miércoles, 2 de noviembre de 2016

Dos de noviembre







El suicidio es un acto colectivo, aunque digan lo contrario. Uno es responsable de la vida del otro. A veces es más claro, a veces no. 

Tengo la mejilla sobre la piedra. Debo haberme cortado la cara. La sangre se ha secado y la piel se ha puesto tensa. Siento el hueso contra la piedra, como si no tuviera carne bajo el ojo. Afuera llueve. Por fin. A más calor, más me duele la espalda. Una vez que deje de llover voy a sentir esos tajos tensarse otra vez. No importa. No tengo miedo. 


Oigo que corren afuera. Debe ser un pasillo. Oigo autos, a lo lejos, del otro lado. Si me diera vuelta podría ver, sobre el techo, la luz corriendo por la pared. La luz es fresca. 

Creo que han pasado tres días. Ya vi estas luces. Dos veces. Si quisiera asomarme a la pequeña ventana tendría que saltar. Necesito saber si afuera hay árboles. No pienso en otra cosa. 

El motor para muy cerca. Bajan dos, tres personas. No hay ruido a puertas. Han bajado de un salto. La luz se apaga. Vuelve mi hueso sobre la piedra. Creo que tengo una pierna rota. Oigo voces que se acercan. No por el pasillo. Afuera. Del lado de la ventana. No entiendo lo que dicen. Ya están más cerca. 

–Pidió hacer una confesión completa. 

– ¿Y qué dijo? 

–Nada. Dice que quiere hablar con alguien superior. 

– ¿Y para eso me llamaron? 

–Dice que quiere hacerla por escrito. 

Las voces se pierden. Acomodo una mano bajo el pecho. El peso del cuerpo aplasta el dolor. La puerta se abre. Entran tres hombres. Dos de ellos me agarran las piernas y me hacen girar boca arriba. Creo que grito. 

–Así que el señor quiere hablar con un superior... 

Tengo la boca hinchada. Busco dientes, lengua, labios. Cómo responder. Uno de los que me dio vuelta me agarra por debajo de los brazos y me arrastra hasta la pared del fondo. Me apoya. Apenas veo al que me está hablando. Su cuerpo tapa la luz que llega desde el pasillo. Oigo las voces como si vinieran desde el fondo del agua.

–¿Quién lo agarró?– pregunta un murmullo. 

–El pirata. 

–Qué boludo. ¿Tres días lleva? 

–Sí.


No puedo moverme. El que me apoyó contra la pared ha quedado cerca. Huele a tabaco. Estiro una mano hasta mi boca. Él sigue el gesto y entiende. Mira al de la puerta. Ese cabecea. El que está cerca saca un cigarrillo de la camisa y lo enciende. Me lo lleva a los labios. Los otros dos, los de la puerta, dejan de hablar.

–Bueno, parece que vamos reaccionando. ¿Qué es eso de la confesión? 

El cigarrillo me ayuda. El humo trabaja por dentro. Asiento con la cabeza. 

–Entonces hable y ya. 

No puedo contestar. El que está cerca se incomoda. Probablemente es muy joven. 

–Quiere escribir –dice. 

El de la puerta apenas lo mira. 

–Que lo diga él –y vuelve a poner sus ojos en mí. 

La ceniza del cigarrillo cae sobre mi pecho. La pieza se llena de un olor a metal. 

–Quiero escribir –digo. Tardo mucho tiempo en poder hablar–. Acordarme de todos. 

– ¿Vos te creés que con esta pelotudez te vas a salvar de la máquina? Hablá y listo. Se habla rápido. Para escribir hace falta tiempo. 

–Dos días –digo. Mi propia voz va golpeando las piedras. 

Los dos que están cerca de la puerta vuelven a hablar entre ellos.

–Al Pirata no le dijo nada –suelta una voz sorda–, habría que aprovechar.

–Ustedes son muy blandos –dice el otro–. ¿No querés llevarlo al cine también? 

Se hace un silencio. 

–Probemos. Prometió nombres y datos. No perdemos nada. Recién llegaron otros cuatro. Nos ponemos con esos. Si no cumple, lo bajamos de nuevo. 

Otra vez el silencio. El que está cerca me saca la colilla de la boca. La aplasta contra el piso. Ya no se oye la lluvia.

–Dos días –dice el de la puerta–. Y más vale que escribás mucho porque si no me voy a ocupar yo ¿entendés? No te hagás el vivo. Dos días. 

La puerta se cierra. Me duermo. Sólo puede haber pasado un minuto. Un ruido a metal me sobresalta. Al lado mío está el que me dio el cigarrillo. Deja un cuaderno y una lapicera. La puerta se cierra otra vez. 

El cuaderno es de color marrón. No veo bien. La lapicera es de tanque, una tinta oscura y espesa que marca a fondo el papel. Tengo que recordar. 

Apoyo el cuaderno sobre mis piernas. He subido un poco las rodillas. Creo que he tardado demasiado tiempo en hacer ese movimiento. 

