domingo, 4 de agosto de 2019

Correo basura, estafas, Facebook y la máquina del tiempo





Hace más de un mes, en este mismo espacio, escribí sobre los mails que encontré en la carpeta de correo no deseado. Automotrices que ofrecen créditos para un cero kilómetro, casas de electrodomésticos y sus grandes televisores, promociones de posgrados y clases de inglés, chips gratuitos de una nueva compañía telefónica, ofertas varias.

Luego, una serie de correos que repiten casi a la perfección la misma historia. Una mujer, en un lejano país, ha recibido una herencia, no puede cobrarla y me ofrece compartirla. Los mails hacen referencia a países como Dubái, Kuwait o Costa de Marfil. Están escritos en francés, inglés o en un español muy precario. Todas quieren enviarme su dinero.

Al ver ese patrón, investigo un poco en la web y descubro que, en el rubro de las estafas, hay algo conocido como “El timo nigeriano” o el “timo 419”, haciendo alusión al artículo 419 del Código Penal de Nigeria. Lo que más me llama la atención es que haya personas que caen en trampas como esta.

Sigo leyendo.

En general, las estafas se basan en dos grandes pilares: la credulidad y la malevolencia. Vamos a dejar de lado aquí las que buscan que el estafado se involucre en base a su mala fe. Prefiero centrarme en aquellas que se hacen fuertes en la ingenuidad y la falta de análisis en las que todos caemos.

No es algo que sólo pase aquí. Las estafas a través de internet son una constante en todos los países. En julio de este año, la policía española debió hacer un comunicado especial para alertar a los cibernautas. La estafa en cuestión consistía en hacerles creer a las personas que mediante un hackeo a su computadora se habían obtenido imágenes comprometedoras (relacionadas con el acceso a páginas pornográficas). Quien llevaba a cabo la estafa exigía un pago para no reenviar esas imágenes a todos los contactos de la víctima.

El envío de correos electrónicos para robar datos personales se llama “phishing”, haciendo referencia al verbo inglés “to fish” (“pescar”). Y se llama así porque es necesario enviar miles de esos mensajes para que alguien “pique”. Ofertas especiales, mails que parecen venir del banco con el que operamos, mensajes que hacen alusión a un posible riesgo si no actualizamos inmediatamente un programa informático, hacemos clic sobre algún link o rellenamos un formulario. Los estafadores tienen una enorme variedad de anzuelos.
En algunos casos las estafas están claramente dirigidas. Por ejemplo, aquellos correos que reciben personas que trabajan dirigiendo empresas y en los que se exige una transferencia urgente, simulando ser un jefe o un asociado. Increíblemente, son tan efectivas que ya tienen un nombre: “el fraude del CEO”. Mies de empresas en el mundo son blanco de estas estafas. Según el informe de una empresa dedicada a la seguridad en la red, los ataques aumentaron más de un 100% el año pasado. Según el FBI, en 2017, el fraude del CEO provocó pérdidas de 676 millones de dólares.

En otros casos, como el de la estafa nigeriana, se envían al azar y se espera que la víctima haga una señal desde el otro lado.



El último billete y el juicio de los otros

Hace unos meses me subí a un taxi. Apenas me senté el taxista empezó a hablar sin parar. Política, tráfico, espectáculos; hablaba de todos los temas posibles aún si yo sólo respondía con monosílabos o silencio. Cuando llegamos a destino, le di un billete de 100 pesos. No pongo en duda eso porque era todo el dinero que tenía.

