roman inoubliable.

Eugenia Almeida entrelace le compte-rendu de ces quatre jours étouffants avec le portrait de l’avocat Ponce, sa femme et sa soeur. Elle introduit subtilement un parallèle entre les personnages de cette famille si différents les uns des autres et l’opposition entre les deux côtés du village de chaque côté de la voie ferrée et celle, plus implicite, entre la ville et la campagne. On devine que les gens de la ville, les militaires au pouvoir, croient sans doute qu’ils peuvent mater de « simples » villageois comme Ponce a soumis sa femme.

Mais on ne soumet pas la sensibilité des gens. La fin du roman m’a laissée à la fois plein d’espoir et d’appréhension pour les personnages qu’Eugenia Almeida a réussi à faire vivre en quelques pages vraiment marquantes.

La première page contient tout en germe :

«Cela fait trois soirs que l’autobus passe sans ouvrir ses portes. Le village est sous une chape métallique. Grise et légèrement ondulée. Le seuil des maisons est maculé de terre et l’absence de pluie rend les chiens nerveux. Par la fenêtre de l’hôtel, Rubén se penche machinalement pour regarder les gens qui traversent la voie. Ce sont les Ponce, qui habitent de l’autre côté. Ils accompagnent cette fois encore la belle-sœur pour voir si elle peut retourner en ville. Avant qu’ils ne parviennent à l’emplacement où l’autobus s’arrête, Rubén sort sur le pas de la porte. De loin on aper­çoit sa main qui s’agite comme un pendule dans l’air, un battant de cloche accroché à rien, qui se secoue pour dire non.
Maître Ponce fait un autre geste, de la tête, pour l’aviser qu’il l’a bien vu.

Maître Ponce fait un autre geste, de la tête, pour l’aviser qu’il l’a bien vu.
– Il ne s’arrête pas, il faut rentrer.
Cela fait rire Marta. Victoria regarde vers l’hôtel et plisse à peine les yeux lorsque le vent soulève la terre sèche. Elle ne sait pas si elle doit secouer sa robe, ôter son chapeau ou faire demi-tour pour rentrer à la maison.
– Ne ris pas. 
Marta baisse la tête pour cacher la bouche qu’elle a superbe, ouverte, immense. 
Cela fait quatre jours que les Ponce rejoignent à la même heure l’arrêt situé près de l’hôtel. Lui met un costume, une cravate et des chaussures de ville. Il porte la valise de sa sœur en faisant mine de la trouver légère. Les femmes marchent à quelques pas derrière, en parlant et en agitant les mains.» (p. 11)



ANNE7500


martes, 16 de febrero de 2016

La monja alférez - Mis memorias - Catalina de Erauso




La novicia guerrera 

Nacida en San Sebastián en 1585, Catalina de Erauso fue llevada por sus padres a un convento de monjas cuando tenía sólo 4 años. Ya en el noviciado, y a raíz de una pelea, decide huir llevándose tijeras, hilo y aguja.Con esos elementos cambia su aspecto. El pelo corto, la vestimenta de un hombre. Tiene 15 años y comienza un viaje que dura toda su vida.

Aquellos que la conocen la toman por un varón. Con esa identidad irá recibiendo ayuda y ataques y respondiendo a unos y otros dominada por un carácter explosivo e iracundo. Años después vuelve a San Sebastián y nadie –ni siquiera su madre, con quien se encuentra en misa– la reconoce.

Su derrotero la lleva a diferentes regiones de España y luego a América, donde decide quedarse. Panamá, Perú, Chile, Argentina, Bolivia. Allí se repiten las peleas callejeras, los robos, las discusiones a las que reacciona a punta de cuchillo, los engaños, las muertes, las mentiras, la debilidad por las casas de juego y la participación como soldado en las fuerzas españolas arrasando tierra americana; una participación feroz y entusiasta en la matanza de araucanos que es recompensada con el grado de alférez. Catalina es “premiada” por demostrar la frialdad, el sadismo y la crueldad propios de un soldado eficiente.

Su vida seguirá atravesada de aventuras. Paje, mayordomo, grumete, soldado, alférez, arriero, comerciante, comisionado para impartir justicia. Muchas vidas en una vida. Y todas ellas, signadas por la violencia. En un momento Catalina decide revelar su secreto a un obispo. Unas matronas llegan a certificar que lo que dice es verdad. Se corre la voz, hay un desfile de curiosos y ella se convierte en una especie de celebridad a la que llaman “la monja alférez”.

Ya en Europa, el rey confirma su grado militar y el Papa le permite seguir vistiéndose de hombre (aunque le prohíbe ofender al prójimo y matar, una promesa que parece incapaz de cumplir).

Al comenzar el relato de su vida, Catalina se refiere a sí misma usando el género femenino, al que luego abandona designándose a sí misma en masculino.

¿Hay aquí una historia de lucha por la identidad de género o simplemente la convicción de que era más sencillo sobrevivir vestida de varón? Como sea, este relato viene a demostrar que tanto la postergación de las mujeres como la búsqueda del reconocimiento de la identidad de género no son, como muchos creen, un fenómeno de nuestra época sino que, por el contrario, parecen estar presentes en toda la historia de la humanidad.