El primer nombre que recuerdo es el de Paula. Ripio. Paula Ripio. Tengo que pensar en otros datos. Si algo no queda lo suficientemente claro van a tirar abajo muchas puertas buscando todas las Paulas que puedan, hasta descubrir la verdad. Tengo que dar detalles, ser exhaustivo, meticuloso. Paula Ripio, treinta y tres años, Castellón 29, Barrio Parque. Escribo algo más abajo. Qué es lo que ha hecho Paula. 

Tengo un momento en blanco. Tomás. Tomás López. Cuarenta y tres. Tengo que ser más preciso. Puede haber muchos Tomás López en la ciudad. Busco en el recuerdo. ¿Cicatriz? Sí. Algo que lo identifique fácilmente. 

Llevo varias horas de trabajo. Ocho nombres. Me duermo sobre el cuaderno. La puerta se abre. El del cigarrillo se acerca. Saca el cuaderno de abajo de mi cuerpo. Lo mira. De golpe ve que tengo los ojos abiertos. 

–¿Terminó?

–No –dice mi voz–. Dos días. 

Oigo sus pasos alejándose por el pasillo. 

Duermo un poco. La mano derecha me duele. Creo que tengo el índice y el pulgar quebrados. Pero escribir no es lo importante. Lo que tengo que hacer es pensar. Todo lo posible. No puede haber errores. 

Amanece. Encuentro dos nombres más pero los descarto. Serían demasiado viejos. Hay viento. 

Lucio Beltrán, cincuenta años. Este sirve. Ingeniero agrónomo. De la Universidad, de la cátedra paralela. Mario Ferrer, veintisiete años. Uno de los más jóvenes. Juega al fútbol en las canchas del Parque. 

Es difícil recordar. Tengo una luz brillante dentro del cráneo. Siento que va empujando mis ojos hacia fuera. Creo que puedo tener hambre. 

Mariel Andrelli, cuarenta y cinco, abogada del fuero penal. Federico Rufino, cuarenta y nueve, empleado municipal. Recursos tributarios. Carla Jerez. Florencia Russo. Estudiantes. ¿Veintisiete? ¿Veintiséis? Alrededor de veinticinco años. 

Ya es de noche. El agua nunca es suficiente. Algo me arde al costado cuando trago. Mi columna debe estar hecha de piedras. Piedras calizas de puntas llenas de luz. Pienso en el río, en el canto rodado. Tendría que saltar para llegar a la ventana. Quiero ver si hay árboles. No puedo levantarme. 

Otra vez amanece. Tengo diecisiete nombres. La desgracia. Quiero revisarlos uno por uno. Que no haya confusiones. Voy pensando en esos ojos, en esas manos de mi recuerdo. Paula Ripio, Tomás López, Lucio Beltrán, Mario Ferrer, Mariel Andrelli, Federico Rufino, Carla Jerez, Florencia Russo, Gabriela Fellman, Daniel Barale, Eva Ceballos, Martín Pliniardi, José Alberto Herrada, Pilar Veronese, Jerónimo Liprandi, Ana María Urtuverre, Carlos Gramajo. 

Diecisiete.

Vuelvo a dormir. 

Oigo luces afuera. La puerta se abre. Entra el del cigarrillo. Se acerca despacio. Debe creer que estoy muerto. Tengo el cuaderno bajo el cuerpo, boca abajo contra la piedra. Apoya una linterna sobre mi cara. Tengo los ojos abiertos. Llenos de luces por dentro y por fuera. 

– ¿Terminó? 

–Sí –dice mi voz. 

–Ya viene el jefe. 

Me levanta. Levanta este cuerpo y lo lleva hasta la pared. Me incorpora un poco. Me da pena. Si tuviera boca, le hablaría. Pero la que tengo sólo sirve para las respuestas. 

Llegan los otros dos. 

– ¿Y? –dice el jefe. 

Como puedo estiro la mano y le entrego el cuaderno. Sonríe. Algo de esa cara en la sombra sonríe. 


–Diecisiete. ¿Todos de acá? 

–Sí.

Bien. Espero que no te hayas hecho el vivo. Cuando terminemos vamos a hablar. A ver qué hacemos con vos. 

La puerta se cierra. Oigo pasos alejándose. Es de noche. Oigo motores que arrancan. Gritos, órdenes. Autos que aceleran. Una tormenta que se arma aquí para desatarse lejos.

No importa. No tengo miedo. Sé que van a volver. Posiblemente al amanecer. Sé que ya no va a haber tortura posible para mí. Sé que estoy condenado a una bala engendrada en la furia de entender la verdad. Una bala en la nuca. 

Oigo los autos que se alejan. El jefe lleva en su mano un cuaderno lleno de datos. Diecisiete nombres. Sonrío, como puedo. Los nombres de casi todas las personas muertas que conozco. 


Eugenia Almeida 

Publicado en La voz del interior



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