lunes, 28 de noviembre de 2016

Piedra libre al policía bueno - Revista Ñ


Serie negra.  

En su nueva novela, Eugenia Almeida confronta las fuerzas del orden con el periodismo. Y ganan el suspenso y un realismo detallista.

POR MAURO LIBERTELLA

La policía, los grupos de tareas y las mafias detrás de las fuerzas de seguridad son los ejes de esta novela policial, la tercera de la cordobesa Eugenia Almeida. Es Licenciada en Comunicación Social, y el dato curricular no es azaroso: la novela La tensión del umbral es la reconstrucción de un hecho impactante (una chica muerta en la calle, con un arma en la mano), a cargo de un periodista que no sabemos muy bien por qué se involucra, por qué sigue buscando, por qué sigue preguntando cuando las cosas se complican cada vez más y las ollas que destapa muestran un trasfondo turbio y siniestro. Siempre hay en el policial alguien así.
Alguien que en algún momento debería parar e irse cómodamente a su casa, alguien que abre una puerta incorrecta y en vez de cerrarla con prudencia se mete, la atraviesa, y arranca la trama. Ese hombre en este libro es Guyot, un hombre lento y querible, que investiga qué pasó con esta mujer en una ciudad que podría ser Córdoba, como indica Almeida, pero podría ser también cualquier otra ciudad de la periferia porteña, porque el libro es un libro argentino que sin embargo no está saturado de referencias, que todo lo implica sin denotarlo: la época, el lugar, la subtrama histórica.

–Arranquemos con la génesis del libro. Contame cómo surge.
–Yo venía con una idea, que era antes que nada una primera escena. Las novelas en general se me presentan así, con una primera escena de la que no entiendo mucho, pero a la que me quedo mirando a ver qué pasa. No tenía en claro que iba a ser un policial, por lo pronto. En general no trabajo con un plan ni con una programática, lo cual es muy divertido para escribir, pero también en algún momento se puede volver desesperante porque no sabés adónde vas o si se te fue o si va a volver. No sé hacerlo de otra forma. En este libro, por lo pronto, a diferencia de los demás, tuve que volver en un proceso de corrección muy puntilloso; en otro me permitía que quedara algo flotando, un detalle, una imagen: acá todo tenía que tener un porqué y un lugar en la estructura general.

–¿Cúal fue esa primera escena?
–Una mujer tirada en el piso, en una calle, con un disparo en el pecho, con un arma en la mano y la certeza de que de esa arma había salido el disparo.

–¿Y el tono lo capturaste rápido?
–Sí, en general lo que espero para poder arrancar es un tono, que no necesariamente tiene que ver con el género. Un ritmo, cierto sonido. Eso es lo que te da la confianza; como dicen en la religión, la providencia traerá. Una vez que aparece eso, hay que mantenerse entusiasmado, trabajando, corrigiendo y no dudar en sacar lo que hay que sacar.

–Entonces, tenías esta primera escena. Y aparece luego el periodista, Guyot, que es un personaje pero por la cercanía con que se lo narra, parece casi el narrador. ¿Cómo aparece ese personaje?
–En esa escena que te contaba aparece alguien. Había mucha gente alrededor de ese cuerpo, pero había alguien que estaba particularmente afectado. Ahí es cuando lo veo a este personaje, que trabaja como un periodista pero esa no es su característica principal. Por diversas circunstancias él llega a ese trabajo, trata de hacerlo lo mejor posible, pero su principal afán no es llegar a la verdad o convertirla en noticia, hacerla pública, denunciarla. Lo suyo es más de la órbita de lo privado: quiere entender algo. Quizás es algo más acotado, qué pasó ahí, por qué esa mujer murió ahí. Necesita darse una respuesta privada. De hecho, cuando toda posibilidad de investigar sobre eso se cierra, el tipo sigue, pero sigue para él.

–Sí, es cierto, y no queda muy claro, cuando ya vemos que hay gente pesada implicada en todo eso, por qué el tipo sigue y se mete en complicaciones.
–Sí; y por otra parte él no tiene una extrema lucidez respecto del dominó que está provocando. Él percibe algunas señales de que hay mucho peligro, pero es como si dijera “a mí me importa lo que le pasó a la chica, y nada más que eso”, y no ve que lo que le pasó a la chica es el nudo de un ovillo que se conecta con todo lo otro.

–Los dos puntos de conflicto del libro podrían ser la policía y el periodismo, y allí parece estar también tu propia lectura sobre el presente y la coyuntura actual.
–No, eso empezó a aparecer en la historia y a mí no me extrañó en lo más mínimo. La historia transcurre aproximadamente en 2008. Vivo en Córdoba: que me digan que la policía tiene prácticas no de lo más nobles o que hay herencias del pasado que todavía trabajan ahí, no me sorprende. Que me digan que los medios de comunicación u otro tipo de empresas tienen comportamientos non sanctos, no me sorprende porque es algo que pasa. Esta novela, efectivamente, tiene un abordaje de la realidad en términos sociales, y yo no me puedo imaginar un texto en el que la policía sea algo impoluto, porque en efecto no lo es. Esas cosas juegan. En Córdoba hay una policía muy reñida con los derechos humanos. Ahí rige por ejemplo el código de faltas, que pena el merodeo, un policía te puede detener por merodear. Si nosotros merodeamos, estamos paseando, comprando cosas. Pero otra gente no puede pasear o no puede llegar a ciertos lugares del centro. Hace mucho tiempo los organismos de derechos humanos están reclamando que eso choca con la Constitución, con garantías individuales. Esa es la vida cotidiana. Hoy en esa provincia ser un pibe villero o pobre te deja casi sin garantías. Es tremendo. Esa es mi cotidianeidad, y eso se vuelca en el libro. A mi generación las fuerzas de seguridad le generan escozor, sabemos por qué, hay razones históricas. La historia que cuento es ficción pura, pero el escenario me resulta verosímil, digamos.

