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miércoles, 10 de febrero de 2016

Más liviano que el aire - Federico Jeanmaire





El poder del amo 


Una puerta cerrada con llave. Del lado de adentro está Santi, un chico de 14 años que trató de robarle a una viejita y terminó encerrado en el baño. Del lado de afuera esta Faila, la víctima inicial que ahora se ha convertido en victimario. ¿Cuánta violencia cabe esperar de este escenario?

La anciana ha traído una silla para sentarse cerca de la puerta. Tiene 93 años. La soledad la ha desquiciado y por fin, inesperadamente, ha logrado lo que quería: tener a alguien que la escuche. El que ese alguien esté ahí en contra de su voluntad es un detalle menor, algo que ella intentará desdibujar una y otra vez. Faila pretende contarle a su prisionero algunas cosas que nunca ha compartido con nadie. Y le advierte que sólo va a liberarlo cuando haya terminado de relatar su historia.

De a poco, quien parecía una víctima indefensa se convierte en un verdugo implacable con tonos dulces que estremecen. Todo lo que oímos es la voz de Faila, aunque puede sentirse la presencia de Santi en las huellas que deja en lo que dice la vieja. Las respuestas, las réplicas, los silencios. Todo eso delata la presencia de otro a quien no se le da la palabra.

Lo que Faila quiere contar es la historia de su madre, Delita, una señora de la “alta sociedad porteña” que murió en circunstancias oscuras, en un aeródromo de Buenos Aires.

Son cuatro días en los que Santi estará encerrado y Faila contará lo suyo haciendo pausas para tomar té, dormir la siesta, desayunar, hacer las compras, cocinar y ver el noticiero.

La construcción de Faila como “una viejita” se vuelve siniestra cuando con sus frases amables (como al decir “hasta lueguito” antes de ir a prepararse una sopa) invisibiliza el escenario de dominación que ha construido. Pero rápidamente la violencia se hace explícita también en el discurso. Es posible hacer un vocabulario de insultos recurriendo a algunas de las cosas que la protagonista le dice a su prisionero: tarado, bandido, irrespetuoso, desagradecido, delincuente, negrito de mierda, escoria, basura, porquería de ser humano, sanguijuela, parásito, lacra humana, desastre, enfermo moral, avivado, flojo, cobarde, maricón, quisquilloso, resentido, desfachatado, bruto, estúpido, diablo y animal.

Faila es una ferviente militante de las concepciones binarias y maniqueas que separan el mundo en “nosotros” y “ellos”. Se dedica con entusiasmo a reproducir una maraña de lugares comunes sobre las supuestas diferencias de valor entre los hombres y las mujeres, los rubios y los morochos, los ricos y los pobres, los que toman té y los que toman mate, los civilizados y los bárbaros. El personaje funciona casi como un manual de estilo de cierto proyecto de país.

La anciana se considera una suerte de fuerza civilizatoria que pretende poner orden en una vida de barbarie. Una tirana que sólo desea aplicar su pequeño proyecto pedagógico, su acto de salvación. Y por supuesto, cree que Santi debería agradecerle que ella lo esté “cuidando” y “educando”. Incluso llega a decirle que está haciéndole un favor al tenerlo encerrado “adentro del bañito.” Todas esas expresiones sirven para tapar lo que en realidad sucede: un adolescente ha querido robarle, ella ha logrado atraparlo y, en lugar de llamar a la policía, ha decidido secuestrarlo y obligarlo a fingir que disfruta estar ahí. Las principales amenazas son que nunca va a salir o que no va a recibir comida. Como un entrenador de perros, ella dosifica la comida para “recompensar” o “castigar” cada una de las reacciones de su presa.

La historia será cada vez más oscura. Ambos personajes son el resultado de cierto estado de cosas. La violencia del robo y la violencia del secuestro: un chico y una vieja que no deberían haber entrado en la lotería de disputarse los roles de víctima y victimario.

Con un final que es mejor no adelantar, Más liviano que el aire también habla de las relaciones entre la mentira, la verdad, la ficción y los relatos que construimos para explicarnos el mundo.

Federico Jeanmaire nació en Baradero en 1957. Antes de dedicarse totalmente a la escritura trabajó como desgrabador de entrevistas, lechero, recolector en la vendimia, vendedor ambulante y profesor.

Más liviano que el aire obtuvo el Premio Clarín en 2009. Según Pablo de Santis, uno de los integrantes del jurado, la novela muestra “una puerta cerrada como metáfora de un mundo cerrado, asfixiante. Un diálogo imposible que se convierte en el monólogo alucinado de una vieja loca; como una Scherezade de pesadilla, la narradora habla para no morir”.

La noche en que se le entregó el premio, el autor dijo: “A mí, lo que me interesa es lo solos que vivimos todos y lo difícil que nos resulta comunicarnos, y que es esa soledad la que termina por generar violencia”. De todo eso habla esta novela que acaba de reeditarse.


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X





martes, 9 de febrero de 2016

Festín de clásicos






El escritor italiano Italo Calvino definió a los clásicos como los “libros que ejercen una influencia particular, ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.” 

Seguramente los lectores saben bien quiénes son Frankenstein, Drácula o Moby Dick. Es muy probable que sepan que Cumbres borrascosas es una novela inquietante, que Crimen y castigo es un libro imprescindible y que Otra vuelta de tuerca es una de las más incómodas historias de un mundo doméstico y, a la vez, sobrenatural. Conocemos los personajes, los argumentos y los comentarios que se han hecho sobre estos libros pero ¿los hemos leído? Posiblemente muchos respondan “no” a esta pregunta. Y quizás aún no hayan dimensionado el tesoro que los espera en esas lecturas. Porque ¿cómo se explica que estos libros se hayan mantenido tan presentes a lo largo del tiempo? ¿Qué potencia oculta hay en estas obras?


