sábado, 7 de marzo de 2015

Agua







Gotas

Empieza a llover. Y es hermoso. El agua golpea contra el techo de chapa y dan ganas de quedarse en la cama. Pensás en la suerte de estar esta noche, bajo esa lluvia, con el ruido que acuna y contiene.
Pasan las horas. Es difícil saber cuándo la repetición de algo bello se vuelve inquietante. 

Te despertás, como siempre, a eso de las cuatro y veinte. Quién sabe por qué. Todos los días, la misma hora. Caminas en la oscuridad y al llegar al lavarropas rozás un botón del celular. Una costumbre repetida: confirmar lo que ya sabés. La luz azul rebota en la pared y alcanzas a ver: 04:22. Vas hasta el baño. El olor a tierra mojada entra por el ventanuco. Volvés a la cama. Tratás de dormir. 

Es domingo. Quizás sean las seis o las siete de la mañana. Tenés que trabajar. Una rutina hecha de tareas sin horarios. Vas sumando ratos de esos: madrugadas, trasnoches, pequeñas grietas que se abren entre una cosa y la otra. 

Apretás la tecla de la luz pero la luz no llega. Como tantos otros días en este pueblo de Sierras Chicas. No importa. Buscás la radio portátil, escuchás una transmisión desde otra ciudad. Están hablando de una marcha que se organiza en Buenos Aires. Apenas prestás atención. De a ratos se oye una canción, hacés girar la rueda del volumen hacia arriba o hacia abajo, dependiendo del ánimo.

Ponés la pava en la hornalla. Buscás la yerba. Tratás de abrir las ventanas pero entra agua. Desde el sur, desde el norte, desde el oeste. Como si afuera hubiera una especie de tornado, como si lloviera desde todos los rincones. Te quedás con los postigones cerrados, a oscuras, hasta que la luz vuelve y te sobresalta.

Pasan unas horas.

Alguien sacude la campana que está sobre la tranquera. Pensás que debe ser otra cosa, que te has confundido. ¿Quién puede venir en medio de este diluvio? Abrís la ventana y te asomás. Tu vecino dice que se ha tapado una canaleta, que el agua se ha encajonado, que se le inunda la cocina. Salís debajo de la lluvia, sacás algunas ramas de esa pequeña acequia. Te movés con mucha dificultad. Hace días que tomás calmantes para un terrible dolor de espalda que apenas te deja caminar. 

Algo va mal. El agua empieza a subir. Te acercás a la calle: una enorme tormenta de barro arrastra piedras, palos, objetos que no llegás a reconocer. Volvés a la casa. La ropa empapada. Frío en el cuerpo y es pleno febrero. La chapa sigue tronando. Un rato después empujás la ventana contra el viento y alcanzas a ver que el agua sigue subiendo. La calle ya no está ahí. Sólo hay un río marrón que arrasa todo. El cielo es negro.


Noticias del mundo de allá

La lluvia amaina un poco y volvés a asomarte. Una vecina trata de bajar al centro. Dice que el agua se ha llevado algunas casas. Es el comienzo de las voces. Todo el mundo habla.

Hay quien dice que han abierto las compuertas del dique. Hay quien dice que no es cierto. Hay zozobra. Alguien cuenta que en una de las casas que están sobre el río el agua levantó una heladera. Parece algo extraordinario. Pero vas a oír eso muchas veces. Heladeras, autos, camiones, todo parece tener otro peso y otra densidad bajo la furia de la tormenta. Empezás a oír nombres de barrios y lugares que no conocías. 

Los puentes ya no sirven para unir sino como demostraciones de la destrucción. 

El agua que te puede llevar también es el agua que puede sepultarte en una habitación. En la radio alguien cuenta que tuvo que romper una pared a mazazos para poder liberar a una familia que había quedado encerrada.

