Lo que resta
El duelo tiene su propia cadencia. Puede ser un animal que los demás quieren ahuyentar. O la herencia de un linaje desfasado.
Aceptarlo como propio. Aprender a hablar con el pulso errático de los fantasmas.
Gabriela Halac despliega ese territorio en Aún. Un libro extraño en relación a lo que convoca, en la singularidad de ir tanteando lo ausente.
El cruce de géneros aparece cuando la voz necesita otro tono, otro ritmo, otra dicción. Halac hace jugar los signos quizás como un modo de decir que no todo puede ser representado. Que un rectángulo, un círculo, una fotografía o una partitura quizás sirvan más a la ausencia que una palabra. Hacer una marca en el papel para señalar que allí hay algo y que ese algo es impensable en términos del lenguaje.
El goteo de una canilla, un hormiguero, un gato, pájaros, una mancha, un portarretrato, una almohada, un crucifijo, el agua. En los detalles se cifra un mundo que se derrumba.
Y Roma como la palabra que ofrece un clivaje. La ciudad real pero también lo que guarda en ecos, en reminiscencia, en promesa. Roma la que existe, la que ya no será, la que se vuelve terreno mítico, estampita, fosforescencia.
Lo roto, lo deshecho, las cenizas, lo descarnado, el hueso, la médula pura. No es fácil adentrarse en eso. ¿Cuánto dura la nitidez de un fantasma? ¿Cuánto tarda un diálogo en disolverse?
La obra de Gabriela Halac merece ser reconocida por muchas razones. Quizás la más evidente sea el gesto de decir otra cosa y buscar otros modos para decirlo. Un movimiento de ruptura en un discurso habituado a los ecos. Sus libros son organismos que estallan de modo retardado. El efecto más salvaje llega al lector tiempo después de haber terminado el libro. Como un satori, como un relámpago, como un latigazo de sentido.
Eugenia Almeida
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