Seis imágenes del siglo XIX

Una: 1818. Inglaterra. Se publica Frankenstein o el moderno Prometeo. Lo ha escrito Mary Shelley, una chica de 20 años. La idea había surgido tiempo antes, en una reunión de amigos. Cada uno de los asistentes había aceptado el desafío de escribir una historia de terror. Dicen que cuando era una niña, a Mary le gustaba sentarse a leer en el cementerio, muy cerca de la tumba de su madre. 

Dos: 1847. Inglaterra. Las tres hermanas Brontë publican sus novelas. La familia parece tener una extraña condensación de talento. Emily ha escrito Cumbres borrascosas. Tiene 29 años. Casi todo los días tiene que ir a los bares; su hermano Branwell se emborracha y no sabe cómo volver a casa.

Tres: Herman Melville trabaja como marinero. En uno de sus viajes, luego de desertar, es capturado por una tribu caníbal y vendido como tripulante a otro barco. Al desembarcar, es acusado de amotinamiento y termina en prisión. De a poco descubre que cada vez que cuenta esas anécdotas, la gente se reúne a su alrededor con entusiasmo. Decide escribirlas. En 1851 Melville, de 32 años, publica su sexta novela. No tiene el mismo éxito que obtuvieron sus otros libros. El escritor neoyorquino nunca llega a saber que Moby Dick va a convertirse en un clásico.

Cuatro: 1866. Rusia. Dostoievski tiene 45 años. La primera parte de su novela Crimen y castigo acaba de publicarse en la revista El mensajero ruso. Aún no ha terminado de escribirla. Está lleno de deudas, acorralado por la pobreza. Es adicto al juego. Sufre de epilepsia. Lleva las marcas de haber cumplido una condena a trabajos forzados, acusado de conspiración política. Detenido a los 28 años, su condena inicial era la pena de muerte. Frente al pelotón de fusilamiento, su sentencia es conmutada. Lo envían a Siberia. Seis años después es liberado pero lo obligan a enrolarse en el ejército.

Cinco: 1897. Londres. Bram Stoker, un irlandés de 50 años, publica Drácula. Cuentan que el 7 de marzo de 1890 una pesadilla lo despertó en medio de la noche. En el sueño aparecían dos mujeres rodeando a un muchacho. Querían besarlo pero no buscaban su boca sino su cuello. De repente, aparecía un conde, furioso, que les gritaba que debían detenerse porque ese hombre le pertenecía. Durante seis años Stoker escribió, en todo tipo de papeles sueltos, una novela compuesta de cartas, telegramas, desgrabaciones y diarios personales. Una estructura coral que rompe la idea de un único punto de vista. Dicen que en 1912, al momento de morir, el escritor miraba con insistencia un rincón de la habitación y repetía la palabra “strigoi”. Un término rumano que significa “espíritu maligno”.

Seis: 1898. Henry James publica Otra vuelta de tuerca. Tiene 55 años. Se dice que fue el Arzobispo de Canterbury quien le contó al escritor una historia de dos niños que se relacionaban con los espíritus de los antiguos sirvientes de una casa. De ese núcleo, el autor estadounidense logró extraer una de las más inquietantes historias de fantasmas y locura que existen en la literatura.


Un pionero en el Siglo 20

Hoy estamos habituados a que los libros en papel puedan presentarse en una edición de bolsillo. Pero este formato no existía antes de la década de 1930. Según cuentan, Allen Lane, director de la editorial Bodley Head, volvía de un viaje que había hecho para visitar a Agatha Christie. En la estación de tren buscó algo para leer. Había poco, y no era muy interesante. Decidió que era indispensable poner al alcance de los lectores títulos de calidad en formatos fáciles de llevar y que esos libros deberían venderse en lugares alternativos a las librerías, como las estaciones de tren y los supermercados. Lane les presentó la idea a sus jefes. Como no se mostraron interesados, se propuso hacerlo él mismo. Era 1935. Nacía la editorial Penguin Books. Los primeros autores publicados fueron Hemingway, Agatha Christie y André Maurois. 

Lane también inventó la primera máquina expendedora de libros, a la que bautizó la “Penguincubadora”. La gente que caminaba por Charing Cross Road, en Londres, podía comprar sus libros en plena calle, por unas monedas. El precio en aquella época era de seis peniques, una cantidad equivalente al dinero necesario para comprar un paquete de cigarrillos.

De aquella editorial al enorme grupo que es hoy Penguin Random House hay una larga historia para contar. Pero es bueno traer a la memoria –de lectores y editores– cómo fue que nació esta propuesta y cuáles eran sus objetivos iniciales. Aquella decisión permitió que muchísimas personas, castigadas por las crisis económicas de la década de 1930, pudieran acceder a los libros. Es por eso que el trabajo de Lane y su equipo puede ser considerado un paso importante en la democratización del acceso a los bienes culturales.


Ahora en Argentina

Como parte de la celebración por el 80° aniversario de esta mítica editorial, acaba de inaugurarse la colección Penguin Clásicos en Argentina. En noviembre se abrió el juego con seis títulos de indudable calidad: Cumbres borrascosas, Drácula, Otra vuelta de tuerca, Crimen y castigo, Moby Dick y Frankenstein o el moderno Prometeo. Antes de fin de año se publicarán Rojo y negro, de Stendhal y Madame Bovary, de Gustave Flaubert.

Mariana Vera, directora literaria de la colección, conversó con Ciudad X y señaló que “Penguin Classics revolucionó en su momento la industria editorial, acercando al gran público los clásicos universales en ediciones cuidadas y accesibles. Con ese espíritu, estamos lanzando Penguin Clásicos ahora en la Argentina, con ocho títulos entre noviembre y diciembre de 2015, y más de 30 entre febrero y abril del año próximo. El sello se distingue por el alcance y la variedad del catálogo: son 4000 años de literatura, con textos tan antiguos como el Bhagavad Gita, pasando por la antigüedad greco-latina, el Renacimiento, la Ilustración, el Romanticismo, hasta llegar al siglo XX. Las ediciones se caracterizan además por traducciones cuidadas y la inclusión de un aparato crítico (introducciones, líneas de tiempo, apéndices, anotaciones), realizado por académicos de sólida trayectoria.”