Los rumores de las compuertas abiertas se repiten de boca en boca. Todas las frases comienzan con “dicen”, “me dijeron”, “escuché que”. Te asomás para ver si los vecinos están bien. Suena el teléfono. De a ratos. La señal va y viene con el viento, con los truenos, con el agua. La línea fija  tiene tono pero siempre da ocupado.

Lo que se oye en la radio son sólo retazos. Lo central parece ser comentar los partidos de fútbol.  Especialmente el de Boca.

De a poco, muy lentamente, empiezan a llegar noticias.

Hay gente en los techos de las casas. Hay una soledad desoladora. Vas a saber que en los sindicatos, las colonias, las iglesias y los clubs las personas se amontonan buscando refugio. Hay equipos tratando de llevar ayuda en medio de un clima imposible. Ha vuelto a llover. Se siente el miedo. 

En los barrios más pobres, siempre cerca del río, siempre en lo bajo, el agua ha destruido todo. 

Se oye la voz de un ministro diciendo que hay lugares a los que no se puede acceder, que han caído 300 milímetros, que debemos tener calma. Querés fumar pero hace dos semanas que decidiste dejar y no hay un solo cigarrillo en la casa. La luz se corta y ya no vuelve.

Tu pueblo está a oscuras. Es la noche del 15 de febrero. Ya sabés que lo que ha pasado es un desastre. Ha dejado de llover y lo único que se ve son los tucos, enormes, que se encienden y se apagan. 

Cada tanto, un auto pasa rompiendo la oscuridad. Se ven los faros como si anunciaran algo. Se siente la fuerza del motor luchando contra un suelo que ha desaparecido. Te preguntás adónde van. Esas luces son casi fantasmas. 

En la radio han dicho que todos aquellos que estén seguros y no estén colaborando con los equipos de rescate deberían quedarse donde están. No sabés adónde irías si pudieras caminar normalmente. Los amigos han ido al pueblo a ayudar. Desde allí mandan noticias (cuando hay señal, cuando hay suerte, cuando hay tiempo).

La radio sigue replicando el futbol hasta la exasperación. Sobre el límite del dial encontrás una emisora uruguaya. Un abogado promociona su estudio, una locutora anuncia el programa “El tango es mujer”. Se oye un cantante mexicano balbuceando un bolero. Movés la perilla. Súbitamente las voces se vuelven nítidas, hay un grupo de mujeres rezando un rosario con una cadencia maníaca. Sentís un escalofrío. Tu casa está llena de velas.

El teléfono se queda sin señal. De a ratos entran llamadas perdidas que nunca sonaron. Amigos de otras provincias que deben estar viendo las noticias. 

En esa primera noche, la palabra es “inquietud”.


El día después

Alguien te cuenta que en Tortosa, donde se derrumbó el puente, la gente ha perdido todo. 

Hay árboles enormes tirados sobre la calle. Al norte, el agua ha destruido un criadero de cerdos y dicen que hay cuarenta animales muertos flotando por ahí. El olor es insoportable. El barro se pega a todo. Hay perros sin dueño dando vueltas, buscando algo que los oriente. Hay chicos que van gritando los nombres de sus perros por las calles llenas de huecos. 

Autos clavados en el lecho del río. Grietas enormes. El pavimento partido como si hubiera habido un terremoto. Hay barrios en los que han surgido vertientes. El agua brota de la tierra y atraviesa las casas. El sobrino de un amigo tiene una vertiente en su armario. 

Dicen que en barrio Loza una familia se subió a los techos cuando la fuerza del agua reventó las puertas y las ventanas. Por esos huecos comenzaron a entrar cosas. Una heladera. Ramas. Pedazos de plástico. Por uno de esos huecos entró, flotando, un muerto. Quien te lo cuenta hace un silencio. Repite una frase que ya ha dicho. No logra decir lo que quiere. Estás escuchando. Vuelve a decir: “el agua trajo un muerto”. El mate pasa de mano en mano. Miramos el suelo.