–Hablando de Córdoba, cuando escribís, ¿pensás en la posibilidad de plasmar un idioma cordobés? –un idioma muy marcado y particular.
–Deliberadamente no lo busco. Si el personaje es cordobés y dice una cosa cordobesa, yo la defiendo. Pero nunca he ido a buscar el cordobés típico. En esta novela no hay alguien así, pero por ejemplo, cuando ya estaba en la etapa de corrección, la correctora me señala con mucho tino que yo había puesto “un choro”, y ella me dice “quisiste decir chorro”. Y le dije que no, que nosotros decimos “choro”. Ahora se empieza a decir chorro porque los noticieros que nosotros vemos son de Buenos Aires, pero el cordobés diría choro. Pero simplemente en eso, en respetar esas cositas. Nosotros a veces usamos los tiempos compuestos, “he comido” en vez de “comí”. No aparece todo el tiempo eso, pero si el personaje lo dice y a mí me suena, queda. Pero en la novela, si te fijás, no hay nada que diga que esto es Córdoba.

–Pensaba recién, en otro orden, en los modos que tiene Guyot de investigar, que son un poco analógicos, a la vieja usanza.
–Él es un poco así, está un poco descolocado con el tiempo, tiene una forma más antigua de averiguar. Al mismo tiempo, lo que él tiene para buscar sólo lo puede buscar así, chamuyando con alguien, no son datos duros. Y lo que él busca en papel es de una época en que no está digitalizado todavía. El otro día tuve que ir a un juzgado a hacer un trámite y cuando terminé les pedí si me podían dar un papel que indicara que yo había estado ahí haciendo un trámite. Y el tipo metió un papel en una máquina de escribir y se puso a tipear. Una máquina enorme, pesada. Yo estaba fascinada. Pero también es verosímil, no me terminó de descolocar, es algo que todavía subsiste en ciertos lugares. Y en la novela, pensemos que la mayoría de los personajes ya están crecidos, son grandes, vienen con otros registros.

–¿Cómo ves la actualidad de la literatura cordobesa?
–En mi provincia hay una vitalidad literaria tremenda. Y lo bueno, me parece, es que es todo muy diverso. Podés encontrar popes como Perla Suez o María Teresa Andruetto, Cristina Bajo; algunos escritores de mi generación, o más jóvenes, como Federico Falco, Martín Cristal, David Voloj, Sergio Gaiteri. Hay recorridos muy diferentes. Hay mucha producción de poesía y buenas editoriales que están haciendo un trabajo a conciencia. Es un muy buen momento para la literatura de Córdoba. *



sábado, 26 de noviembre de 2016

Un aire de familia



En la Historia de la Literatura existen muchos casos de padres e hijos unidos por la escritura. ¿Qué es lo que está en juego cuando eso sucede? De los Dumas a Los King, un repaso por algunos casos famosos.

Padres e hijos. Lazos de por vida que no hemos elegido y que no podemos deshacer. Si hubiera que elegir una sola palabra para definir esa relación quizás la más adecuada sería “compleja”. A ese vínculo y su complejidad se les puede agregar una variable más. ¿Qué pasa cuando padres e hijos eligen la misma profesión? ¿Y qué pasa si ese punto en común es la literatura?

Familias de escritores. Existen muchísimos ejemplos y diversas posibilidades, correspondidas o no: la admiración, el desprecio, la indiferencia, la competencia, el enriquecimiento.

Tessa y Roald Dahl; Carol y Mary Higgins Clark; Auberon y Evelyn Waugh; Mary Shelley y su madre, la escritora y filósofa Mary Wollstonecraft;  David y John Updike; John Steinbeck  y sus hijos John IV y Thomas; Christopher y J. R. R. Tolkien; Klaus y Thomas Mann; Elvira Orphée y  Flaminia Ocampo; Benjamin y John Cheever; Seepersad y VS Naipaul; Esther Tusquets y Milena Busquets. Apenas se comienza a buscar, la red de “padres e hijos escritores” viene llena de nombres. Y, a veces, de un solo nombre que sirve para designar a dos personas. 

A partir de 1840, hubo cierta confusión en el ambiente literario francés. Había dos Alejandro Dumas escribiendo. El mayor, autor de Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo. El menor, autor de La dama de las camelias. Dumas hijo nació cuando Dumas padre tenía 22 años. La madre era una modista. Dumas padre se negó a reconocer el bebé. Siete años después, cuando nació su hija, la madre de la niña, la actriz Catherine Lebay, le exigió que reconociera también al primogénito. Dumas aceptó. “Hacerse cargo” significó separarlo de su madre para dejarlo en un colegio, algo que marcaría la obra literaria del hijo, en la que muchas veces aparecen mujeres que sufren injusticias. Quizás haya sido Dumas hijo quien mejor resumió esa relación cuando confesó: “Mi padre es un niño grande que tuve cuando era pequeño”.