Dividido en 26 capítulos, con prólogo de Gabriela Cabezón Cámara y una sección de notas finales, este libro es otro eslabón del importante trabajo que, desde 2005, viene llevando a cabo la Editorial Buena Vista. Un buen catálogo, con libros cuidados en su diseño, que busca rescatar voces, autores y relatos que el tiempo parece haber dejado atrás y siempre es interesante revisitar.

Eugenia Almeida

Publicado originalemnte en La voz del interior



jueves, 11 de febrero de 2016

La apicultura según Samuel Beckett - Martin Page





Liberar al prisionero 


Unos niños jugando con petardos, una chispa, un incendio, un camión de bomberos, enormes cantidades de agua, un valioso archivo dedicado a Samuel Beckett ha estado a punto de perderse, pero las cosas parecen conspirar a favor y los estudiosos dedican largo tiempo a corroborar que todo esté bien. En medio de ese proceso, descubren el diario íntimo de un joven estudiante que dice haber sido asistente de Beckett en 1985. Esas páginas son bastante desconcertantes porque no coinciden con el estereotipo creado alrededor del escritor. Es por eso que el especialista Fabián Avenarius, de la Universidad de Reading, le advierte al lector que lo que está a punto de leer evidentemente fue escrito por alguien que intentaba jugar o estaba trastornado. El profesor Avenarius es muy claro en su presentación e incluso se atreve a proponer una clave de lectura: recorrer esas páginas “como lo que son: una obra de ficción acerca de hechos reales”.

El recurso de abrir una novela haciendo referencia a un texto que se va a presentar por primera vez, que ha pasado inadvertido largo tiempo y sobre cuya veracidad hay dudas ha sido utilizado cientos de veces en la literatura. Y quizás haga que algunos lectores quieran abandonar este libro al encontrarse con algo tan trillado. La recomendación es que no lo hagan. Esas dos primeras páginas no quitan ni agregan nada a lo que está por suceder: una historia breve, profunda en su levedad y su sencillez.

El diario al que hace referencia la introducción es una colección de notas que un joven estudiante de antropología escribe a partir del día en que sabe que Samuel Beckett va a contratarlo. Su trabajo será ayudarlo a ordenar archivos, papeles personales que diversas universidades del mundo se disputan con fervor. Ese ayudante –cuyo nombre desconocemos– descubrirá que el Premio Nobel de Literatura no se parece en nada a la imagen que el mundo tiene de él. No es ese hombre rígido y frío que replica la leyenda. No es de una seriedad inconmovible. Es un tipo gracioso, una especie de niño malicioso que se ríe de la hipocresía. Es alguien a quien le gustan los disfraces y que suele vestirse de un modo estrafalario cuando no debe sostener su imagen de “escritor serio”.

El contrato de trabajo prevé diez días de tarea. Pero 48 horas después todo está listo. Beckett le propone a su asistente que aprovechen el tiempo “fabricando archivos”. El juego se basa en la idea de que los archivos de un escritor deberían ser leídos como ficción. Irreverente y divertido, disfruta despistando a los académicos, convencido de que dedicarse a estudiar la biografía de un autor es una manera de evitar observar la propia vida.

El escritor comparte muchos momentos con su ayudante, que va tomando notas sobre lo que dice y hace este hombre que visita un sex-shop, saca boletos de tren que nunca usará, pasea en bicicleta por las calles de París, se ríe a carcajadas, sueña con escribir un libro de recetas guiadas por una “teoría práctica de la intuición”, juega al bowling y agradece la miel que le dan sus abejas ofreciéndoles ramos de orquídeas. 

En cierto momento, el Premio Nobel recibe un llamado telefónico: un director de teatro le pide su autorización para montar Esperando a Godot en una cárcel de Suecia. El escritor accede y comienzan a llegar cartas contando los avances del proyecto. Esas noticias permiten algunas reflexiones sobre la prisión y la libertad y un deseo de Beckett que, increíblemente, se cumple en la realidad.

El libro de Martin Page aborda con gracia ciertas preguntas: ¿Cuánto hay de nuestra esencia en el relato de nuestras vidas? ¿Es posible acercarse más a la obra de un autor conociendo su biografía? Esos trabajos académicos que intentan hacer un cruce matemático entre vida y obra ¿no son un ejercicio forzado? El asistente de Beckett lo dice claramente: “Los intelectuales están dotados para no ver más que lo que les conviene. Lo que no se ajusta a la idea que se hacen de su objeto de estudio es invisible para ellos.”

Algo de lo que se cuenta aquí realmente sucedió: el grupo de presidiarios suecos que salió de gira presentando Esperando a Godot; la puñalada que el autor recibió de un desconocido en la calle y algunas cosas más. Sin embargo, eso no es lo importante. Lo central es que Page ha escrito un libro amable, que homenajea a Beckett con las herramientas de la ficción y así ofrece un claro ejemplo de lo que dice uno de los personajes: “Todo artista es un secuestrado. Olvidarlo con frecuencia, para posar una nueva mirada sobre su obra, es devolverle su libertad.” 

Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X




miércoles, 10 de febrero de 2016

Más liviano que el aire - Federico Jeanmaire





El poder del amo 


Una puerta cerrada con llave. Del lado de adentro está Santi, un chico de 14 años que trató de robarle a una viejita y terminó encerrado en el baño. Del lado de afuera esta Faila, la víctima inicial que ahora se ha convertido en victimario. ¿Cuánta violencia cabe esperar de este escenario?

La anciana ha traído una silla para sentarse cerca de la puerta. Tiene 93 años. La soledad la ha desquiciado y por fin, inesperadamente, ha logrado lo que quería: tener a alguien que la escuche. El que ese alguien esté ahí en contra de su voluntad es un detalle menor, algo que ella intentará desdibujar una y otra vez. Faila pretende contarle a su prisionero algunas cosas que nunca ha compartido con nadie. Y le advierte que sólo va a liberarlo cuando haya terminado de relatar su historia.

De a poco, quien parecía una víctima indefensa se convierte en un verdugo implacable con tonos dulces que estremecen. Todo lo que oímos es la voz de Faila, aunque puede sentirse la presencia de Santi en las huellas que deja en lo que dice la vieja. Las respuestas, las réplicas, los silencios. Todo eso delata la presencia de otro a quien no se le da la palabra.

Lo que Faila quiere contar es la historia de su madre, Delita, una señora de la “alta sociedad porteña” que murió en circunstancias oscuras, en un aeródromo de Buenos Aires.

Son cuatro días en los que Santi estará encerrado y Faila contará lo suyo haciendo pausas para tomar té, dormir la siesta, desayunar, hacer las compras, cocinar y ver el noticiero.

La construcción de Faila como “una viejita” se vuelve siniestra cuando con sus frases amables (como al decir “hasta lueguito” antes de ir a prepararse una sopa) invisibiliza el escenario de dominación que ha construido. Pero rápidamente la violencia se hace explícita también en el discurso. Es posible hacer un vocabulario de insultos recurriendo a algunas de las cosas que la protagonista le dice a su prisionero: tarado, bandido, irrespetuoso, desagradecido, delincuente, negrito de mierda, escoria, basura, porquería de ser humano, sanguijuela, parásito, lacra humana, desastre, enfermo moral, avivado, flojo, cobarde, maricón, quisquilloso, resentido, desfachatado, bruto, estúpido, diablo y animal.

Faila es una ferviente militante de las concepciones binarias y maniqueas que separan el mundo en “nosotros” y “ellos”. Se dedica con entusiasmo a reproducir una maraña de lugares comunes sobre las supuestas diferencias de valor entre los hombres y las mujeres, los rubios y los morochos, los ricos y los pobres, los que toman té y los que toman mate, los civilizados y los bárbaros. El personaje funciona casi como un manual de estilo de cierto proyecto de país.

La anciana se considera una suerte de fuerza civilizatoria que pretende poner orden en una vida de barbarie. Una tirana que sólo desea aplicar su pequeño proyecto pedagógico, su acto de salvación. Y por supuesto, cree que Santi debería agradecerle que ella lo esté “cuidando” y “educando”. Incluso llega a decirle que está haciéndole un favor al tenerlo encerrado “adentro del bañito.” Todas esas expresiones sirven para tapar lo que en realidad sucede: un adolescente ha querido robarle, ella ha logrado atraparlo y, en lugar de llamar a la policía, ha decidido secuestrarlo y obligarlo a fingir que disfruta estar ahí. Las principales amenazas son que nunca va a salir o que no va a recibir comida. Como un entrenador de perros, ella dosifica la comida para “recompensar” o “castigar” cada una de las reacciones de su presa.

La historia será cada vez más oscura. Ambos personajes son el resultado de cierto estado de cosas. La violencia del robo y la violencia del secuestro: un chico y una vieja que no deberían haber entrado en la lotería de disputarse los roles de víctima y victimario.

Con un final que es mejor no adelantar, Más liviano que el aire también habla de las relaciones entre la mentira, la verdad, la ficción y los relatos que construimos para explicarnos el mundo.

Federico Jeanmaire nació en Baradero en 1957. Antes de dedicarse totalmente a la escritura trabajó como desgrabador de entrevistas, lechero, recolector en la vendimia, vendedor ambulante y profesor.

Más liviano que el aire obtuvo el Premio Clarín en 2009. Según Pablo de Santis, uno de los integrantes del jurado, la novela muestra “una puerta cerrada como metáfora de un mundo cerrado, asfixiante. Un diálogo imposible que se convierte en el monólogo alucinado de una vieja loca; como una Scherezade de pesadilla, la narradora habla para no morir”.

La noche en que se le entregó el premio, el autor dijo: “A mí, lo que me interesa es lo solos que vivimos todos y lo difícil que nos resulta comunicarnos, y que es esa soledad la que termina por generar violencia”. De todo eso habla esta novela que acaba de reeditarse.


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X