Cuando truena todos nos ponemos a temblar.


Trepen a los techos ya llega la aurora

Desde el primer momento hay gente que se organiza para tratar de hacer menos terrible lo que ha pasado. Gente que te conmueve. Durante una semana van a dejar todo para estar ahí, colaborando, ayudando, sosteniendo. Gente que va a dormir, con suerte, una o dos horas por noche. 

Se va a trasparentar lo que cada uno es. Lo que somos siempre se revela en la catástrofe. La variedad humana: hermosa y escalofriante. Ves al que no descansa, al que  construye, al que -en medio de la vorágine- tiene un resto para el afecto. Ves a los otros también. Los que tienen sus propios intereses y sólo hacen lo que les conviene.  

Hubo quienes golpearon puertas de madrugada diciendo que subía el agua. Hubo familias que escaparon en medio del pánico. Y quienes habían dado esa falsa alarma pudieron robar con tranquilidad. Hubo quien se ocupó de guiar la ayuda hasta sus vecinos más pobres. Hubo quien ofreció todo: casa abrigo, comida, agua, lo que hubiera. 

La luz y la oscuridad midiéndose en ese territorio que ha dibujado la tormenta. Como si el universo se hubiera condensado aquí, en las Sierras Chicas, en estos primeros días de la segunda quincena de febrero. Como si mirando esto pudieras entender la esencia de nuestra especie. 

Camino a barrio Las Ensenadas, más allá de la cantera, alguien ha fabricado dos espantapájaros con ropa y desechos que arrastró el río. Están sentados en un sillón hecho con ramas. Todos sonríen cuando pasan por ahí. 

En barrio Pizarro un chico de 17 o 18 años hace acrobacias con su bicicleta. Usa los desniveles del suelo, gira en el aire, cae con gracia. Está haciendo eso desde el día de la tormenta. Cuando todo era desolación, él empezó a saltar por el terreno. Bajo la lluvia. Un bailarín único que regala belleza. Hay quien cree que es una locura hacer algo así en este momento. Otros agradecemos esa danza. Nuestro mundo se ha sacudido. Y aun así alguien se pone a jugar con su bicicleta. Estamos vivos. 

Nos escuchamos, compartimos mate y cigarrillos. Nos desvelamos y tratamos de ayudarnos a dormir. Estamos juntos. 

Has oído mucho. Has visto mucho. Sentís que tu capacidad de expresarte ha sido arrasada. No alcanzan las palabras.

Pasan unos días. Vuelve la conexión a internet. Abrís tus mails. Una amiga, en un pueblo cercano, acaba de escribir lo que querías decir. 

Dice que se siente rara, que apenas puede creer lo que ha pasado. Dice que ha visto a la gente caminar con cansancio y con temor, buscando un lugar conocido que pueda servir de apoyo. Dice que todos hablan y cuentan, una y otra vez, lo que vivieron. Tu amiga termina su mail con una frase perfecta: “Lo increíble, cuando se suma a la fatalidad, tiene ese efecto: es necesario construir un relato que nos permita contarnos la realidad que fue.”
Y eso es lo que hemos estado haciendo. 



Eugenia Almeida


Publicado originalmente en Los días contados 
La voz del Interior

4 comentarios:

  1. Hola quisiera anotarme para el Taller de lectura que comentaste esta mañana en Radio Universidad Me pareció una propuesta muy interesante Como hago para inscribirme? Un saludo Luisa

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  2. Hola, Luisa.
    Mandame un mail a eugeniaalmeida72@gmail.com y te envio la información del taller.
    Saludos

    Eugenia

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  3. Hola Eugenia,como de pasada escuche tu nombre en la radio.Ahí me quedé.Tremendo relato.Con lo que me gusta la lluvia,pero ya tiene otro sabor.
    Me interesa el taller de lectura,te escribo al mail.
    Saludos

    Cristina

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