Herencia pesada

John Fante nació en 1909, en Estados Unidos. Familia pobre. Inmigrantes italianos. Padre alcohólico. Escribe. Vende su primer cuento. Cuartos de pensión, empleos precarios. A los 29 años publica su primera novela. No logra el reconocimiento que espera. Cada día es más pobre y está más furioso. Hasta que llega una oferta de Hollywood y el alivio económico. Pero también la sensación de “haberse vendido”. Fante se refiere a sí mismo y a otros colegas como “mercenarios de la pluma”. En 1937 conoce a la poeta Joyce Smart. Tienen 4 hijos. Dan es el segundo. Para Dan, el viejo sólo está interesado en sus amigos, el juego y el alcohol. John replica sus experiencias de infancia: alcohol y violencia. Su hijo dirá años después: “Nuestra vida familiar era un infierno”. Para él su padre es un tipo despreciable y, a la vez, un escritor insuperable.  

Cuando Dan era chico recibió correo de su padre, desde Roma. Decía: “Me escribiste una carta muy bonita, limpia, clara, directa al grano. Tal vez seas un escritor, como yo. Piénsalo.” Dan lo pensó durante años. Cuando su padre murió decidió dejar el alcohol y escribir. Su primera novela recibió más de treinta rechazos. Pero siguió. En uno de sus libros, Dan dejó de lado todo eufemismo y se centró en lo autobiográfico. El título es muy descriptivo: Fante, un legado de escritura, alcohol y supervivencia.

Dan escribe. Como su padre. Autodestrucción, alcohol y esa mirada vuelta hacía sí misma tan característica de cierta literatura norteamericana escrita por varones blancos. Registros autobiográficos de hombres que se perciben  a sí mismos como una especie de catástrofe genial que fracasa exitosamente. Una selfie del desastre. Ensalzamiento del yo con un gesto de asco. Tanto asco que parece amor. No sorprende que a Bukowski le haya fascinado la escritura de John Fante.

Dicen que cuando Dan le contó a su padre que quería escribir, John le dijo: “Una buena novela puede cambiar el mundo. Recuerda eso cuando te sientes delante de la máquina de escribir.”



Familia de terror

Stephen King no comulga con las visiones edulcoradas de la paternidad y se atreve a decir públicamente que su tercera novela, El resplandor, fue su “confesión” de que los hijos a veces se perciben como una carga agobiante. La novela estaba dedicada a su hijo, un niño que en ese momento tenía 5 años. El chico creció y, en 2005, publicó su primer libro. Eligió hacerlo en un país extranjero (Gran Bretaña) y con seudónimo. Joe Hill. Nada de recurrir a la fama del padre. 

El libro fue bien recibido y Hill decidió, dos años más tarde, publicar una novela. Fue el momento de dar a conocer su secreto: era el hijo de Stephen King. 

Hill reconoce ser un admirador de la obra de su padre y resume su desafío en unas líneas: “Lo más difícil para mí fue crear una identidad, especialmente como escritor. No en contra de él, no en lucha con él, sino a un costado: la pregunta era cómo encontrar mi carril.”

El escritor Peter Straub –amigo de la familia– cuenta que Stephen King solía jugar con sus hijos a inventar historias. Planteaba escenarios y luego les preguntaba cómo seguir. Quizás aún estén jugando: la última novela del hijo entabla un diálogo con un libro clásico del padre; el padre retoma en uno de sus libros las criaturas que ha creado el hijo. Como bien dice Joe Hill: “Todo escritor es hijo de otro escritor. Puede que no lo sean de sangre, pero son hijos literarios. (…) yo luché con algo muy excepcional y extraño, que es ser hijo de sangre de mi padre literario.”


En el nombre del padre

Kingsley Amis escribió novelas, poesía, cuentos, ensayos, crítica y guiones para radio y televisión.  En su juventud fue parte del grupo de escritores conocidos como “Los iracundos”. 

Martin nació en 1949, cuando Kingsley tenía 27 años. Alguna vez el padre dijo que su hijo “era demasiado listo para resultar tan mediocre como escritor.”

La relación nunca fue sencilla. Martin cuenta que sintió un “intenso e instantáneo dolor” cuando Kingsley le dijo que "no pudo" con su segunda novela. Su libro Experiencia parece ser el territorio que el autor utilizó para hacer cuentas con su padre. Allí, Martin describe con detalle la vida de Kingsley y su relación con el alcohol.

Es curioso cómo Martin vuelve una y otra a su padre. En diferentes reportajes, hablando de diferentes temas, una estructura se repite: “mi padre tal cosa, yo tal otra”. Como si siempre estuviera atrapado en una dinámica de separación, de distinguirse de ese otro que también lleva su apellido. Le preguntan si el ritmo editorial lo presiona y dice que no; que él no publica un libro por año aunque su padre sí lo hacía. Cuando le preguntan sobre poesía, Martín cierra su respuesta diciendo: “Mi padre escribía poesía. Yo no.” Le preguntan sobre la crítica y vuelve a mencionar a su padre. Le preguntan cómo ordena su biblioteca y responde: “Mis libros están divididos en dos áreas. Ficción y no ficción. Luego los ordeno por autores. Mi padre y yo, sin embargo, estamos juntos en un estante.”
Martin vive en el mismo barrio donde vivió Kingsley.



