sábado, 20 de febrero de 2016

Jorge Leonidas Escudero



Un humilde buscador de piedras

Discreto. Según sus palabras, “de perfil bajo”. Un hombre de provincia que pasó su vida construyendo una obra conmovedora. Jorge Leonidas Escudero. Un nombre que suena en estos días ante la despedida.

Alguna vez, hace años, hubo un pequeño revuelo ante una entrega de premios que ubicó a Escudero como primera mención. ¿En qué cabeza cabía darle a este hombre otra cosa que no fuera el Primer Premio? Se habló de los privilegios de vivir en Buenos Aires (Escudero vivía en San Juan); se habló de pertenecer a ciertos círculos (Escudero desconocía a los autores de su generación y decía que apenas había leído algo de poesía); se habló de los circuitos académicos (Escudero escribía una poesía viva, de la calle, que retomaba los decires de ciertas regiones periféricas para ese centro que parecía ser Buenos Aires); se habló de ninguneos. La escritora Ivonne Bordelois lo puso como ejemplo de un poeta "que hunde sus manos en las raíces del lenguaje y no en su propia vanidad". Se discutió. Se protestó. Escudero hizo lo que había hecho siempre: siguió escribiendo con esa potencia tan suya, tan propia, tan única y, a la vez, tan colectiva.

Jorge Leonidas Escudero. El poeta. El que va y viene de la montaña. El que busca minerales, piedras, vetas. El que se deja tentar por los juegos de azar y se pone a cazar la suerte. Lo mismo con las palabras. Como si el lenguaje fuera el puente para llegar a la experiencia. El camino, nunca la meta.

A Escudero no le preocupan las normas del idioma. Le interesa el giro, la grieta, el recodo. Aquello que la lengua hace en su región. Un decir como marca de identidad. “Agazapada casa m' está sperando”, dice en su poema “El vino triste”. Y hay algo en los sonidos que no puede limitarse al significado. El idioma está vivo. Se escribe como se habla, como se oye. Se reconoce existencia a la gente del pueblo. Son lo mismo: el poema, la gente del pueblo, nosotros, ese decir cansino, ese morder ciertos sonidos, ese apretar palabras. Hacía falta un poeta para nombrar el modo en el que el lenguaje se usa todos los días, aquí abajo, en el mundo. 

Jorge Leonidas Escudero. El hombre que murió hace poco más de una semana, a los 95 años. El poeta enorme, el secreto bien guardado, el escritor de culto. El que  tuvo a San Juan como cuna, territorio y tumba. Uno que de chico, en cuarto grado, se sintió sacudido cuando su maestra le hizo aprender de memoria “Caballito criollo”, de Belisario Roldán. Uno que se dijo “así como ahora aprendo este poema de otro, algún día voy a aprender uno escrito por mí.” Uno que estudió para ser ingeniero agrónomo pero abandonó la carrera. Uno que fue oficinista hasta que un amigo le propuso ir a trabajar a una estancia “buscando minerales”. Uno que aceptó y empezó, entre las piedras, su búsqueda. “Salgo a cazar, si puedo, la palabra única / Esa que me desvela / y no aparece”, dice en un poema.
Uno que publicó su primer libro a los cincuenta años, gracias a la ayuda de una sociedad de fomento. Amante del juego, empleado público, minero en Calingasta, compositor de zambas y cuecas, jubilado, poeta.

Uno al que le decían “el buscador de oro”, no como metáfora si no como dato biográfico. Uno que anduvo por los cerros, entrenando el ojo, caminando, escuchando silencios, viendo lo que vale cada sonido en el desierto. “Veo algo externo, una hoja, un gato, una piedra y me quedo mirándolo, un largo rato y luego escribo. En silencio escribo. Necesito estar conmigo mismo. A solas.”

Los libros van a decir: Jorge Leonidas Escudero. San Juan, 1920 – 2016. Poeta. Señalarán su Poesía Completa, publicada por Ediciones en Danza en 2011. 

Él dijo de sí mismo: “soy un humilde buscador de piedras” y “me complace buscar lo que no encuentro”.



Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Ciudad X





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