Es importante agregar que la colección tiene previsto, para el primer semestre de 2016, el lanzamiento de la serie “Clásicos de la literatura argentina” con títulos como Martín Fierro, de José Hernández; Facundo, de Sarmiento; El matadero y La cautiva, de Esteban Echeverría; y Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla.

Ítalo Calvino decía que los clásicos son los libros “que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.”

A disfrutar entonces. La mesa está servida. 


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X



domingo, 7 de febrero de 2016

Daniel Gigena: El nuevo género negro: novela policial con cara de mujer




El nuevo género negro: novela policial con cara de mujer

Una camada de autoras argentinas trae una mirada diferente

Daniel Gigena

En 2014, el diario El País le puso un nombre al fenómeno de la novela policial protagonizada o escrita por mujeres: "femicrime". Que las mujeres han sido las víctimas favoritas de las ficciones en España, la Argentina y el mundo entero no es ninguna novedad desde Antígona, donde el cuerpo de una mujer era objeto de la ira del poderoso de turno. Pero aquí, a partir de la exitosa irrupción en 2005 de Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro, las narradoras del género policial cobraron un relieve inusitado.

La sensibilidad femenina podía articular tramas que combinaban la intriga con una perspicacia inusual, dosis de humor y aun críticas al patriarcado allí donde éste imperara, es decir, en casi todos los ámbitos: medios de prensa, despachos oficiales, agencias médicas, judiciales y psiquiátricas, barrios humildes y countries.

Alicia Plante publicó una excepcional "trilogía del agua", que describe la decadencia de la policía bonaerense, los servicios de inteligencia y la Justicia, y denuncia los negociados políticos con más eficacia que investigaciones latosas. Son sólo ejemplos de un género que se expande.

Un periodista protagoniza La tensión del umbral, de Eugenia Almeida (Edhasa), que comienza con el suicidio de una mujer en plena calle. "Lo que soy se pone en juego a la hora de escribir. No comulgo con las definiciones de literatura masculina o femenina -dice desde Unquillo la autora cordobesa-. Creo que los autores que conmueven trascienden prejuicios y categorías de cada época. ¿Es posible adivinar, leyendo a Patricia Highsmith, que quien escribe es una mujer? Yo diría que no. Toda escritura que sirva para tranquilizar y reforzar los prejuicios me aburre y me enoja." Almeida cuenta que no pensó en el género policial mientras escribía. "Siempre escribo sobre lo mismo: lo que falta, lo que no está, lo que se calla. A veces eso toma la forma de un policial; a veces, la de un poema. A medida que uno escribe, el texto va buscando solo su forma, su rama, su nicho." No obstante, su novela fue uno de los mejores policiales publicados en 2015.

Florencia Etcheves, periodista y cronista, publicó su primera novela, La Virgen en tus ojos, en 2012. Fue un éxito rotundo, que la impulsó a continuar la historia de su protagonista con La hija del campeón. "Durante 15 años cubrí crónicas policiales para el noticiero. Es novedoso para mí trabajar con la ficción. Lo más complicado es superar la realidad; la brutalidad, las mecánicas de los crímenes y hasta la creatividad de los delincuentes ponen a autores y autoras de novelas policiales en un apuro. ¿Cómo sorprender al lector cuando las historias de los diarios tienen todos los condimentos necesarios para un novelón? Ése es el desafío; creo que el peso de las historias tiene que estar en los personajes; no sólo llevar al lector por el camino para descubrir quién es el asesino, sino también involucrarlo y, ¿por qué no?, identificarlo con ese asesino, incomodarlo", dice Etcheves. En 2016 Planeta publicará su nueva novela. "Un caso en el que por cuestiones personales se va a involucrar Francisco Juánez, el policía que protagonizó mis dos novelas anteriores. Esta vez se va a meter con un tema del que me interesa hablar: la trata de mujeres con fines de explotación sexual. Va a ser dura, descarnada. Quiero aprovechar la ficción para denunciar, para difundir y aportar un granito de arena en la lucha contra este delito", adelanta.


De los márgenes al centro

Dirigido por Juan Sasturain desde 2008, el sello Negro Absoluto está dedicado a la novela negra. En 2015 dos autoras publicaron sus libros: María Inés Krimer y Elisa Bellmann. Sangre fashion, de Krimer, transcurre en el mundo de la moda; la historia empieza con un desfile y termina con otro. "En el medio hay asesinatos, ropa de marca, talleres clandestinos, mucho bótox, perfumes importados; un subsuelo menos glamoroso. La investigadora es Ruth Epelbaum, una archivista jubilada que vive en Villa Crespo. Habla idish. Tiene amantes. Lee a Bashevis Singer. En Alemania dicen que es una mezcla de Marlowe con Almodóvar", cuenta su autora, que ya trabaja en un nuevo título noir. "Cuando releí a los clásicos, comprobé que mi entusiasmo por Chandler o Hammett estaba intacto. Redescubrí a Ross MacDonald, el tercer hombre, con su perfecta fusión de personaje y argumento. Al volver sobre esas lecturas confirmé que lo que más me interesa es leer autores, más que enigmas ingeniosos. Como en toda obra literaria, lo importante es el tono, el fraseo, que es, en última instancia, una visión personal del mundo." Bellmann escribió Asfixia sin considerar las reglas de la novela policial: "La pensé como una trama con un intenso nivel de enigma en la intimidad de los protagonistas".