Ciertas resonancias

Luisa Valenzuela nació cuando su madre, la escritora Luisa Mercedes Levinson, tenía 24 años. A la casa de infancia llegaban de visita escritores como Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, María Emilia Lahitte, Conrado Nalé Roxlo, Siria Poletti y Ernesto Sábato. Valenzuela recuerda que cuando Borges y su madre escribieron juntos el cuento “La hermana de Eloísa”, ella oía las risas que venían de la habitación en la que estaban trabajando. Un recuerdo que agradece porque eso le dejó la convicción de que escribir era una actividad llena de alegría.

Al hablar de la relación con Levinson, Valenzuela cuenta una escena inaugural. Sexto grado. La maestra le pide a la madre que ayude a la hija con sus “composiciones”. La niña tenía algunos problemas con esas tareas. Levinson hace lo suyo: escribe pensando “en la mentalidad de una nena de once años”. A la hija esa redacción le parece “bochornosa”. Decide escribir su propia historia.

Cuando le preguntan a Valenzuela qué opinaba Levinson de sus libros responde que no sabe. Ella siempre leía todo lo que escribía su madre porque la ayudaba a corregir sus manuscritos. Pero no sabe si su madre leía lo que ella escribía. Aunque recuerda un detalle, una anécdota. 1980. Valenzuela, que vivía en Nueva York, había llegado a la Argentina de vacaciones. Estaba escribiendo Cola de lagartija. Levinson escribía El último zelofonte. Madre e hija se iban leyendo tramos de lo escrito y, según cuenta Valenzuela, “surgió una especie de afinidad porque las dos teníamos alguna escena sobre el cuerpo de Evita. Las novelas no tienen nada que ver, pero esas páginas tenían algo extraño en común, como una resonancia.”  


Juegos de infancia

En la casa de los Martínez no había televisor porque Julio no quería que nada distrajera a sus hijos de la lectura. Cada domingo había un ritual inalterable: reunía a los hijos, les leía un cuento y les pedía que cada uno escribiera. Luego había un “certamen literario de entrecasa” en el que los textos eran evaluados según “Originalidad, Resolución, Redacción, Prolijidad y Ortografía”. El cuento ganador era pasado en limpio en la máquina de escribir del padre. Su autor recibía un chocolate como premio.

Guillermo Martínez siguió con esos juegos ya por fuera de la familia. Participó de muchos concursos, publicó sus primeros libros, se convirtió en un nombre clave de la literatura argentina. 

Julio también escribía. Y era el primer lector de lo que escribía su hijo. Lo ayudaba pasando a máquina sus borradores. Cada vez que el hijo visitaba la casa paterna en Bahía Blanca, intercambiaban los cuentos que habían escrito. Los cuentos que el padre guardaba en un cajón esperando el momento del encuentro, ese espacio en el que el juego de infancia continuaba.

Después de su muerte, sus hijos decidieron publicar Un mito familiar, un libro que recopila historias inéditas escritas por ese ingeniero agrónomo que pasó toda su vida escribiendo, sin pensar en publicar. En el prólogo, Guillermo Martínez cuestiona el “cliché” (propuesto por el psicoanálisis y la crítica literaria) de la necesidad del parricidio en la literatura. El escritor rompe con ese lugar común al decir que nunca quiso matar (ni siquiera simbólicamente) a su padre escritor porque fue justamente él quien le acercó lecturas fundamentales y “el ejemplo sostenido de su tecleo en el cuartito”.


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Número Cero



domingo, 20 de noviembre de 2016

Navegar con la mirada en movimiento (Entrevista a Rodrigo Fierro)






Navegar con la mirada en movimiento


El escritor Ryszard Kapuscinski decía que el encuentro con el otro “constituye desde siempre la experiencia fundamental y universal de nuestra especie.” Quizás en esa experiencia esté condensado lo que nos ha sido dado: ir hacia el otro en ese río que es el encuentro.

Algo de eso late en Embarcados, el libro - DVD publicado por Viento de Fondo. La primera película del fotógrafo Rodrigo Fierro, dos video-poemas basados en textos de Gastón Sironi, escritos de Emilio Garbino, Sironi y Fierro y una colección de fotografías que dan testimonio de un viaje; un trayecto sostenido en la amistad, la conversación y el interés por los modos en los que fluye la fe. En uno de los textos, Fierro se plantea “cuestionar los confines de la propia creencia” y señala que esa frontera, “la más difícil de atravesar”, muchas veces “se encuentra justo frente a nosotros: el otro, nuestro confín más cercano.” De eso se trata. De un estar siendo, en compañía. 


Detrás de cámara

Rodrigo Fierro es un hombre alto, de una amabilidad inusual, con un modo de decir manso pero decidido. Tiene una extraña mezcla de fuerza y serenidad. Recuerda a esas perfectas cañas de bambú que saben moverse al ritmo que marca el viento, sin dejar de ser lo que son. 

