viernes, 14 de febrero de 2014

Días sin hambre / Delphine De Vigan



El borde del abismo


El primer libro de la narradora francesa aborda la experiencia de la anorexia con un estilo potente y descarnado.


Frío. Un frío espantoso. Algo que viene de los huesos, de un bloque de hielo que late en el cuerpo. La sensación de encierro, de haberse alejado tanto que el mundo se vuelve borroso, difuso. La soledad del páramo. Piedra, piel. Una cáscara hueca, una bolsa de papel sin nada dentro. El vacío absoluto de palabras, de gestos, de explicaciones. El desinterés y la desesperación jugando ahí, al borde de las cosas, cuando ya no queda tiempo, cuando uno, el mundo, todo, está a punto de desaparecer.

Laure tiene 19 años. Es “un esqueleto de treinta y seis kilos y un metro setenta y cinco.” Anorexia. La vida de hospital se impone: los procedimientos inhumanos, los compañeros de pabellón, el carro de comidas con su ruido de metales y ruedas y arrastre, la visita de los residentes como un grupo de curiosos que se asoma a las jaulas del zoológico. 
“Cualquier cosa es como una rama para quien se ahoga”, decía Simone Weil. Esa rama, para Laure, es el doctor Brunel. Entre los dos construyen una relación particular, un lazo que muestra toda su potencia cuando él inventa un cuento para ella: el cuento de la niña que devoraba libros sobre la rama de un árbol, el cuento de la niña que ya no quiso bajar a tierra.
Hasta aquí, podría pensarse que tenemos todos los elementos para un libro lleno de golpes bajos, sentimentalismos y melodrama. No es así. Lo que ofrece Delphine De Vigan en Días sin hambre es el relato despojado, magro, de una experiencia difícil de poner en palabras justamente porque se trata de pura corporalidad.
Hay sentimientos devoradores, cosas que no se pueden tragar, maltratos imposibles de digerir, problemas que uno debe masticar, desgracias que hay que rumiar. Todo ese dolor se estructura en torno a metáforas que hablan del acto de comer, de lo que puede hacer una boca, unos dientes, una lengua, un estómago. Y en medio de esa desolación, del lenguaje despojado que soporta la narración, la autora hace aparecer imágenes que estremecen, como cuando la protagonista comprende que para mejorar “tendrá que extraer con precaución sus recuerdos, a menudo revueltos, almacenados como cerdos degollados, colgados de las patas, con la piel manchada de sangre seca.”
Laure está en la frontera exacta del dolor. Donde no puede dar un paso adelante, donde es imposible retroceder. Desde allí, haciendo pie en los lazos, en la escritura, los collages y el tejido, irá atravesando el territorio del vacío, el abismo que le permitió ver su enfermedad.

Eugenia Almeida
Publicado originalmente en Ciudad X
Diciembre de 2013


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