El escritor y periodista Horacio Convertini, autor de New Pompey y Aguante, ofrece su mirada sobre la impronta actual de las narradoras policiales: "La presencia de escritoras en la literatura negra argentina explotó claramente en el siglo XXI, acaso como consecuencia del efecto Piñeiro, o bien porque el interés por el crimen como materia literaria crece hasta llevarse todo puesto y contribuye a romper el predominio de la autoría masculina. Entonces aparecen investigadoras como las de Flaminia Ocampo, o en los márgenes del género, vengadoras como las de Gabriela Cabezón Cámara y autoras que apuestan a protagonistas masculinos, como el Samuel Redhead de Mercedes Giuffré, que resuelve crímenes en la Buenos Aires colonial, o los muchachos que se apuñalan en Ladrilleros, de Selva Almada".

"La novela policial, que fue tradicional y mayoritariamente escrita por hombres, se refresca con el aporte de las mujeres -opina Ernesto Mallo, escritor y director de Buenos Aires Negra, el Festival Internacional de Novela Negra que se desarrolla en Buenos Aires... Ellas se lanzan con pleno derecho y talento a ocupar su sitio en los antros criminales con su particular estilo. El panorama literario del género encuentra nuevas y potentes voces como las de Fred Vargas, de Francia; Rosa Ribas, Vanesa Monfort, Berna González Harbour y Alicia Giménez Bartlett, de España; Asa Larsson, de Suecia. A las escritoras les interesa, al decir del crítico Carles Geli, el mecanismo que lleva a alguien a matar o a ser las víctimas, saber por qué se produce esa violencia y no tanto el detalle de cómo; se busca más el factor psicológico y humano. Lo cierto es que las mujeres matan distinto que los hombres, sus crímenes suelen ser menos sangrientos, menos brutales y tanto o más crueles."

Así, la tensión social referida a la violencia física (y a la de los estereotipos) padecida por las mujeres se manifiesta con eficacia en las novelas de las narradoras actuales. Mediante la creación de situaciones verosímiles y personajes conscientes de las reglas patriarcales y que, en el marco de la historia, pueden cuestionar o modificar esa conciencia, las autoras locales recrean las fórmulas fijas en la representación de las mujeres en el thriller y la novela negra.

Daniel Gigena

LA NACION

DOMINGO 07 DE FEBRERO DE 2016




viernes, 5 de febrero de 2016

Revista Fuelle






La Revista Fuelle invita, cada número, a escribir un texto a partir de una imagen propuesta.

En el número cuatro, fuimos de la partida Emiliano Baigorri, Claudia Salazar Jiménez y yo.

Esta fue la foto que nos enviaron:





Y esta  fue mi propuesta:



Luz

Voy a dejarme caer como una piedra blanda. Una hoja verde que se suelta fuera de tiempo. Cuando todo haya dicho que es suficiente; cuando el mundo construya pilares de nada; entonces, cuando haya visto que detrás de una cosa no hay otra sino eternas hileras de cosas; cuando vea los días en fila haciéndose uno en una especie de torre; cuando todo haya escrito la palabra que tenía prevista; cuando hayan pasado las hecatombes, los tornados, los ciclones, las muescas en la Tierra, las ínfimas estrellas explotando hacia adentro; cuando el centro de los arboles dibuje hacia afuera, en la corteza, que ya es suficiente; cuando los de mi especie corran gritando que es el apocalipsis entonces yo voy a dejarme caer como una fruta inmadura que desafía los tiempos.

El después del después. Nada. Palabras sin sentido. Alguien hace cuentas de espaldas al mundo. Calcula, busca el modo. Solo tenemos el instante previo. Y yo voy a dejarme caer, voy a resbalar, voy a sentarme a la orilla del mundo.

Y que vengan nomás a gritar primero las mujeres y los niños, voy a buscar un cigarrillo entre los restos de los muebles, voy a sentarme a mirar eso que no se sabe si es cielo o mar, voy a encontrar alguna sombra que no esté hecha de cemento, alguna boca de oscuridad, sí, claro, voy a quedarme esperando ese silbido que anuncia el final. Feliz. Esa es la palabra pero posiblemente ya nadie sepa qué signifique. Voy a sentarme a mirar cómo corren tratando de salvar objetos, cómo van gritando nombres creyendo que pueden escapar. ¿Correr adónde? Voy a sentarme a observar las huellas en la cara, el modo en que los finales tallan los huesos, voy a verlos correr. Eso es. Cuando todos corran yo voy a sentarme a mirar el fin de la materia. 

La luz que cae recuerda el sol en los veranos. Si uno sólo mira eso puede jugar a estar a salvo. Palabras engañosas. Como siempre. Pero no, no elijo eso. Lucidez. ¿De cuántas formas se parece esta explosión brutal a la luz de una tarde en la playa? Estarme aquí, sabiendo que no hay relojes, no hay después, todo el pasado es ahora, una versión delirante del ahora. Voy a quedarme aquí  mientras los otros eligen desesperación. Ver este extraño mundo derritiéndose. Huesos de papel. Huesos de papel. Todo se deshace por dentro. Quedarme aquí. Un encantador descanso antes del fin. 

Cuando el mundo se hunda en la desesperación absoluta  detenerse a mirar la última mueca de la naturaleza. Sin pensar. Sin tratar de salvar lo insalvable. Sólo disfrutando de esa sombra de oscuridad, de ese látigo de fuego, de ese momento perfecto en que la especie desaparece y somos, finalmente, libres. 



Eugenia Almeida

Publicado originalmente en la  Revista FUELLE







martes, 2 de febrero de 2016

A la sombra del árbol violeta - Sahar Delijani




Los niños del Jacarandá 

Familias que intentan sobrevivir, cada una a su manera, a la violencia política sin freno. Madres que esperan a sus hijos desparecidos. Niños que no llegan a conocer la historia de sus padres. Hombres y mujeres que sufren la prisión, la tortura, la muerte. El toque de queda, las purgas en la universidad, la censura, la prohibición de los partidos políticos. Interrogatorios que replican las mismas preguntas una y otra vez. Detenidos que tratan de identificar el lugar en el que están espiando a través de la venda que llevan en los ojos. Personas preguntando por sus seres queridos. Ejecuciones. Fosas comunes. 