Presenta su primera película, un “ensayo documental” que transcurre en el Río Bermejo y en las calles de la ciudad de Embarcación, en la Provincia de Salta. ¿De qué habla este ensayo? De hombres que viajan en bote, charlan, se encuentran con gente del lugar y se asoman a celebraciones religiosas. Hay algo en el relato que tiene que ver con la entrega, con dejarse llevar, con admitir las transformaciones. La amistad, el arte de la conversación, el descubrimiento, las fronteras, la extranjería, la identidad, el cambio y el tiempo compartido.

Hay risas, silencios, un campamento, una fogata. Dos pescadores baqueanos. La fe, el ritual, la celebración, la procesión de la Virgen de Urcupiña. Una peluquería, las luminosas intervenciones de Flor Miranda, las caminatas, el Bermejo, una radio donde se mezclan el guaraní y el español, las fiestas de San Roque y San Cayetano. Un viaje: abrirse a lo que sucede, saber que todo plan es precario y provisorio, saber que el mapa no es el territorio, saber que uno va a ser otro si se deja atravesar por la experiencia. Saberlo y aceptarlo. O saberlo y resistirse. A veces las palabras funcionan como un modo de protegerse de la experiencia. Otras, como una manera de apropiarse de lo vivido.

Sobre eso pone el ojo Rodrigo Fierro. El cineasta sabe encontrar la belleza y revelarla. La imagen de la Banda de la Gendarmería Nacional interpretando un tema de Sandro se vuelve tan conmovedora como la de un torbellino que se alza sobre la arena, llenando de formas lo invisible.


El origen del viaje

–¿Cómo surgió el proyecto?
–Surgió de sendas conversaciones y complicidades con amigos. El primer chispazo fue conversando con Patricia Llaya, quien me comenta de su terruño, Embarcación, a orillas del Río Bermejo, y así enciende el deseo de esas aguas, algunas veces deseadas, y luego postergadas. Con Emilio Garbino, compañero de navegaciones y caminatas, varias veces conversamos sobre el Bermejo y sobre cómo se podría filmar algo de lo que experimentamos en nuestros agrestes derroteros, en torno a la conversación: entre nosotros y con otros. Estos fueron los primeros bocetos y, de a uno, los amigos se fueron sumando para darle forma y corazón al proyecto.

–¿Cuánto pasó desde ese momento a hoy? 
–Pasó mucho tiempo, una eternidad, varias vidas. Esos chispazos iniciales fueron en 2007 y 2008. Recién en 2010 y 2011 pudimos viajar a filmar. En estos años cambiamos sobre todo nosotros. En mi caso, nunca trabajé en un proyecto que me demandara tiempos tan largos. Y es un proceso muy extraño. Me reconozco con otros deseos, preguntas, pareceres, que cuando viajé a filmar. Y aún otro de cuando realizamos junto al “Sentidor” (Gastón Sahajdacny) el montaje. Son varias mudas de piel, y eso me genera una distancia, un no reconocerme del todo en el trabajo, viéndolo a la distancia. Es una sensación extraña, como que es un trabajo hecho por alguien que en varios aspectos se siente diferente hoy.

–¿Cuándo fue el viaje? 
–En agosto de  2010. Hay una escena filmada en un viaje anterior de reconocimiento, donde fui solo; y hay dos escenas de un viaje posterior, al que fuimos cuatro miembros del grupo en agosto de 2011. El viaje central duró unos 15 días, de los cuales tres fueron de preparativos, cinco días de navegación por el río y finalmente una semana más en Embarcación. Viajamos siete personas: Emilio Garbino y Juan Iosa como protagonistas, Gastón Sironi como escritor, Ezequiel Salinas como camarógrafo, Gastón Sahajdacny como sonidista, Patricia Llaya como productora y yo. Allá se sumaron al grupo Alfredo Iyesca y Pelado Mendoza como guías, navegantes y estimados nuevos amigos y protagonistas del proyecto en la etapa de río. Y en la etapa urbana se sumaron con participaciones Flor Miranda, Vicky Pacheco y Don Marcial.



Los ríos de la fe

–En uno de los textos del libro decís que desde 1990 has viajado por cursos de agua. ¿Qué hay ahí que te atrae?
–Me llevó varios años entender esa atracción por el agua, más allá de que siempre busqué seguir ese deseo. A veces navegando algunos ríos con amigos, o en caminatas en sus orillas, fundamentalmente con Emilio. Caminar con los pies en el agua, o navegar con la mirada en movimiento. Andar, discurrir en la naturaleza. Un libro sobre la naturaleza del paisaje fue un paso para entender esa atracción: El arte del paisaje, de Raffaele Milani. “Caminar, como dejarse resbalar sobre el agua en una barca, son instrumentos de la mirada encantada”, dice Milani. A pesar de que mis caminatas y navegaciones fueron sin cámara hasta el año 2007, esta mirada en movimiento, el contacto con la naturaleza, ha sido y es un fuerte estímulo. Los griegos clásicos no tenían la palabra “paisaje”, que aparece varios siglos después, pero describían al “Genius Loci”, el genio del lugar, como escenario donde los Dioses veían a los hombres y viceversa. Aquellos lugares de armonía en la naturaleza que de alguna manera se encuentran habitados por el “genio del lugar”. El diletante y la sorpresa de la mirada móvil son condimentos de esta experiencia que me gusta cultivar, y de donde nace el proyecto Embarcados. Y en ese contexto, el diálogo. La palabra, la reflexión en movimiento, que es la humilde manera en la que siento me puedo acercar a la filosofía en un sentido práctico, no intelectual ni académico, ya que es muy poco lo que yo conozco sobre filosofía. Caminar o dejarse resbalar por el agua con Emilio, quien sí se dedica al estudio formal de la filosofía, y poder gozar del privilegio de dialogar. Esa experiencia es la cuna de este proyecto.