Él busca en su billetera, hace una pausa y me dice: “son cincuenta y cinco”. Mientras levanta un billete de cinco pesos, agrega “le faltan cincuenta”. Le digo que le di un billete de cien. Me dice que no, me pregunta si estoy segura. Le digo que sí, que estoy completamente segura porque era el único billete que tenía. Murmura algo, resopla, se queja y dice “bueno, está bien, le cobro eso nomás”.  Y es en ese momento cuando  me doy cuenta de que no es un error, es una estafa. Le digo que no, que me va a cobrar cincuenta y cinco pesos y que como yo le entregué cien, me va a dar los cuarenta y cinco pesos de vuelto. La corroboración de que estaba tratando de estafarme es que, sin protestar, me da el vuelto sin decir una palabra. ¿A cuántas  personas por día les hará lo mismo? ¿Cuántas tendrán la certeza de que no han cometido un error al entregar el billete?
¿Por qué creemos en cosas como los mails de la estafa nigeriana? ¿Qué hace que suspendamos nuestra capacidad de juicio para analizar una situación y descubrir las fallas que demuestran que lo que nos dicen no es cierto?

Es fácil hacerlo cuando la evidencia es tan innegable que no hay forma de desconocerla. Por ejemplo, esos papeles pegados en los postes de luz del centro de la ciudad que ofrecen la oportunidad de ganar 20 mil pesos trabajando dos horas por día. Si dijeran la verdad, la persona que imprime esos papeles y la persona que los pega en los postes estarían haciendo ese trabajo tan bien pago.

La cosa se complica si la evidencia no es tan palpable. Un ejemplo de esas cegueras de la credulidad circula por estos días en Facebook. Desde los muros de personas que respetamos, queremos y cuyo juicio valoramos, se repite una y otra vez un mensaje con mínimas variantes. Aquel que dice que sólo vemos a veinticinco de nuestros contactos y que podemos cambiar eso posteando un mensaje que lo explica y pidiéndoles a nuestros contactos que comenten algo en ese post, para así poder ver lo que publican cada día. He visto replicar ese mensaje tantas veces que entiendo que, en algún momento, uno empiece a dudar y a dar por cierto algo que hace agua por varios lados. Para empezar: el texto dice algo así como “Yo no creía que era cierto pero cuando lo hice, descubrí que había mucha gente cuyas publicaciones no veía”. El problema es que el texto dice que la persona ya hizo (y ya vio los resultados) de algo que está haciendo en ese momento. ¿Ha conseguido burlar el tiempo, ha visto el futuro y ha vuelto para hacer las cosas bien? ¿Cómo puede garantizar que ha sido testigo de un resultado de algo que todavía no ha hecho? Por otra parte, si solo un grupo reducido de personas puede ver sus posteos, ese texto que acaba de subir a su muro solo puede ser visto por ese grupo reducido de personas que, permítanme la insistencia, ya lo está viendo.

Mi desconfianza hacia este mensaje apareció la primera vez que lo vi. Porque decía algo así como que todos sabemos que sólo podemos ver las publicaciones de veinticinco de nuestros contactos. Me pareció que no era cierto. Uso esa plataforma por razones laborales. Es casi una odisea hacer periodismo cultural sin estar en Facebook, dado que el flujo de información que circula allí es indispensable para estar al día. Como para mí es una vía de trabajo, tengo muchos contactos. Y puedo asegurarles que veo cotidianamente posteos de muchísimas más que veinticinco personas. Pero al ver que el mensaje se replicaba, me tomé el trabajo de contar. Paré cuando llegué a sesenta personas diferentes en un solo día. ¿Por qué dudé y tuve que contar? Porque no sé nada de informática, porque apenas recuerdo qué es un algoritmo y, fundamentalmente, porque vi a muchas personas a las que considero mis referentes insistir en este mensaje. Fue entonces cuando empecé a leer más detenidamente. Y me encontré con esa paradoja del tiempo: sorprenderse por comprobar el resultado de algo que todavía no se ha hecho.

¿Qué es lo que nos hace suspender nuestro juicio crítico y nuestra capacidad de análisis? Hay múltiples variables. Hoy sólo me detengo en esta: cuando oímos que todos repiten lo mismo, cuando oímos que personas en las que confiamos aseguran la veracidad de algo. Es un punto interesante sobre el cual reflexionar.




Eugenia Almeida

Publicado originalmente en La Voz del Interior
Ilustración: Juan Delfini





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