Todo hace pensar en Argentina en 1976 y los años que siguieron. Pero es Irán. Un Estado ultra religioso y fanático decidido a aniquilar a todo aquel que no se le parezca. 

1983, la prisión de Evin en Teherán. Una mujer embarazada es sacada de su celda para llevarla al hospital. En pleno trabajo de parto es interrogada. Una prisión custodiada por los Hermanos, la temible policía política que domina el país. Se oyen gritos sin que nadie sepa de dónde vienen, sin que nadie se atreva a preguntar. Gritos que toman la forma de una amenaza: quizás el próximo en gritar sea el que ahora escucha esos aullidos temblando. Se detiene a todo sospechoso de ser antirrevolucionario o de no ser lo suficientemente religioso. Los coches patrulla de los Guardianes de la Revolución recorren las calles cazando disidentes. 

El “consejo de la muerte” ordena, en 1988, la ejecución de 5000 prisioneros  acusados de ser “apóstatas” y “enemigos de Dios”.

Un chico presencia el secuestro de sus padres. Las patotas, las puertas destrozadas, la casa revuelta. Las familias ocultan que uno de los suyos ha sido detenido, temerosas de que la acusación se extienda y los atrape a todos.Una niña exiliada, rodeada de sus compañeros de escuela en un nuevo país, responde “no sé” cuando le preguntan su nombre. Una madre decide ocultarle a su hija el modo en que murió su padre. Otra madre usa todas las palabras posibles para contar lo que ha vivido. Los relatos familiares, los secretos. Una anciana que repite la frase “no puedo hablar de eso”. El modo en que cada uno lucha contra el horror.

De todo eso habla A la sombra del árbol violeta. De niños nacidos en la prisión y luego entregados, en algunos casos, a los familiares que quedan. De una tía y una abuela dedicadas a criar a esos chicos separados de sus padres pero también a otros que van llegando, desprotegidos, desarraigados. Dos mujeres que acompañan y tratan de  acotar el dolor y la pérdida en una casa con un inmenso jacarandá. El árbol violeta que se vuelve un símbolo de belleza y de vida, atravesando la historia de esas familias. 

El título original de este libro es Los niños del Jacarandá y es justamente en torno a ellos donde ancla la historia, aunque el relato cruce tres generaciones. Neda, Omid, Sheida, Sara, Forugh, Donya. Hijos de hombres y mujeres que estuvieron detenidos o fueron asesinados en la década de 1980. Chicos que ahora son adultos. Algunos han vivido el exilio, refugiados en Estados Unidos, en Italia, en Alemania. Adonde van, llevan con ellos la herencia de lo sufrido.

Con un relato detallado, centrado en los más mínimos gestos, Delijani pone en escena las vidas cotidianas arrasadas por la violencia. No solo se trata de la muerte. También están ahí los silencios, el terror de lo callado colándose por cada grieta. Como dice uno de los personajes: “Los secretos te roban la infancia (…) Cuando la muerte se instala, la niñez se desvanece.” 

La autora habla del dolor y del duelo pero también de la lenta reconstrucción de la alegría, de la resistencia, de la voluntad de cambiar las cosas. La novela abarca la historia de estas familias desde 1983 a 2011. Los niños ya han crecido y cada uno de ellos tomará una posición personal ante la nueva embestida de violencia en Irán. 

Sahar Delijani conoce bien la historia que cuenta. Aun si la novela es una ficción, mucho de lo relatado realmente sucedió así. La autora nació en la prisión de Evin en 1983. Sus padres fueron detenidos por oponerse al régimen islámico que logró apropiarse de la Revolución que derrocó al Sha. Los grupos que habían participado de la revolución pero luego no apoyaron el nuevo régimen teocrático del Ayatolá fueron perseguidos con ferocidad.

Cuando Delijani tenía 12 años, su familia emigró a los Estados Unidos. Actualmente vive en Italia. A la sombra del árbol violeta –traducida a 28 lenguas y publicada en 75 países– es su primera novela.


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X



jueves, 28 de enero de 2016

Comentario de Daniel Riera (Página/12) sobre "La boca de la tormenta"




Irreversible

Revelaciones sin salida, la materia de los sueños y una reflexión sobre la poesía se despliegan en "La boca de la tormenta", de Eugenia Almeida.