–La película también aborda el tema de la fe.
–Siempre me interesó la fe, y me interesa. Embarcados se nutre de esa curiosidad, aún sin compartir explícitamente los credos cristianos o sincréticos que se ven reflejados en el trabajo. Agradezco mucho en este sentido la buena disposición del grupo, en su disposición para acercarse a estas manifestaciones generosamente, ya que para varios compañeros es una experiencia ajena. En mi caso, tengo un acercamiento a la fe a través del Budismo, y poder compartir experiencias vinculadas a la fe en un sentido universal, más allá del credo en particular, me resulta movilizador. De alguna manera siento que todas las religiones tienen un punto en común de contacto, o en realidad los seres humanos compartimos una naturaleza vinculada a la experiencia de fe, aún los ateos o agnósticos... Puesto que la religiosidad o la fe puede manifestarse de maneras personales también, no ligadas a las religiones institucionales.

–¿Qué relación estableces entre el río y la fe?
–Todas, y ninguna de manera unívoca. Si se tratara de asociar la fe con la naturaleza, creo que tiene rasgos emparentables con el río, con el discurrir... con algo que fluye. Sin embargo la fe se vincula con la luz y el sol, con el ímpetu del rayo, con el mar o la montaña, con el sucederse de las estaciones donde siempre luego del invierno viene la primavera. Las metáforas de la fe y la naturaleza son muchas y cada una aporta lo suyo. Creo que en la película surgió esta asociación (un tanto ingenua, o infantil, o algo tosca pero bella a la vez), donde el río tiene que ver con la procesión en el marchar y el discurrir, en el caminar. Volviendo al comienzo, dos maneras de discurrir: caminar y navegar en silencio, desplazase atentos, escuchando, con el corazón y la mirada móvil.


Una investigación de objeto indefinido

–La película está estructurada en partes que remiten a términos propios de una investigación (“Marco teórico”, “Trabajo de campo”, “Evidencia empírica”). ¿Cómo apareció eso? 
–Surgió de manera espontánea mientras trabajábamos en el montaje con “Sentidor” (Gastón Sahajdacny). La trama de alguna manera es sobre dos investigadores y una investigación de objeto indefinido. Uno de los libros que sirvió de referencia previa del proyecto fue El antropólogo inocente, de Nigel Barley. En ese texto, se narran las desventuras de un antropólogo al adentrarse en una cultura desconocida, poniendo de manifiesto ciertos rasgos absurdos o contradictorios en esa pretensión clásica occidental de “saber - conocer” sobre otras culturas. Embarcados trata sobre este acercamiento nuestro a un contexto cultural y geográfico desconocido, aunque de manera menos estridente que un inglés en África. Mucho de las ciencias sociales y de la fotografía y el cine documental tiene que ver con el conflicto de acercamiento a “un otro”. Las maneras, las diferencias, las empatías como seres humanos universales salen a la luz. Durante mis trabajos de fotografía callejera comenzaron a tomar forma algunos cuestionamientos sobre esta problemática: uno, la cámara; el otro, el poder, la mirada, qué construcción de mundo y de vínculos surge de ese encuentro. La historia del colonialismo y de la fotografía (o la filmación) como instrumento de dominación se entrecruza en esas convergencias. Se habla y escribe de la necesidad previa de conocerse, de encuentros profundos previos como necesidad para validar ese proceso y ese “conocimiento”. Son terrenos donde me surgen muchas preguntas y Embarcados es un primer viaje donde registramos esos conflictos o choques y esos primeros encuentros y primeros pasos para “conocerse” en bruto. Y las torpezas, asperezas y  pliegues donde comienza a gestarse un vínculo. Al asumir el proyecto, con este carácter de ensayo y prueba en bruto sobre esta problemática, resultó natural apelar a estos conceptos de investigación social como “marco teórico”, “trabajo de campo”, cuando de alguna manera, al no estar precisados con las reglas y límites que el trabajo de investigación académico requieren, cobran un tono literario o algo fantástico... Invitan a una reflexión sobre cuánto de literario tienen algunos conceptos o paradigmas que solemos utilizar de manera estereotipada en ciertos campos.

–Más allá de lo técnico y lo que es propio de cada uno de los lenguajes ¿hay algo en vos que cambie al pasar de la fotografía al cine?
–Sí hay un cambio: en la fotografía juego de local y en el cine juego de visitante. Y asumo esa extranjería como una aventura, y este proyecto en particular aborda el carácter de “ensayo” en tanto prueba y error, como trabajo desde lo desconocido, con sus aciertos y desaciertos saliendo a la luz. Una aventura: entrar en la espesura de lo cinematográfico con cierto desconocimiento y desde la desprolijidad del borrador, de la primera prueba, del tanteo en lo desconocido.



