Hace
más de un mes, en este mismo espacio, escribí sobre los mails que encontré en la
carpeta de correo no deseado. Automotrices que ofrecen créditos para un cero
kilómetro, casas de electrodomésticos y sus grandes televisores, promociones de
posgrados y clases de inglés, chips gratuitos de una nueva compañía telefónica,
ofertas varias.
Luego,
una serie de correos que repiten casi a la perfección la misma historia. Una
mujer, en un lejano país, ha recibido una herencia, no puede cobrarla y me ofrece
compartirla. Los mails hacen referencia a países como Dubái, Kuwait o Costa de
Marfil. Están escritos en francés, inglés o en un español muy precario. Todas
quieren enviarme su dinero.
Al ver ese patrón, investigo un poco
en la web y descubro que, en el rubro de las estafas, hay algo conocido como
“El timo nigeriano” o el “timo 419”, haciendo alusión al artículo 419 del
Código Penal de Nigeria. Lo que más me llama la atención es que haya personas
que caen en trampas como esta.
Sigo leyendo.
En general, las estafas se basan en
dos grandes pilares: la credulidad y la malevolencia. Vamos a dejar de lado
aquí las que buscan que el estafado se involucre en base a su mala fe. Prefiero
centrarme en aquellas que se hacen fuertes en la ingenuidad y la falta de
análisis en las que todos caemos.
No es algo que sólo pase aquí. Las
estafas a través de internet son una constante en todos los países. En julio de
este año, la policía española debió hacer un comunicado especial para alertar a
los cibernautas. La estafa en cuestión consistía en hacerles creer a las
personas que mediante un hackeo a su computadora se habían obtenido imágenes
comprometedoras (relacionadas con el acceso a páginas pornográficas). Quien
llevaba a cabo la estafa exigía un pago para no reenviar esas imágenes a todos
los contactos de la víctima.
El envío de correos electrónicos para
robar datos personales se llama “phishing”, haciendo referencia al verbo inglés
“to fish” (“pescar”). Y se llama así porque es necesario enviar miles de esos
mensajes para que alguien “pique”. Ofertas especiales, mails que parecen venir del
banco con el que operamos, mensajes que hacen alusión a un posible riesgo si no
actualizamos inmediatamente un programa informático, hacemos clic sobre algún link
o rellenamos un formulario. Los estafadores tienen una enorme variedad de anzuelos.
En algunos casos las estafas están
claramente dirigidas. Por ejemplo, aquellos correos que reciben personas que
trabajan dirigiendo empresas y en los que se exige una transferencia urgente,
simulando ser un jefe o un asociado. Increíblemente, son tan efectivas que ya
tienen un nombre: “el fraude del CEO”. Mies de empresas en el mundo son blanco
de estas estafas. Según el informe de una empresa dedicada a la seguridad en la
red, los ataques aumentaron más de un 100% el año pasado. Según el FBI, en
2017, el fraude del CEO provocó pérdidas de 676 millones de dólares.
En otros casos, como el de la estafa
nigeriana, se envían al azar y se espera que la víctima haga una señal desde el
otro lado.
El
último billete y el juicio de los otros
Hace unos meses me subí a un taxi.
Apenas me senté el taxista empezó a hablar sin parar. Política, tráfico, espectáculos;
hablaba de todos los temas posibles aún si yo sólo respondía con monosílabos o
silencio. Cuando llegamos a destino, le di un billete de 100 pesos. No pongo en
duda eso porque era todo el dinero que tenía.
Él busca en su billetera, hace una
pausa y me dice: “son cincuenta y cinco”. Mientras levanta un billete de cinco
pesos, agrega “le faltan cincuenta”. Le digo que le di un billete de cien. Me
dice que no, me pregunta si estoy segura. Le digo que sí, que estoy completamente
segura porque era el único billete que tenía. Murmura algo, resopla, se queja y
dice “bueno, está bien, le cobro eso nomás”.