Por Daniel Riera


“La primera piedra cae en la frente. Duele tanto que/encandila. Los ojos se abren y ves las cosas./ Quedan pegadas a los párpados.” Así empieza todo. Los sueños, entonces, dejan de ser tales y se convierten en pasadizos por donde se ve lo insoportable, la muerte. Tener poderes: alguien va a morir y yo lo estoy viendo y sintiendo. “Yo me he dormido sintiendo el vuelco en el cuerpo,/sin saber a quién decírselo.” Y no es sólo que lo veo, sino que las visiones “quedan pegadas a los párpados”. Quiere decir que pesan. Quiere decir que es imposible despegarlas. ¿Qué puedo hacer con eso que vi? Nada. ¿Qué clase de poder es, entonces? Bueno, algo se puede hacer. Algo: describirlo. “Interpretar es decir no”, dice. Habla de los sueños. ¿Habla de la poesía? Veremos. La boca de la tormenta es un poema fantasmagórico y existencial a la vez donde las revelaciones se van sucediendo y de la mano de las revelaciones sucede una cierta frustración; porque las revelaciones desconciertan en la medida en que no se puede hacer casi nada con ellas; porque las revelaciones no se buscan, sino que simplemente acuden. No parecen tener un propósito definido excepto, tal vez, el de perturbar a quien las recibe. “Los que están por morir, los que vienen a buscar en/mí algo que ni yo sé que tengo, esos, suelen ser/desconocidos. Rostros cejas bocas cierta forma de/mover los dedos. Cicatrices. Arrugas./Signos de algo que yo podría haber amado./Sin embargo: desconocidos. Tan familiares.” ¿Por qué tan familiares si son desconocidos? Tal vez porque van a morir, tal vez porque los une (nos une) ese mismo sino trágico. Todxs tenemos la certeza de lo irreversible: sólo que aquí hay información precisa respecto de cómo, de cuándo y a quiénes. Presagios. Tener algo que nadie tiene y descubrir fatalmente que es mejor no tenerlo, que se sufre menos. El abismo de ver lo que nadie ve: la condena a la soledad y a la incomprensión. Las posibilidades de la lengua, siempre relativas, aquí son bien escasas: porque no se puede nombrar lo que no se entiende, lo que no se soporta, lo que, por otra parte, nadie quiere escuchar. Y sin embargo hay un texto que trabaja, precisamente, sobre esas limitaciones, sobre esas imposibilidades. Los sueños son intraducibles. “El sueño viene en lengua extranjera, dicen./Yo digo: viene sin lengua, es la lengua, la falta de lengua./No viene a decir nada. En el sueño no hay decir o no/decir. No hay callar.” El sueño se parece bastante a la poesía, entonces: hay un lugar inaccesible, un lugar donde no puede llegar la cárcel del sentido. Y en este caso el sueño mismo no se atreve a ser nombrado del todo como sueño, porque los límites entre la ensoñación y lo real son bien difusos, porque el sueño es también presagio, recuerdo de lo porvenir. “Nada es traducible”. Todo el poema consiste en eso: la búsqueda de ese sentido que se escapa una y otra vez y que tal vez se encuentre en esa misma búsqueda imposible. Los ojos que ven hacia adentro y hacia afuera. “...Caen/ los dedos bajo los ojos, yo estoy viendo esto.” El encuentro con lxs muertxs y la locura inevitable. “A esto voy a pagarlo con locura”, dice: es un presagio sobre el efecto que surtirá tanto presagio junto. Y la mirada de lxs demás, lxs que se encargan de censurar el desvío. Ella ve lo que se supone que no debería ver. “¿Van a lapidarme? ¿Eso significa?” La visión como el primer paso hacia la condena. “Van a decir que veo demasiado signo.” ¿Cómo se mide ese “demasiado” si no es comparando con lo que ven lxs demás, con la proporción que lxs demás estiman correcta? ¿Cómo se mide ese “demasiado” sino en términos de condena ajena? La visión que convierte en culpable, ante los ojos de los que no ven, al que ve. “Me he acostumbrado a la brutalidad de los que están/seguros. Y sin embargo, nunca he sido tan torpe.”

Daniel Riera

Las 12 - Página/12






lunes, 25 de enero de 2016

Las buenas intenciones - Amity Gaige




El camino del infierno

El problema de una mentira –aunque sea inocente– es que, una vez dicha, exige ser sostenida y se vuelve cada vez más difícil salir de ella.

Erik Schroder está en prisión. Desde su celda, siguiendo el consejo de su abogado, escribe una larga carta a su exesposa. Es “una especie de alegato”, una disculpa, una explicación. Un escrito en el que le contará, por primera vez, parte de su vida: su infancia, la relación con sus padres, los inicios de la mentira con la que quiso transformarse en otro.

Erik tratará de rastrear cómo comenzó aquello que lo ha llevado a esa celda. Y, para hacerse entender, tendrá que ir prácticamente al origen, a 1970, en Alemania, cuando nació; a 1979, cuando llegó con su padre a los Estados Unidos; a 1984, cuando decidió firmar un documento con un nombre falso y así empezó a convertirse en Eric Kennedy, una identidad hecha en base a lo que hubiera querido ser. Sí, la carta es una confesión. El intento de ser comprendido. Él, el niño inmigrante que hace todo lo posible por olvidar lo que dejó atrás, esconder su acento y ser uno más.

El nombre falso que comenzó como una necesidad de pertenecer a un mundo nuevo queda finalmente aceptado gracias a una “serie de falsificaciones” que lo instalan como verdadero.

Bajo ese nombre lo conoció su esposa, ese es el apellido que recibió su hija, una hija que él secuestró. Pero esa palabra, “secuestro”, no explica lo que quiso hacer. Y ni siquiera se trata de deseo. Esa palabra no explica lo que le pasó, lo que lo fue llevando a cometer error tras error hasta que ya no hubiera salida.

En pleno divorcio, envuelto en una pelea por la custodia de su hija, Erik rompe el acuerdo de las visitas y “huye hacia adelante”. La ruta, un auto robado, un viaje sin rumbo guiado por la inconsciencia y la incapacidad de tomar decisiones. Huir, huir, lo único que puede hacer este hombre. Huir llevándose a Meadow, su hija de 6 años –claramente la más madura de los dos–, ir pensando a medida que maneja, dejar que se lance su pedido de captura. Su falsa identidad ya ha salido a la luz y ahora es un loco que viaja por la ruta con una niña robada.

Huir. Autojustificarse. ¿Puede hacer otra cosa? Erik, en su confesión, le cuenta a su esposa que una vez, cuando era chico, un compañero de escuela quiso golpearlo y en lugar de enfrentarlo él salió corriendo. Cuando llegó a su casa y se lo dijo a su padre, aquel alemán lacónico le respondió con una frase que quizás sirva para explicar todas sus acciones: “lo natural es huir”.

De eso trata esta hermosa novela. De la memoria y el olvido, de las trampas y las mentiras, del modo en que construimos nuestra identidad.  

“El olvido no existe”, se repite una y otra vez Erik. Ha tratado de ser otro, ha buscado eso en la estrategia de cambiar su nombre. Sin embargo, siempre es él. 