PERFIL: Rodrigo Fierro nació en Córdoba en 1970.  Es Perito fotógrafo y Licenciado en Cine y Televisión. Ha recibido múltiples reconocimientos, entre otros el Primer Premio Salón Municipal Córdoba Artes Visuales (2013) y el Primer Premio Asociación de Amigos del Museo Caraffa “Fotografía Contemporánea Argentina”, Córdoba (2008). Parte de su trabajo puede verse en http://cargocollective.com/rodrigofierro/adminedit


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X


jueves, 3 de noviembre de 2016

Um atlas humano da literatura




Comparto una noticia feliz.

El querido Daniel Mordzinski 
publica su primer libro en Brasil: 

A literatura na lente de Daniel Mordzinski 
(Sesi-SP Editora)


Aquí, la nota en el diario EL PAÍS




miércoles, 2 de noviembre de 2016

Dos de noviembre







El suicidio es un acto colectivo, aunque digan lo contrario. Uno es responsable de la vida del otro. A veces es más claro, a veces no. 

Tengo la mejilla sobre la piedra. Debo haberme cortado la cara. La sangre se ha secado y la piel se ha puesto tensa. Siento el hueso contra la piedra, como si no tuviera carne bajo el ojo. Afuera llueve. Por fin. A más calor, más me duele la espalda. Una vez que deje de llover voy a sentir esos tajos tensarse otra vez. No importa. No tengo miedo. 


Oigo que corren afuera. Debe ser un pasillo. Oigo autos, a lo lejos, del otro lado. Si me diera vuelta podría ver, sobre el techo, la luz corriendo por la pared. La luz es fresca. 

Creo que han pasado tres días. Ya vi estas luces. Dos veces. Si quisiera asomarme a la pequeña ventana tendría que saltar. Necesito saber si afuera hay árboles. No pienso en otra cosa. 

El motor para muy cerca. Bajan dos, tres personas. No hay ruido a puertas. Han bajado de un salto. La luz se apaga. Vuelve mi hueso sobre la piedra. Creo que tengo una pierna rota. Oigo voces que se acercan. No por el pasillo. Afuera. Del lado de la ventana. No entiendo lo que dicen. Ya están más cerca. 

–Pidió hacer una confesión completa. 

– ¿Y qué dijo? 

–Nada. Dice que quiere hablar con alguien superior. 

– ¿Y para eso me llamaron? 

–Dice que quiere hacerla por escrito. 

Las voces se pierden. Acomodo una mano bajo el pecho. El peso del cuerpo aplasta el dolor. La puerta se abre. Entran tres hombres. Dos de ellos me agarran las piernas y me hacen girar boca arriba. Creo que grito. 

–Así que el señor quiere hablar con un superior... 

Tengo la boca hinchada. Busco dientes, lengua, labios. Cómo responder. Uno de los que me dio vuelta me agarra por debajo de los brazos y me arrastra hasta la pared del fondo. Me apoya. Apenas veo al que me está hablando. Su cuerpo tapa la luz que llega desde el pasillo. Oigo las voces como si vinieran desde el fondo del agua.

–¿Quién lo agarró?– pregunta un murmullo. 

–El pirata. 

–Qué boludo. ¿Tres días lleva? 

–Sí.


No puedo moverme. El que me apoyó contra la pared ha quedado cerca. Huele a tabaco. Estiro una mano hasta mi boca. Él sigue el gesto y entiende. Mira al de la puerta. Ese cabecea. El que está cerca saca un cigarrillo de la camisa y lo enciende. Me lo lleva a los labios. Los otros dos, los de la puerta, dejan de hablar.

–Bueno, parece que vamos reaccionando. ¿Qué es eso de la confesión? 

El cigarrillo me ayuda. El humo trabaja por dentro. Asiento con la cabeza. 

–Entonces hable y ya. 

No puedo contestar. El que está cerca se incomoda. Probablemente es muy joven. 

–Quiere escribir –dice. 

El de la puerta apenas lo mira. 

–Que lo diga él –y vuelve a poner sus ojos en mí. 

La ceniza del cigarrillo cae sobre mi pecho. La pieza se llena de un olor a metal. 

–Quiero escribir –digo. Tardo mucho tiempo en poder hablar–. Acordarme de todos. 

– ¿Vos te creés que con esta pelotudez te vas a salvar de la máquina? Hablá y listo. Se habla rápido. Para escribir hace falta tiempo. 

–Dos días –digo. Mi propia voz va golpeando las piedras. 

Los dos que están cerca de la puerta vuelven a hablar entre ellos.

–Al Pirata no le dijo nada –suelta una voz sorda–, habría que aprovechar.

–Ustedes son muy blandos –dice el otro–. ¿No querés llevarlo al cine también? 

Se hace un silencio. 

–Probemos. Prometió nombres y datos. No perdemos nada. Recién llegaron otros cuatro. Nos ponemos con esos. Si no cumple, lo bajamos de nuevo. 

Otra vez el silencio. El que está cerca me saca la colilla de la boca. La aplasta contra el piso. Ya no se oye la lluvia.

–Dos días –dice el de la puerta–. Y más vale que escribás mucho porque si no me voy a ocupar yo ¿entendés? No te hagás el vivo. Dos días. 

La puerta se cierra. Me duermo. Sólo puede haber pasado un minuto. Un ruido a metal me sobresalta. Al lado mío está el que me dio el cigarrillo. Deja un cuaderno y una lapicera. La puerta se cierra otra vez. 