Y es en ese momento cuando me doy
cuenta de que no es un error, es una estafa. Le digo que no, que me va a cobrar
cincuenta y cinco pesos y que como yo le entregué cien, me va a dar los cuarenta
y cinco pesos de vuelto. La corroboración de que estaba tratando de estafarme
es que, sin protestar, me da el vuelto sin decir una palabra. ¿A cuántas personas por día les hará lo mismo? ¿Cuántas
tendrán la certeza de que no han cometido un error al entregar el billete?
¿Por qué creemos en cosas como los
mails de la estafa nigeriana? ¿Qué hace que suspendamos nuestra capacidad de
juicio para analizar una situación y descubrir las fallas que demuestran que lo
que nos dicen no es cierto?
Es fácil hacerlo cuando la evidencia
es tan innegable que no hay forma de desconocerla. Por ejemplo, esos papeles
pegados en los postes de luz del centro de la ciudad que ofrecen la oportunidad
de ganar 20 mil pesos trabajando dos horas por día. Si dijeran la verdad, la
persona que imprime esos papeles y la persona que los pega en los postes estarían
haciendo ese trabajo tan bien pago.
La cosa se complica si la evidencia no
es tan palpable. Un ejemplo de esas cegueras de la credulidad circula por estos
días en Facebook. Desde los muros de personas que respetamos, queremos y cuyo
juicio valoramos, se repite una y otra vez un mensaje con mínimas variantes.
Aquel que dice que sólo vemos a veinticinco de nuestros contactos y que podemos
cambiar eso posteando un mensaje que lo explica y pidiéndoles a nuestros
contactos que comenten algo en ese post, para así poder ver lo que publican
cada día. He visto replicar ese mensaje tantas veces que entiendo que, en algún
momento, uno empiece a dudar y a dar por cierto algo que hace agua por varios
lados. Para empezar: el texto dice algo así como “Yo no creía que era cierto
pero cuando lo hice, descubrí que había mucha gente cuyas publicaciones no
veía”. El problema es que el texto dice que la persona ya hizo (y ya vio los
resultados) de algo que está haciendo en ese momento. ¿Ha conseguido burlar el
tiempo, ha visto el futuro y ha vuelto para hacer las cosas bien? ¿Cómo puede
garantizar que ha sido testigo de un resultado de algo que todavía no ha hecho?
Por otra parte, si solo un grupo reducido de personas puede ver sus posteos,
ese texto que acaba de subir a su muro solo puede ser visto por ese grupo
reducido de personas que, permítanme la insistencia, ya lo está viendo.
Mi desconfianza hacia este mensaje
apareció la primera vez que lo vi. Porque decía algo así como que todos sabemos
que sólo podemos ver las publicaciones de veinticinco de nuestros contactos. Me
pareció que no era cierto. Uso esa plataforma por razones laborales. Es casi
una odisea hacer periodismo cultural sin estar en Facebook, dado que el flujo
de información que circula allí es indispensable para estar al día. Como para
mí es una vía de trabajo, tengo muchos contactos. Y puedo asegurarles que veo
cotidianamente posteos de muchísimas más que veinticinco personas. Pero al ver
que el mensaje se replicaba, me tomé el trabajo de contar. Paré cuando llegué a
sesenta personas diferentes en un solo día. ¿Por qué dudé y tuve que contar?
Porque no sé nada de informática, porque apenas recuerdo qué es un algoritmo y,
fundamentalmente, porque vi a muchas personas a las que considero mis referentes
insistir en este mensaje. Fue entonces cuando empecé a leer más detenidamente.
Y me encontré con esa paradoja del tiempo: sorprenderse por comprobar el
resultado de algo que todavía no se ha hecho.
¿Qué es lo que nos hace suspender
nuestro juicio crítico y nuestra capacidad de análisis? Hay múltiples
variables. Hoy sólo me detengo en esta: cuando oímos que todos repiten lo
mismo, cuando oímos que personas en las que confiamos aseguran la veracidad de
algo. Es un punto interesante sobre el cual reflexionar.
Eugenia Almeida
Publicado
originalmente en La Voz del Interior
Ilustración: Juan
Delfini
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