Otro tema que atraviesa la historia de Las buenas intenciones es el de la paternidad. Erik es alguien que desea ser padre pero que descuida completamente a su hija. Un negligente, un irresponsable, un negador. Un impostor, un fabulador, un egocéntrico. Un personaje que, por sus acciones, debería generarnos rechazo. El increíble logro de la escritora Amity Gaige es haber conseguido que la voz de Schroder genere empatía, que uno llegue a comprenderlo a la vez que se horroriza de ese hombre irremediablemente inmaduro.

Dice el refrán que “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”. Esa es la historia de Erik Schroder, alguien que difícilmente pueda ser catalogado como una “mala persona” pero que construye un infierno apilando sus deseos.

Por detrás del relato aparece la Historia con mayúscula. Cómo la división de Alemania y el Muro de Berlín pueden haber marcado las vidas de las personas. Cómo la infancia en una ciudad dividida y la huida a un país extranjero pueden dejar huellas imposibles de remontar.

Amity Gaige nació en Estados Unidos en 1972. Las buenas intenciones es su tercera novela. La autora declaró en una entrevista: “Alguien me dijo una vez que todos mis libros tratan sobre la identidad. Es cierto. Quién sabe por qué. Fui consciente, de manera temprana y turbadora, de que el yo es una construcción. Y por desgracia no he podido quitármelo de la cabeza. En gran medida ‘decidimos’ quiénes somos. Nos enseñamos a nosotros mismos a tener ciertas cualidades. Pero quién sabe si, incluso a pesar de eso, se trasluce un yo con el que nacemos, que es mejor o peor del que proyectamos. Supongo que eso mismo está en la novela”.


Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X




viernes, 22 de enero de 2016

Comentario de Cezary Novek (Marcha) sobre "La tensión del umbral"




Ante el abismo

Por Cezary Novek

Reseña de la tercera novela de Eugenia Almeida,
 en la que se indaga sobre el reciclaje de los grupos de tareas.

Con frases cortas y un estilo parco, la última novela de Eugenia Almeida le da varios ajustes de tuerca al policial con La tensión del umbral, publicada el año pasado por Edhasa. A pesar de que la violencia social y el espectro de la última dictadura militar siguen planeando sobre su obra, en La tensión en el umbral, se ha desplazado el centro de interés a los mecanismos de poder y ya no a sus efectos en la comunidad, a qué pasa cuando un aparato represivo queda huérfano, cómo se reciclan sus componentes.

La novela puede hablar de grupos de tareas, de la Triple A o de cualquier grupo de sicarios, pero también de todos los sectores que permiten y avalan la existencia de grupos parapoliciales. Es, en este sentido, no solo una novela policial, sino una reflexión sobre cómo el crimen impregna de moho todas las instituciones, civiles, no civiles, estatales y privadas.  

Carlos Gamerro, en su ensayo Para una reformulación del género policial argentino dice que el policial anglosajón clásico siempre comienza con un cuerpo. Contrapone el policial argentino, donde la acción comienza con la desaparición de un cuerpo y donde el investigador no suele ser un miembro de la institución policial (casi siempre la ejecutora del crimen), sino un periodista o un civil particular que apenas se conforma con saber la verdad, con entender y punto. Ni pretensiones de hacer justicia o judicializar lo que se sabe que será cubierto por la misma mano invisible que causó el primer delito. En La tensión del umbral, la historia comienza con un suicidio en plena vía pública. Y con un periodista que quiere entender. Con apenas esos dos elementos, Almeida va tejiendo una trama que desciende a los infiernos como un espiral de pesadilla.

Los primeros capítulos recuerdan en cierta forma a Los suicidas, de Di Benedetto, en el sentido que parece apuntar a una investigación de archivos. El protagonista está interesado en saber el por qué del suicidio de una chica a la que ni siquiera conoció y eso lo llevará a meterse con fuerzas que exceden su capacidad de comprensión. Las reflexiones que se hacen sobre el suicidio, así como la re construcción de la personalidad de la víctima es otro de los puntos fuertes del libro. Al comienzo las voces se mezclan y uno siente que se está perdiendo algo importante, pero los diálogos van calibrando la historia de forma tal que Almeida casi nunca necesita aclarar quién dijo tal cosa. Así de naturales las conversaciones.

Aunque lo más interesante es cómo se va retratando al antagonista, sobre el que nada se dirá para evitar spoilers involuntarios. Es muy raro que la literatura argentina contemporánea –en especial, la literatura que toma como disparador períodos de violencia histórica reciente– indague en el alma o la mente de los verdugos. Por lo general, se limita a gritar lo espeluznante que es el verdugo, pero rara vez se le acerca. Mucha de esta literatura envejece apenas publicada debido al error recurrente de demonizar al represor como un ser tan malvado, que de puro malo termina siendo una caricatura, un villano de opereta con carcajada estruendosa, que se retuerce la punta de los bigotes mientras ata a la chica a la vía del tren. Nada de eso pasa aquí. Tenemos un personaje complejo, atormentado a su manera y con dilemas existenciales. De algún modo –y al igual que el protagonista– el titiritero que mueve los hilos desde las sombras también busca entender cosas. Aunque los caminos sean muy diferentes, igual que los objetivos del periodista, la experiencia de lectura termina sugiriendo que tal vez sea el malo el verdadero protagonista de esta historia. Un malo que es la personificación de la impunidad entendida como una serpiente que muda la piel con cada gobierno y se mantiene perenne, trascendiendo a estos en su permanencia. Es este tratamiento excepcional, poco frecuente, lo que amplifica el alcance de la novela más que su tema. Son contadas las ocasiones en que el autor escarba en el alma del malvado y busca entender con él. Uno de los pocos casos fuera de la presente, es La soledad del mal, de Horacio Convertini.