El cuaderno es de color marrón. No veo bien. La lapicera es de tanque, una tinta oscura y espesa que marca a fondo el papel. Tengo que recordar. 

Apoyo el cuaderno sobre mis piernas. He subido un poco las rodillas. Creo que he tardado demasiado tiempo en hacer ese movimiento. 

El primer nombre que recuerdo es el de Paula. Ripio. Paula Ripio. Tengo que pensar en otros datos. Si algo no queda lo suficientemente claro van a tirar abajo muchas puertas buscando todas las Paulas que puedan, hasta descubrir la verdad. Tengo que dar detalles, ser exhaustivo, meticuloso. Paula Ripio, treinta y tres años, Castellón 29, Barrio Parque. Escribo algo más abajo. Qué es lo que ha hecho Paula. 

Tengo un momento en blanco. Tomás. Tomás López. Cuarenta y tres. Tengo que ser más preciso. Puede haber muchos Tomás López en la ciudad. Busco en el recuerdo. ¿Cicatriz? Sí. Algo que lo identifique fácilmente. 

Llevo varias horas de trabajo. Ocho nombres. Me duermo sobre el cuaderno. La puerta se abre. El del cigarrillo se acerca. Saca el cuaderno de abajo de mi cuerpo. Lo mira. De golpe ve que tengo los ojos abiertos. 

–¿Terminó?

–No –dice mi voz–. Dos días. 

Oigo sus pasos alejándose por el pasillo. 

Duermo un poco. La mano derecha me duele. Creo que tengo el índice y el pulgar quebrados. Pero escribir no es lo importante. Lo que tengo que hacer es pensar. Todo lo posible. No puede haber errores. 

Amanece. Encuentro dos nombres más pero los descarto. Serían demasiado viejos. Hay viento. 

Lucio Beltrán, cincuenta años. Este sirve. Ingeniero agrónomo. De la Universidad, de la cátedra paralela. Mario Ferrer, veintisiete años. Uno de los más jóvenes. Juega al fútbol en las canchas del Parque. 

Es difícil recordar. Tengo una luz brillante dentro del cráneo. Siento que va empujando mis ojos hacia fuera. Creo que puedo tener hambre. 

Mariel Andrelli, cuarenta y cinco, abogada del fuero penal. Federico Rufino, cuarenta y nueve, empleado municipal. Recursos tributarios. Carla Jerez. Florencia Russo. Estudiantes. ¿Veintisiete? ¿Veintiséis? Alrededor de veinticinco años. 

Ya es de noche. El agua nunca es suficiente. Algo me arde al costado cuando trago. Mi columna debe estar hecha de piedras. Piedras calizas de puntas llenas de luz. Pienso en el río, en el canto rodado. Tendría que saltar para llegar a la ventana. Quiero ver si hay árboles. No puedo levantarme. 

Otra vez amanece. Tengo diecisiete nombres. La desgracia. Quiero revisarlos uno por uno. Que no haya confusiones. Voy pensando en esos ojos, en esas manos de mi recuerdo. Paula Ripio, Tomás López, Lucio Beltrán, Mario Ferrer, Mariel Andrelli, Federico Rufino, Carla Jerez, Florencia Russo, Gabriela Fellman, Daniel Barale, Eva Ceballos, Martín Pliniardi, José Alberto Herrada, Pilar Veronese, Jerónimo Liprandi, Ana María Urtuverre, Carlos Gramajo. 

Diecisiete.

Vuelvo a dormir. 

Oigo luces afuera. La puerta se abre. Entra el del cigarrillo. Se acerca despacio. Debe creer que estoy muerto. Tengo el cuaderno bajo el cuerpo, boca abajo contra la piedra. Apoya una linterna sobre mi cara. Tengo los ojos abiertos. Llenos de luces por dentro y por fuera. 

– ¿Terminó? 

–Sí –dice mi voz. 

–Ya viene el jefe. 

Me levanta. Levanta este cuerpo y lo lleva hasta la pared. Me incorpora un poco. Me da pena. Si tuviera boca, le hablaría. Pero la que tengo sólo sirve para las respuestas. 

Llegan los otros dos. 

– ¿Y? –dice el jefe. 

Como puedo estiro la mano y le entrego el cuaderno. Sonríe. Algo de esa cara en la sombra sonríe. 


–Diecisiete. ¿Todos de acá? 

–Sí.

Bien. Espero que no te hayas hecho el vivo. Cuando terminemos vamos a hablar. A ver qué hacemos con vos. 

La puerta se cierra. Oigo pasos alejándose. Es de noche. Oigo motores que arrancan. Gritos, órdenes. Autos que aceleran. Una tormenta que se arma aquí para desatarse lejos.

No importa. No tengo miedo. Sé que van a volver. Posiblemente al amanecer. Sé que ya no va a haber tortura posible para mí. Sé que estoy condenado a una bala engendrada en la furia de entender la verdad. Una bala en la nuca. 

Oigo los autos que se alejan. El jefe lleva en su mano un cuaderno lleno de datos. Diecisiete nombres. Sonrío, como puedo. Los nombres de casi todas las personas muertas que conozco. 


Eugenia Almeida 

Publicado en La voz del interior