Una comparación odiosa, para evitar adelantos en la trama: en su última película, un telefilme titulado Down came a blackbird (Jonathan Sanger, 1995, aquí se la conoció como El ocaso), Raúl Juliá interpretó a un supuesto profesor de literatura que asiste a una terapia grupal para víctimas de la tortura. El grupo es dirigido por una sobreviviente de Auschwitz. El supuesto profesor conoce una periodista, que había sido secuestrada por los escuadrones de la muerte. Se enamoran, la ayuda a superar su fobia al agua y abre su corazón a ella: es un hombre atormentado que lee a Rilke y la trata con dulzura paternal. Sobre el final, nos enteramos que él no había sido un secuestrado sino un torturador, que también se consideraba víctima y que estaba en el grupo porque quería entender. Sin llegar al nivel de melodrama de Down came a blackbird, y aunque el tema no es tanto la tortura como la apropiación de menores, La tensión del umbral presenta un tratamiento jugado y original al nivel de esa película.

Desde su primer libro, El colectivo, Almeida cultiva un estilo sobrio y austero, que hace rendir sus recursos al máximo. La tensión del umbral sigue el hilo de sus obras anteriores en el sentido de que continúa indagando en la lógica del aparato represivo, pero a su vez es diferente porque en este caso hay varios giros que redoblan la apuesta en pos de una universalización del tema. Y pese a la complejidad de la trama –incluso, por cómo está presentada–, la experiencia de lectura es vertiginosa, adictiva. *


Cezary Novek





sábado, 16 de enero de 2016

Las olas del mundo - Alejandra Laurencich




Relatos en la tormenta

Es el verano de 1976. Andrea tiene 12 años. A su alrededor, los adultos repiten una y otra vez lo que parece inexorable: el gobierno de Isabel termina, los militares están a punto de tomar el poder. El cambio que se avizora es celebrado por muchos con fervor y entusiasmo. La vida familiar es la estructura en la que van encajando las piezas de la historia: una abuela eslovena “de misa diaria”, una madre anglófila pero peronista, un padre silencioso, un hermano con inquietudes políticas.

Durante sus vacaciones en Mar del Plata Andrea conoce a Malena Kunster, una chica dos años mayor que ella por la que se siente atraída con la potencia y la fascinación que tienen algunas amistades en la adolescencia. Malena fuma sin esconderse de sus padres, tiene seguridad, soltura y una extraña mezcla de encanto y crueldad que deslumbra a Andrea. La mención de Spinetta se convierte en un lazo que las une; el músico es una suerte de figura mítica, inalcanzable, casi divina.

El 24 de marzo de 1976 Andrea cumple 13 años. Y ese día se desata la tormenta que venía anunciándose: las botas, las persecuciones, la gente que desaparece, las huidas, el exilio, el silencio, las delaciones, las sospechas, la desconfianza, los rumores y el miedo. Los autos con las luces apagadas recorren las calles de los barrios; en las casas, las familias buscan en las bibliotecas aquellos libros que van a tirar al fuego. En el colegio también reina el autoritarismo; las monjas reproducen un orden que se vuelve asfixiante y destruye la frontera entre lo social y lo íntimo.

Andrea habita su cotidiano con un personaje que ha inventado uniendo retazos de Spinetta, Don Diego de la Vega, Paul Getty III, Cristo y Mick Jagger. “Él” se va convirtiendo de a poco en una herramienta que ayuda a procesar todos los cambios que impone el mundo. El trabajo detallado de construir un relato es, quizás, lo que sostiene a esa adolescente en un cotidiano que se derrumba y se deshace. ¿Cuántas historias debemos contar(nos) para poder soportar la realidad? ¿Cómo nos salva esa construcción de aquello que no puede ponerse en palabras?

Poco a poco Andrea va perdiendo el mundo conocido: los amigos desaparecen o sus familias se mudan sin dejar la nueva dirección. Su hermano escapa a Italia, su abuela muere, su madre se enferma. En el relato de cada día se evidencia el modo en que las desgracias nos envejecen, nos debilitan, nos vuelven frágiles. Un secreto y un papel escondido en el bolsillo de una campera se vuelven los detonantes de largas preguntas sobre la responsabilidad, los errores, lo irreparable y la culpa.

28 años después, Andrea se encontrará en una encrucijada, en el momento impostergable de enfrentar quién fue y en quién se ha convertido. Los recuerdos,  escondidos y amordazados, reaparecen por cada grieta que ofrece el presente. Una vez más, la escritura le permitirá entrar y salir de ese laberinto.

“Un talento se construye en soledad; un carácter, frente a las olas del mundo”. Con esa frase de Goethe se abre esta novela que, justamente, pone en escena el mecanismo por el cual lo que somos surge de lo que hacemos frente a lo que sucede.

No sólo se habla aquí de la potencia del arte como catalizador de la experiencia sino también del modo en que nos relacionamos con los demás, la delicada red de lazos en los que se cruzan el compromiso, la lealtad, el perdón y la posibilidad de construir nuevas lecturas del pasado.

Alejandra Laurencich nació en Buenos Aires en 1963. Formada en Bellas Artes, es narradora, guionista y maestra de escritores, una faceta de la que puede disfrutarse en su libro El taller. Nociones sobre el oficio de escribir. A fines de  2011 creó La Balandra. Otra narrativa, una de las revistas literarias más interesantes que se publican actualmente en nuestro país. Todo el trabajo de Laurencich –como escritora, como maestra y como directora de La Balandra– evidencia una concepción democrática de la cultura y la convicción de que todos tenemos derecho a crear y a disfrutar los bienes culturales. 

Alguna vez contó que empezó a escribir siendo muy joven. Todos los días, con un promedio de trabajo de seis horas por jornada, la máquina Underwood repicaba pasara lo que pasara. Después de un trabajo sostenido de dos años y medio, terminó su primera novela: un enorme manuscrito de 800 páginas que no llegó a publicarse. Quizás en esos días ya estuviera latiendo el gérmen de ese carácter que se ha ido construyendo “frente a las olas del mundo”.



Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X



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